El Santo Padre Francisco ha recibido este sábado en Audiencia, en el Aula Pablo VI, a los participantes en la Peregrinación de la Diócesis de Crema (Italia).
Publicamos a continuación el discurso que el Papa dirigió a los participantes en la Audiencia:
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Discurso del Santo Padre
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y bienvenidos!
Agradezco al obispo, monseñor Daniele Gianotti, las palabras que me ha dirigido. Saludo a monseñor Rosolino Bianchetti, obispo de Quiché, en Guatemala; al superior general del Pontificio Instituto para las Misiones Extranjeras; a los seminaristas de la diócesis de Taungngu, en Myanmar; a los sacerdotes y misioneros presentes; así como al presidente de la provincia de Cremona y a los alcaldes reunidos. Y saludo cordialmente a todos los que habéis venido en tan gran número. Gracias, gracias por vuestra visita.
Este encuentro nuestro estaba previsto desde hace tiempo, a raíz de la beatificación del padre Alfredo Cremonesi, cremonés, misionero y mártir en Birmania, hoy Myanmar. Como sabéis, es una tierra atormentada, ésta, que llevo en el corazón y por la que os invito a rezar, implorando de Dios el don de la paz.
Así pues, la pandemia nos ha obligado a aplazar nuestro encuentro hasta hoy. Sin embargo, éste es también un año especial: de hecho, en estos mismos meses se cumple el septuagésimo aniversario del martirio del Beato Alfredo, que tuvo lugar el 7 de febrero de 1953 en Donoku. El padre Cremonesi trabajó en ese pueblo de montaña durante la mayor parte de su vida, y volvió allí varias veces, a pesar de mil dificultades y peligros, para estar cerca de su gente y construir y reconstruir lo que la guerra y la violencia seguían destruyendo. Lo que llama la atención del padre Alfredo es la tenacidad con la que ejerció su ministerio, entregándose sin cálculo y sin escatimar por el bien de las personas que le fueron confiadas, creyentes y no creyentes, católicos y no católicos. Un hombre universal, para todos.
Sin duda encarnó así, de manera ejemplar, las sólidas virtudes de su Cremasque natal: piedad robusta, trabajo generoso, vida sencilla y fervor misionero. Sembró la comunión, sabiendo adaptarse a un mundo completamente nuevo para él y haciéndolo suyo, con amor. Ejerció la caridad especialmente con los más necesitados, encontrándose muchas veces sin nada, obligado a mendigar él mismo. Se dedicó a la educación de los jóvenes y no se dejó intimidar ni desanimar por la incomprensión y la oposición violenta, hasta el fuego de ametralladora que lo abatió. Pero ni siquiera esta violencia extrema detuvo su espíritu ni silenció su voz. De hecho, siguió hablando a través de los que siguieron sus pasos: entre estos misioneros se encuentra hoy aquí el P. Andrea Mandonico y, aunque no ha podido estar con nosotros, no olvidemos al P. Pierluigi Maccalli, durante dos años prisionero en Níger y Malí, por cuya liberación habéis rezado tanto. Pero la voz misionera del padre Alfredo no se confía sólo a ellos: se confía a todos nosotros, a todos vosotros, a vuestras palabras y, sobre todo, a vuestra experiencia de comunidad cristiana.
En los escritos dejados por el P. Alfredo hay una frase muy hermosa sobre el espíritu misionero. Dice: «Los misioneros no somos nada. La nuestra es la obra más misteriosa y maravillosa que se ha dado al hombre, no para realizar, sino para ver: ver almas que se convierten es un milagro más grande que cualquier milagro». En estas palabras se resumen algunas características importantes del misionero, sobre las que os invito a reflexionar y que os invito a hacer vuestras: la humilde conciencia de ser un pequeño instrumento en las grandes manos de Dios; la alegría de realizar una «obra maravillosa» acercando a los hermanos a Jesús; el asombro ante lo que el Señor mismo obra en quienes le encuentran y le acogen. Humildad, alegría y asombro: tres hermosos rasgos de nuestro apostolado, en toda condición y estado de vida.
Queridos hermanos y hermanas, es verdaderamente un don teneros aquí: una comunidad rica en los colores de cada época y condición. Parafraseando a san Lorenzo, diácono y mártir de la Iglesia de Roma, podemos decir que éste es el tesoro de la Iglesia: sois vosotros, somos nosotros, todos pobres ante Dios y todos ricos en su amor infinito, que se refleja de manera única en los ojos de cada uno, y del que somos testigos y misioneros.
Por eso quiero animaros a continuar con empeño y entusiasmo vuestro camino comunitario, en todas sus dimensiones. Os exhorto a cultivar la comunión, entre las personas y entre las comunidades, en la ayuda mutua, en la colaboración, incluso en la apertura a nuevos caminos, en un mundo que cambia cada vez más deprisa. No tengáis miedo de traducir los valores antiguos a lenguajes modernos, para que lleguen a todos, y para que todos puedan saborear y disfrutar de sus beneficios. Intentad ser siempre acogedores e inclusivos con quienes llaman a vuestra puerta; cuidad especialmente la educación de los jóvenes, ayudándoles a «sacar» lo mejor de sí mismos y a encontrar el plan de Dios en sus vidas, haciendo de ello una misión, con pasión. No olvidéis a los ancianos, a los más débiles, especialmente a los pobres y a los enfermos; os invito a escucharlos, porque hay mucho que aprender de quienes saben lo que es la vida, el trabajo y el sufrimiento. Por último, en una tierra tan rica y hermosa como la vuestra, que seáis modelos de administración respetuosa de la creación, de sobriedad en el uso de sus frutos y de generosidad al compartirlos
Queridos hermanos y hermanas, ¡gracias por venir! Os encomiendo a la intercesión de la Virgen María y de san Pantaleón. Os bendigo cordialmente a todos vosotros y a toda la comunidad diocesana. Y os ruego encarecidamente que no olvidéis rezar por mí. Gracias.