El Papa Francisco exhorta a los fieles a no ser prisioneros de sus fracasos, confiar en Dios y avanzar con valentía

Viaje apostólico a Indonesia: Santa Misa

En la tarde de este jueves 5 de septiembre, el Papa Francisco presidió una multitudinaria Misa en el estadio de Yakarta como conclusión de su visita a Indonesia, país que dejará el 6 de septiembre para trasladarse a Port Moresby, en Papúa Guinea.

La primera etapa del extenso viaje del Santo Padre por Asia y Oceanía concluyó con una Misa en el estadio “Gelora Bung Karno”, en la que participaron alrededor de 100.000 católicos indonesios, según los datos ofrecidos por las autoridades del país.

El Pontífice llegó en su papamóvil al estadio poco antes de las 17.00 (hora local), donde los miles de fieles le recibieron con alegres cánticos y ovaciones.

Cabe destacar que todas las lecturas fueron leídas en indonesio y la primera lectura corrió a cargo de un joven ciego.

En su homilía en el estadio Gelora Bung Karno, en Yakarta, Francisco recordó a los fieles que el encuentro con Jesús nos llama a vivir «dos actitudes fundamentales» que nos hacen capaces de llegar a ser sus discípulos: escuchar y vivir la Palabra. «Con la Palabra del Señor, los animo a sembrar amor, a recorrer confiados el camino del diálogo, a seguir manifestando vuestra bondad y amabilidad con la sonrisa típica que los caracteriza, para ser constructores de unidad y de paz».
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Homilía del Papa

El encuentro con Jesús nos llama a vivir dos actitudes fundamentales, que nos permiten convertirnos en sus discípulos. La primera actitud: escuchar la Palabra; la segunda: vivir la Palabra. Primero escuchar, porque todo nace de la escucha, de abrirnos a Él, de acoger el don precioso de su amistad. Pero luego es importante vivir la Palabra recibida, para no ser oyentes vanos que se engañan a sí mismos (cf. St 1,22); para no correr el riesgo de escuchar sólo con los oídos sin que la semilla de la Palabra descienda al corazón y cambie nuestro modo de pensar, de sentir, de actuar, y esto no es bueno. La Palabra que se nos da y que escuchamos pide hacerse vida, transformar la vida, encarnarse en nuestra vida.

Estas dos actitudes esenciales: escuchar la Palabra y vivir la Palabra, podemos contemplarlas en el Evangelio que se acaba de proclamar.

En primer lugar, la escucha de la Palabra. El evangelista cuenta que mucha gente se acercaba a Jesús y «la muchedumbre se agolpaba a su alrededor para escuchar la Palabra de Dios» (Lc 5,1). Lo buscaban, tenían hambre y sed de la Palabra del Señor y la escuchaban resonar en las palabras de Jesús. Por eso, esta escena, que se repite tantas veces en el Evangelio, nos dice que el corazón humano está siempre en busca de una verdad capaz de alimentar y saciar su deseo de felicidad; que no podemos contentarnos sólo con palabras humanas, con los criterios de este mundo, con juicios terrenales; necesitamos siempre una luz de lo alto que ilumine nuestros pasos, un agua viva que calme la sed de los desiertos del alma, un consuelo que no defraude porque viene del cielo y no de las cosas efímeras de este mundo. En medio del aturdimiento y la vanidad de las palabras humanas, hermanos, es necesaria la Palabra de Dios, la única que es brújula para nuestro camino, la única que en medio de tantas heridas y desconciertos es capaz de reconducirnos al verdadero sentido de la vida.

Hermanos y hermanas, no lo olvidemos: la primera tarea del discípulo -¡todos somos discípulos! – no es revestirse de una religiosidad exteriormente perfecta, hacer cosas extraordinarias o comprometerse en empresas grandiosas. No. Por el contrario, la primera tarea, el primer paso, consiste en saber escuchar la única Palabra que salva, la Palabra de Jesús, como podemos ver en el episodio evangélico, cuando el Maestro sube a la barca de Pedro para alejarse un poco de la orilla y así predicar mejor a la gente (cf. Lc 5,3). Nuestra vida de fe comienza cuando acogemos humildemente a Jesús en la barca de nuestra existencia, le hacemos sitio, escuchamos su Palabra y nos dejamos interpelar, sacudir y cambiar por ella.


Al mismo tiempo, hermanos y hermanas, la Palabra del Señor pide encarnarse concretamente en nosotros: por eso estamos llamados a vivir la Palabra. Repetir sólo la Palabra, sin vivirla, hace que nos convirtamos en papagayos: sí, la digo, pero no la entendemos, no la vivimos. De hecho, cuando termina de predicar a la multitud desde la barca, Jesús se dirige a Pedro y le exhorta a arriesgarse apostando por esa Palabra: «Boga mar adentro y echa las redes para pescar» (v. 4). La Palabra del Señor no puede quedarse en una bella idea abstracta o suscitar sólo la emoción de un momento; nos pide que cambiemos nuestra mirada, que dejemos que nuestro corazón se transforme a imagen del de Cristo; la Palabra nos llama a echar con valentía las redes del Evangelio en medio del mar del mundo, «corriendo el riesgo», sí, corriendo el riesgo de vivir el amor que Él primero nos enseñó y vivió. También a nosotros, hermanos y hermanas, el Señor, con la fuerza ardiente de su Palabra, nos pide que nos hagamos a la mar, que rompamos con las orillas estancadas de las malas costumbres, de los miedos y de la mediocridad, que nos atrevamos a vivir una vida nueva. La mediocridad agrada al diablo. Porque entra en nosotros y nos arruina.

Por supuesto, nunca faltan los obstáculos y las excusas para decir que no; pero fijémonos de nuevo en la actitud de Pedro: venía de una noche difícil, en la que no había pescado nada, estaba enfadado, cansado, decepcionado; sin embargo, en lugar de quedarse paralizado en ese vacío y anclado en su propio fracaso, dice: «Maestro, hemos trabajado toda la noche y no hemos pescado nada; pero en tu palabra echaré las redes» (v. 5). En tu palabra echaré las redes. Y entonces sucede lo inaudito, el milagro de que la barca se llene de peces hasta casi hundirse (cf. v. 7).

Hermanos y hermanas, ante las múltiples tareas de nuestra vida cotidiana; ante la llamada, que todos sentimos, a construir una sociedad más justa, a avanzar por el camino de la paz y del diálogo -ese camino que aquí, en Indonesia, hace tiempo que está trazado-, a veces podemos sentirnos incapaces, sentir el peso de tanto empeño que no siempre da los frutos esperados, o de nuestros errores que parecen detener el camino. Pero con la misma humildad y fe de Pedro, también a nosotros se nos pide que no permanezcamos prisioneros de nuestros fracasos. Esto es algo muy malo, porque los fracasos nos atrapan y podemos convertirnos en prisioneros de los fracasos. No, por favor: no permanezcamos prisioneros de nuestros fracasos; en lugar de mirar nuestras redes vacías, miremos a Jesús y confiemos en Él. No mires tus redes vacías, ¡mira a Jesús! Él te hará caminar, Él te curará, ¡confía en Jesús! Siempre podemos arriesgarnos a salir al mar y volver a echar las redes, aunque hayamos pasado por la noche del fracaso, por el tiempo de la desilusión en el que no hemos pescado nada. Ahora haré un pequeño momento de silencio y cada uno de vosotros pensará en sus propios fracasos. [pausa] Y mirando esos fracasos, arriesguémonos, sigamos adelante con el coraje de la Palabra de Dios.

Santa Teresa de Calcuta, cuya memoria celebramos hoy y que se ocupó incansablemente de los más pobres y se convirtió en promotora de la paz y el diálogo, solía decir: «Cuando no tengamos nada que dar, demos esa nada. Y recuerda: aunque no recojas nada, nunca te canses de sembrar». Hermano y hermana, nunca te canses de sembrar, porque esto es vida. Esto, hermanos y hermanas, quiero deciros también a vosotros, a esta nación, a este maravilloso y variado archipiélago: ¡no os canséis de zarpar, no os canséis de echar las redes, no os canséis de soñar, no os canséis de soñar y volved a construir una civilización de paz! Atreveos siempre a soñar el sueño de la fraternidad, que es un verdadero tesoro entre vosotros. Con la Palabra del Señor, os animo a sembrar el amor, a recorrer con confianza el camino del diálogo, a seguir practicando vuestra bondad y amabilidad con la típica sonrisa que os distingue. ¿Os han dicho que sois un pueblo sonriente? No perdáis la sonrisa, por favor, y seguid adelante. Y sed constructores de paz. ¡Sed constructores de esperanza! Este es el deseo expresado recientemente por los Obispos del país, y es el deseo que yo también quisiera dirigir a todo el pueblo indonesio: ¡caminar juntos por el bien de la sociedad y de la Iglesia! Sed constructores de esperanza. Escuchad bien: ¡sed constructores de esperanza! Esa esperanza del Evangelio que no defrauda (cf. Rm 5,5), que nunca decepciona, y que nos abre a una alegría sin fin. Muchas gracias.

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Acción de Gracias al final de la Misa

doy las gracias al Cardenal Ignatius, así como al Presidente de la Conferencia Episcopal y a los demás Pastores de la Iglesia en Indonesia, que junto con los sacerdotes y diáconos sirven al santo pueblo de Dios en este gran país. Gracias a las religiosas y a todos los voluntarios; y con mucho cariño a los ancianos, enfermos y sufrientes que ofrecieron sus oraciones. ¡Gracias a vosotros! Mi visita entre vosotros toca a su fin, y deseo expresar mi gozosa gratitud por la exquisita acogida que se me ha dispensado. La renuevo al Presidente de la República, hoy aquí presente, a las demás autoridades civiles y a las fuerzas del orden, y la hago extensiva a todo el pueblo indonesio. Se dice en el Libro de los Hechos de los Apóstoles que el día de Pentecostés hubo una gran conmoción en Jerusalén. Y todo el mundo armaba jaleo para predicar el Evangelio. Os lo ruego, queridos hermanos y hermanas, ¡haced ruido! ¡Haced ruido! Que el Señor os bendiga. Gracias.