Viaje apostólico a Marsella: momento de recogimiento con los líderes religiosos cerca del Memorial dedicado a los marineros y migrantes perdidos en el mar
Ante el Memorial de los marineros y migrantes dispersos en el mar en Marsella, junto a los líderes religiosos, el Papa piensa en los numerosos hermanos y hermanas “ahogados en el miedo, junto con las esperanzas que llevaban en el corazón”. Estamos ante una encrucijada, afirma: fraternidad o indiferencia, encuentro o confrontación. No podemos resignarnos, dice, “a ver seres humanos tratados como mercancía de cambio”.
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Palabras del Papa
Queridos hermanos y hermanas,
gracias por estar aquí. Ante nosotros está el mar, fuente de vida, pero este lugar evoca la tragedia de los naufragios, que causan la muerte. Estamos reunidos en memoria de los que no sobrevivieron, de los que no se salvaron. No nos acostumbremos a considerar los naufragios como hechos noticiables y las muertes en el mar como cifras: no, son nombres y apellidos, son rostros e historias, son vidas rotas y sueños destrozados. Pienso en tantos hermanos y hermanas ahogados por el miedo, junto con las esperanzas que llevaban en el corazón. Ante semejante drama, no hacen falta palabras, sino hechos. Pero antes necesitamos humanidad, necesitamos silencio, llanto, compasión y oración. Os invito ahora a un minuto de silencio en memoria de estos hermanos y hermanas nuestros: dejémonos conmover por sus tragedias. [momento de silencio].
Demasiadas personas, que huyen de los conflictos, de la pobreza y de las catástrofes medioambientales, encuentran en las olas del mar Mediterráneo el último rechazo en su búsqueda de un futuro mejor. Y así, este hermoso mar se ha convertido en un inmenso cementerio, donde muchos hermanos y hermanas se ven privados incluso del derecho a una tumba, y sólo queda enterrada la dignidad humana. En el libro-testimonio «Hermanito», el protagonista, al final del agitado viaje que le lleva de la República de Guinea a Europa, dice: «Cuando te sientas en el mar estás en una encrucijada. A un lado está la vida, al otro la muerte. No hay otras salidas» (A. Arzallus Antia – I. Balde, Fratellino, Milán 2021, 107). Amigos, tenemos ante nosotros una encrucijada: por un lado, la fraternidad, que fecunda de bondad la comunidad humana; por otro, la indiferencia, que ensangrienta el Mediterráneo. Nos encontramos en una encrucijada de civilización. O la cultura de la humanidad y de la fraternidad, o la cultura de la indiferencia: que cada cual se las arregle como pueda.
No podemos resignarnos a ver a seres humanos tratados como moneda de cambio, encarcelados y torturados de forma atroz -sabemos, tantas veces, que cuando los enviamos lejos, están destinados a ser torturados y encarcelados-; no podemos seguir asistiendo a las tragedias de los naufragios, provocados por el tráfico odioso y el fanatismo de la indiferencia. La indiferencia se convierte en fanatismo. Hay que rescatar a las personas que corren peligro de ahogarse al ser abandonadas sobre las olas. Es un deber de humanidad, ¡es un deber de civilización!
El cielo nos bendecirá, si en tierra y en el mar sabemos cuidar de los más débiles, si sabemos superar la parálisis del miedo y del desinterés que condena a la gente a la muerte con guantes de terciopelo. En esto, los representantes de las distintas religiones estamos llamados a ser un ejemplo. Dios, de hecho, bendijo al padre Abraham. Fue llamado a dejar su patria y «partió sin saber a dónde iba» (Hb 11,8). Como huésped y peregrino en tierra extranjera, acogió a los caminantes que pasaban junto a su tienda (cf. Gn 18): «desterrado de su patria, sin hogar, él mismo fue hogar y patria de todos» (San Pedro Crisólogo, Discursos, 121). Y «como recompensa por su hospitalidad, obtuvo descendencia» (san Ambrosio de Milán, De officiis, II, 21). En las raíces de los tres monoteísmos mediterráneos está, pues, la hospitalidad, el amor al extranjero en nombre de Dios. Y esto es vital si, como nuestro padre Abraham, soñamos con un futuro próspero. No olvidemos el estribillo bíblico: «el huérfano, la viuda y el emigrante, el extranjero». El huérfano, la viuda y el extranjero: éstos son los que Dios nos manda cuidar.
Los creyentes, por tanto, debemos ser ejemplares en nuestra acogida mutua y fraterna. Las relaciones entre grupos religiosos no suelen ser fáciles, pues el gusano del extremismo y la plaga ideológica del fundamentalismo corroen la vida real de las comunidades. Pero quisiera, a este respecto, hacerme eco de lo que escribió un hombre de Dios que vivió no lejos de aquí: «Que nadie guarde en su corazón sentimientos de odio hacia su prójimo, sino de amor, porque quien odia aunque sólo sea a un hombre no podrá estar tranquilo ante Dios. Dios no escucha su oración mientras guarde ira en su corazón» (San César de Arlés, Discursos, XIV, 2).
Hoy, también Marsella, caracterizada por un pluralismo religioso variado, se enfrenta a una encrucijada: encuentro o choque. Y os doy las gracias a todos vosotros, que estáis en el camino del encuentro: gracias por vuestra solidaridad y vuestro compromiso concreto en favor de la promoción humana y la integración. Marsella es un modelo de integración. Es bonito que aquí, junto a distintas realidades que trabajan con emigrantes, exista la Marseille-Espérance, un organismo de diálogo interreligioso que promueve la fraternidad y la convivencia pacífica. Nos fijamos en los pioneros y testigos del diálogo, como Jules Isaac, que vivió cerca de aquí y del que se conmemoró recientemente el 60 aniversario de su muerte. Ustedes son la Marsella del futuro. Avanzad sin desaliento, para que esta ciudad sea para Francia, para Europa y para el mundo un mosaico de esperanza.
Como deseo, quisiera finalmente citar unas palabras que David Sassoli pronunció en Bari, con ocasión de un encuentro anterior sobre el Mediterráneo: «En Bagdad, en la Casa de la Sabiduría del Califa Al Ma’mun, judíos, cristianos y musulmanes solían reunirse para leer los libros sagrados y a los filósofos griegos. Hoy, todos sentimos, creyentes y laicos, la necesidad de reconstruir esa casa para seguir juntos luchando contra los ídolos, derribando muros, tendiendo puentes y dando contenido a un nuevo humanismo. Mirando profundamente nuestro tiempo y amándolo aún más cuando es difícil amarlo, creo que ésta es la semilla sembrada en estos días tan atentos a nuestro destino. ¡Dejemos de tener miedo a los problemas que nos plantea el Mediterráneo! […] Para la Unión Europea y para todos nosotros, nuestra supervivencia depende de ello» (Discurso con ocasión del Encuentro de reflexión y espiritualidad «Frontera mediterránea de la paz», 22 de febrero de 2020).
Hermanos, hermanas, afrontemos juntos nuestros problemas, no perdamos la esperanza, ¡armemos un mosaico de paz!
Me alegra ver aquí a tantos de vosotros que os hacéis a la mar para salvar, para rescatar a los migrantes. Y muchas veces se os impide ir, porque -dicen- al barco le falta algo, falta esto o aquello… Son gestos de odio contra el hermano, disfrazados de «equilibrio». Gracias por todo lo que hacéis.