Antes del final de la Misa, el Papa Francisco hizo que se acercaran el cardenal Tong Hon y el futuro purpurado Chow, pastor emérito y actual de Hong Kong: «Deseo al pueblo chino todo lo mejor y que progrese siempre». Y un llamamiento a los católicos: «Sean buenos cristianos». Unos doscientos peregrinos chinos viajaron a Mongolia para ver al Obispo de Roma: «Sus palabras refuerzan la unidad»
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Homilía del Papa
Con las palabras del Salmo hemos rezado: «Oh Dios, […] mi alma tiene sed de ti, por ti suspira mi carne como tierra sedienta, reseca y sin agua» (Sal 63,2). Esta estupenda invocación acompaña el viaje de nuestra vida, en medio de los desiertos que estamos llamados a atravesar. Y es precisamente en esa tierra árida donde llega hasta nosotros la buena noticia. En nuestro camino no estamos solos; nuestras sequedades no tienen el poder de hacer estéril para siempre nuestra vida; el grito de nuestra sed no permanece sin respuesta. Dios Padre ha enviado a su Hijo para darnos el agua viva del Espíritu Santo que apague la sed de nuestra alma (cf. Jn 4,10). Y Jesús —lo hemos escuchado hace un momento en el Evangelio— nos muestra el camino para apagar nuestra sed: es el camino del amor, que Él ha recorrido hasta el final, hasta la cruz, desde la cual nos llama a seguirlo «perdiendo la vida para encontrarla» nuevamente (cf. Mt 16,24-25).
Detengámonos juntos en estos dos aspectos: la sed que nos habita y el amor que apaga la sed.
Ante todo, estamos llamados a reconocer la sed que nos habita. El salmista grita a Dios la propia aridez porque su vida se asemeja a un desierto. Sus palabras tienen una resonancia particular en una tierra como Mongolia; un territorio inmenso, rico de historia, y una tierra rebosante de cultura, pero marcado también por la aridez de la estepa y del desierto. Muchos de ustedes están acostumbrados a la belleza y a la fatiga de tener que caminar, una acción que evoca un aspecto esencial de la espiritualidad bíblica, representado por la figura de Abrahán y, más en general, algo distintivo del pueblo de Israel y de cada discípulo del Señor. Todos, todos nosotros, en efecto, somos «nómadas de Dios», peregrinos en búsqueda de la felicidad, caminantes sedientos de amor. El desierto evocado por el salmista se refiere, entonces, a nuestra vida; somos nosotros esa tierra árida que tiene sed de un agua límpida, de un agua que apaga la sed profundamente. Es nuestro corazón el que desea descubrir el secreto de la verdadera alegría, la que incluso en medio de las sequedades existenciales, puede acompañarnos y sostenernos. Sí, arrastramos una sed inextinguible de felicidad, buscamos un significado y un sentido para nuestra vida, una motivación para las actividades que llevamos a cabo cada día; y sobre todo estamos sedientos de amor, porque sólo el amor apaga verdaderamente nuestra sed, nos hace estar bien —el amor nos hace estar bien—, nos abre a la confianza haciéndonos saborear la belleza de la vida. Queridos hermanos y hermanas, la fe cristiana responde a esta sed; la toma en serio; no la descarta, no intenta aplacarla con paliativos o sustitutos. Porque en esta sed está nuestro gran misterio; esta sed nos abre al Dios vivo, al Dios amor que viene a nuestro encuentro para hacernos hijos suyos y hermanos y hermanas entre nosotros.
Y llegamos así al segundo aspecto: el amor que apaga la sed. El primero era nuestra sed, existencial, profunda, y ahora reflexionamos sobre el amor que apaga nuestra sed. Este es el contenido de la fe cristiana: Dios, que es amor, en su Hijo Jesús se ha hecho cercano a ti, a mí, a todos nosotros. Él desea compartir tu vida, tus trabajos, tus sueños, tu sed de felicidad. Es verdad, a veces nos sentimos como una tierra sedienta, reseca y sin agua, pero también es verdad que Dios se hace cargo de nosotros y nos ofrece el agua límpida que apaga la sed, el agua viva del Espíritu que, brotando en nosotros, nos renueva y nos libra del peligro de la sequedad. Esta agua nos la da Jesús. Como afirma san Agustín, «si nos reconocemos como sedientos, nos reconoceremos también como quienes beben» (Comentarios a los Salmos, 62,3). Efectivamente, si tantas veces en nuestra vida experimentamos el desierto, la soledad, el cansancio, la esterilidad, no debemos olvidar esto: «Pero a fin de que no desfallezcamos en este desierto —añade san Agustín—, Dios nos envió el rocío de su Palabra […], [para] que de tal manera sintamos sed, que podamos beber […]. Dios se ha compadecido de nosotros, y nos ha abierto un camino en el desierto: el mismo Señor nuestro Jesucristo —Él es el camino en desierto de la vida—; y nos ha brindado un consuelo en el desierto, enviándonos predicadores de su Palabra; nos dio a beber agua en el desierto, colmando del Espíritu Santo a sus predicadores, para que surgiese en ellos la fuente de agua que brota hasta la vida eterna» (ibíd., 3.8). Estas palabras, queridos hermanos, evocan nuestra historia. En el desierto de la vida, en el trabajo de ser una comunidad pequeña, el Señor no nos hace faltar el agua de su Palabra, especialmente a través de los predicadores y los misioneros que, ungidos por el Espíritu Santo, siembran su belleza. Y la Palabra siempre, siempre nos lleva a lo esencial, a lo esencial de la fe: dejarnos amar por Dios para hacer de nuestra vida una ofrenda de amor. Porque sólo el amor apaga verdaderamente nuestra sed. No lo olvidemos: sólo el amor apaga verdaderemente nuestra sed.
Es lo que Jesús dice, con un tono fuerte, al apóstol Pedro en el Evangelio de hoy. Él no acepta el hecho de que Jesús tenga que sufrir, ser acusado por los jefes del pueblo, pasar por la pasión para después morir en la cruz. Pedro reacciona, Pedro protesta, quisiera convencer a Jesús de que se equivoca, porque según él —y a menudo también nosotros pensamos así— el Mesías no puede acabar derrotado, de ningún modo puede morir crucificado, como un delincuente abandonado por Dios. Pero el Señor reprende a Pedro, porque su modo de pensar es «el de los hombres» —dice el Señor— y no el de Dios (cf. Mt 16,21-23). Si pensamos que para apagar la sed de la aridez de nuestra vida sean suficientes el éxito, el poder, las cosas materiales, esta es una mentalidad mundana, que no lleva a nada bueno, sino que además nos deja más secos que antes. Jesús, sin embargo, nos indica el camino: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida a causa de mí, la encontrará» (Mt 16,24-25).
Hermanos, hermanas, este es el mejor camino de todos: abrazar la cruz de Cristo. En el corazón del cristianismo se encuentra esta noticia desconcertante, y esta noticia extraordinaria: cuando pierdes tu vida, cuando la ofreces sirviendo con generosidad, cuando la arriesgas comprometiéndola en el amor, cuando haces de ella un don gratuito para los demás, entonces vuelve a ti abundantemente, derrama dentro de ti una alegría que no pasa, una paz en el corazón, una fuerza interior que te sostiene. Tenemos necesidad de paz interior.
Esta es la verdad que Jesús nos invita a descubrir, que Jesús quiere revelar a todos, a esta tierra de Mongolia: para ser felices no hace falta ser grandes, ricos o poderosos. Sólo el amor apaga la sed de nuestro corazón, sólo el amor cura nuestras heridas, sólo el amor nos da la verdadera alegría. Y este es el camino que Jesús nos ha enseñado y ha abierto para nosotros.
Entonces, también nosotros, hermanos y hermanas, escuchemos la palabra que el Señor dice a Pedro: «Ve detrás de mí» (Mt 16,23), es decir: sé mi discípulo, realiza el mismo camino que hago yo y no pienses más como el mundo. De ese modo, con la gracia de Cristo y del Espíritu Santo, podremos transitar por el camino del amor. Incluso cuando amar conlleve negarse a sí mismos, luchar contra los egoísmos personales y mundanos, atreverse a vivir fraternalmente. Porque si es verdad que todo esto cuesta esfuerzo y sacrificio, y a veces implique tener que subir a la cruz, no es menos cierto que cuando perdemos la vida por el Evangelio, el Señor nos la da en abundancia, llena de amor y alegría, para la eternidad.