A las 19.30 horas de esta tarde, sábado 30 de marzo de 2024, el Santo Padre Francisco presidió la solemne Vigilia Pascual de la Noche Santa en la Basílica Vaticana.
El Rito comenzó en el atrio de la Basílica de San Pedro con la bendición del fuego y la preparación del cirio pascual. La procesión hacia el Altar, con el Cirio Pascual encendido y el canto del Exultet, fue seguida por la Liturgia de la Palabra y la Liturgia Bautismal, durante la cual el Papa administró los Sacramentos de la Iniciación Cristiana a 8 neófitos.
Publicamos a continuación la Homilía que el Santo Padre pronunció tras la proclamación del Evangelio:
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Homilía del Santo Padre
Las mujeres van al sepulcro con las primeras luces, pero en su interior conservan la oscuridad de la noche. Aunque van de camino, siguen inmóviles: su corazón permanece al pie de la cruz. Paralizadas por las lágrimas del Viernes Santo, paralizadas por el dolor, están encerradas en el sentimiento de que todo ha terminado, de que una piedra ha sido colocada sobre la historia de Jesús. Y es precisamente la piedra el centro de sus pensamientos. Se preguntan: «¿Quién quitará la piedra de la entrada del sepulcro?» (Mc 16,3). Sin embargo, cuando llegan al lugar, la sorprendente fuerza de la Pascua los conmociona: «Mirando hacia arriba -dice el texto- vieron que la piedra ya había sido removida, aunque era muy grande» (Mc 16,4).
Detengámonos, queridos hermanos y hermanas, en estos dos momentos, que nos conducen a la alegría inaudita de la Pascua: en un primer momento, las mujeres se preguntan ansiosamente quién rodará la piedra; luego, en un segundo momento, mirando hacia arriba, ven que ya ha sido rodada.
Al principio, en el primer momento, se plantean la pregunta que atormenta sus corazones desconsolados: ¿quién removerá la piedra del sepulcro? Aquella piedra representaba el final de la historia de Jesús, sepultado en la noche de la muerte. Él, la vida que vino al mundo, fue asesinado; Él, que manifestó el amor misericordioso del Padre, no recibió misericordia; Él, que liberó a los pecadores del peso de la condena, fue condenado a la cruz. El Príncipe de la Paz, que había librado a una adúltera de la furia violenta de las piedras, yace enterrado detrás de una gran piedra. Aquella roca, obstáculo insuperable, era el símbolo de lo que las mujeres llevaban en el corazón, el fin de su esperanza: contra ella se rompía todo, con el oscuro misterio de un dolor trágico que había impedido que sus sueños se hicieran realidad.
Hermanos y hermanas, esto también nos puede ocurrir a nosotros. A veces sentimos que una lápida ha sido colocada pesadamente a la entrada de nuestro corazón, ahogando la vida, apagando la confianza, aprisionándonos en la tumba de los miedos y de la amargura, bloqueando el camino de la alegría y de la esperanza. Son «pedruscos de muerte» y los encontramos, a lo largo del camino, en todas esas experiencias y situaciones que nos roban el entusiasmo y la fuerza para seguir adelante: en los sufrimientos que nos conmueven y en las muertes de seres queridos, que dejan en nosotros brechas insalvables; los encontramos en los fracasos y en los miedos que nos impiden realizar todo lo bueno que hay en nuestro corazón; los encontramos en todas las cerrazones que frenan nuestros arranques de generosidad y no nos permiten abrirnos al amor; los encontramos en los muros de goma del egoísmo -son verdaderos muros de goma-, del egoísmo y de la indiferencia, que repelen el compromiso de construir ciudades y sociedades más justas a escala humana; los encontramos en todos los anhelos de paz rotos por la crueldad del odio y la ferocidad de la guerra. Cuando experimentamos estas decepciones, tenemos la sensación de que tantos sueños están destinados a hacerse añicos, y también nosotros nos preguntamos con angustia: ¿quién hará rodar la piedra de la tumba?
Sin embargo, estas mismas mujeres que tenían tinieblas en el corazón dan testimonio de algo extraordinario: al levantar la vista, vieron que la piedra ya había sido rodada, a pesar de ser muy grande. He aquí la Pascua de Cristo, he aquí el poder de Dios: la victoria de la vida sobre la muerte, el triunfo de la luz sobre las tinieblas, el renacimiento de la esperanza entre los escombros del fracaso. Es el Señor, el Dios de lo imposible, quien ha hecho rodar la piedra y ha comenzado a abrir nuestros corazones, para que la esperanza no tenga fin. Hacia Él, pues, también nosotros debemos elevar nuestra mirada.
Y así -segundo momento-: levantemos la mirada hacia Jesús: Él, habiendo asumido nuestra humanidad, descendió a los abismos de la muerte y los atravesó con la fuerza de su vida divina, abriendo un tajo infinito de luz para cada uno de nosotros. Resucitado por el Padre en su propia carne, en la nuestra, con la fuerza del Espíritu Santo, abrió una nueva página para el género humano. A partir de ese momento, si nos dejamos llevar de la mano por Jesús, ninguna experiencia de fracaso y dolor, por mucho que nos duela, puede tener la última palabra sobre el sentido y el destino de nuestra vida. A partir de ese momento, si nos dejamos asir por el Resucitado, ninguna derrota, ningún sufrimiento, ninguna muerte podrá detener nuestro camino hacia la plenitud de la vida. A partir de ese momento, «los cristianos decimos que esta historia… tiene un sentido, un sentido que lo abarca todo, un sentido que ya no está contaminado por el absurdo y la oscuridad… un sentido que llamamos Dios… Hacia Él fluyen todas las aguas de nuestra transformación; no se hunden en los abismos de la nada y del absurdo… porque su tumba está vacía y Él, que estaba muerto, se ha mostrado como vivo» (K. Rahner, ¿Qué es la Resurrección? Meditaciones sobre el Viernes Santo y la Pascua, Brescia 2005, 33-35).
Hermanos y hermanas, Jesús es nuestra Pascua, es Aquel que nos hace pasar de las tinieblas a la luz, que se ha vinculado a nosotros para siempre y nos rescata de los abismos del pecado y de la muerte, atrayéndonos al torrente luminoso del perdón y de la vida eterna. Hermanos y hermanas, levantemos los ojos hacia Él, acojamos en nuestra vida a Jesús, Dios de la vida, renovemos hoy nuestro «sí» a Él, y ningún peñasco podrá sofocar nuestro corazón, ninguna tumba podrá encerrar la alegría de vivir, ningún fracaso podrá relegarnos a la desesperación. Hermanos y hermanas, levantemos los ojos hacia Él y pidámosle que el poder de su resurrección haga rodar los peñascos que oprimen nuestras almas. Levantemos los ojos hacia Él, el Resucitado, y caminemos con la certeza de que en el fondo oscuro de nuestras expectativas y de nuestras muertes está ya presente la vida eterna que Él vino a traer.
Hermana, hermano, ¡deja que tu corazón estalle de júbilo en esta noche, en esta noche santa! Juntos cantemos la resurrección de Jesús: «Cantadlo, cantadlo todos, ríos y llanuras, desiertos y montañas… cantad al Señor de la vida que resucita del sepulcro, más brillante que mil soles. Pueblo roto por el mal y golpeado por la injusticia, pueblo sin lugar, pueblo mártir, ahuyentad en esta noche a los cantores de la desesperación. El varón de dolores ya no está en la cárcel: ha abierto una brecha en el muro, se apresura a venir a ti. Que surja en las tinieblas el grito inesperado: ¡está vivo, ha resucitado! Y vosotros, hermanos y hermanas, pequeños y grandes… vosotros, en la fatiga de vivir, vosotros que os sentís indignos de cantar… una llama nueva atraviesa vuestro corazón, una frescura nueva impregna vuestra voz. Es la Pascua del Señor, hermanos y hermanas, es la fiesta de los vivos» (J-Y. Quellec, Dieu face nord, Ottignies 1998, 85-86).