Esta mañana, 30 de junio de 2022, el Santo Padre Francisco recibió en audiencia a la Delegación del Patriarcado Ecuménico con motivo de la Solemnidad de los Santos Pedro y Pablo.
A continuación, siguen las palabras del Papa, ofrecidas por la Oficina de Prensa de la Santa Sede
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Discurso del Papa
Eminencia, queridos hermanos.
Os doy la bienvenida y os agradezco vuestra visita [y vuestras amables palabras]. Ayer participasteis en la fiesta de los santos Apóstoles Pedro y Pablo: vuestra presencia en la liturgia eucarística fue motivo de gran alegría para mí y para todos los presentes, pues manifestó visiblemente la cercanía y la caridad fraterna de la Iglesia de Constantinopla hacia la Iglesia de Roma. Os pido que transmitáis mis saludos y mi gratitud a mi querido hermano Bartolomé, Patriarca ecuménico, y al Santo Sínodo, que os han enviado para estar aquí con nosotros.
El tradicional intercambio de delegaciones entre nuestras Iglesias para la celebración de nuestras respectivas fiestas patronales es un signo tangible de que los días de distancia e indiferencia, en los que nuestras divisiones se consideraban irreparables, han quedado atrás. Hoy, gracias a Dios, en obediencia a la voluntad de nuestro Señor Jesucristo y con la guía del Espíritu Santo, nuestras Iglesias están comprometidas en un diálogo fraterno y fructífero y se comprometen de manera convencida e irreversible a avanzar hacia el restablecimiento de la plena comunión.
A este respecto, pienso con gratitud en quienes han iniciado este proceso. En particular, recuerdo con gusto, al acercarse el quincuagésimo aniversario de su muerte, al inolvidable Patriarca Ecuménico Atenágoras, un pastor sabio y valiente que sigue siendo fuente de inspiración para mí y para muchos otros. Fue él quien habló de “Iglesias hermanas, pueblos hermanos”.
Iglesias hermanas, pueblos hermanos. La reconciliación entre cristianos separados, como medio de contribuir a la paz entre los pueblos en conflicto, es una consideración muy oportuna en estos días, ya que nuestro mundo está perturbado por una guerra de agresión cruel y sin sentido en la que muchos, muchos cristianos están luchando entre sí. Ante el escándalo de la guerra, en primer lugar, nuestra preocupación no debe ser hablar y discutir, sino llorar, ayudar a los demás y experimentar nosotros mismos la conversión. Tenemos que llorar por las víctimas y por el abrumador derramamiento de sangre, por la muerte de tantos inocentes, por el trauma infligido a las familias, a las ciudades y a todo un pueblo. Cuánto sufrimiento han padecido los que han perdido a sus seres queridos y se han visto obligados a abandonar sus hogares y su propio país. Tenemos que ayudar a estos, nuestros hermanos y hermanas. Estamos llamados a ejercer esa caridad que, como cristianos, estamos obligados a mostrar hacia Jesús, presente en los desplazados, los pobres y los heridos. Pero también necesitamos experimentar la conversión, y reconocer que la conquista armada, el expansionismo y el imperialismo no tienen nada que ver con el Reino que proclamó Jesús. Nada que ver con el Señor resucitado, que en Getsemaní dijo a sus discípulos que rechazaran la violencia, que volvieran a poner la espada en su sitio, ya que los que viven a espada morirán a espada (Mt 26,52), y que, cortando toda objeción, dijo simplemente: “¡Basta!” (cf. Lc 22,51).
Iglesias hermanas, pueblos hermanos. La búsqueda de la unidad de los cristianos no es sólo una cuestión interna de las Iglesias. Es una condición esencial para la realización de una auténtica fraternidad universal, que se manifiesta en la justicia y la solidaridad hacia todos. Por tanto, exige una seria reflexión por parte de nosotros, los cristianos. ¿Qué tipo de mundo queremos que surja tras este terrible estallido de hostilidades y conflictos? ¿Y qué contribución estamos dispuestos a hacer, ya desde ahora, en favor de una humanidad más fraterna? Como creyentes, debemos encontrar necesariamente las respuestas a estas preguntas en el Evangelio: en Jesús, que nos llama a ser misericordiosos y nunca violentos, a ser perfectos como el Padre es perfecto, y a no conformarnos con el mundo (cf. Mt 5,48). Ayudémonos mutuamente, queridos hermanos, a no ceder a la tentación de amortiguar la novedad explosiva del Evangelio con las seducciones de este mundo. Y a no convertir al Padre de todos, “que hace salir su sol sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos” (cf. v. 45), en el dios de nuestras propias ideas y de nuestras propias naciones. Cristo es nuestra paz. Por su encarnación, muerte y resurrección para todos, ha derribado los muros de la enemistad y la división entre los hombres (cf. Ef 2,14). Empecemos de nuevo desde él, y reconozcamos que ya no es el momento de ordenar nuestras agendas eclesiales de acuerdo con los criterios de poder y conveniencia del mundo, sino de acuerdo con el audaz mensaje profético de paz del Evangelio. Con humildad y mucha oración, pero también con valentía y parrhesía.
Un signo de esperanza, en el camino hacia el restablecimiento de la plena comunión, proviene de la reunión del Comité de coordinación de la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa, que, tras una interrupción de dos años a causa de la pandemia, tuvo lugar el pasado mes de mayo. A través de usted, querida Eminencia, como copresidente ortodoxo de la Comisión, quisiera agradecer a Su Eminencia Eugenios, arzobispo de Creta, y a Su Eminencia Prodromos, metropolita de Rethymno, la generosa y fraternal hospitalidad ofrecida a los miembros del Comité. Espero que el diálogo teológico avance promoviendo una nueva mentalidad que, consciente de los errores del pasado, nos ayude a mirar juntos el presente y el futuro, sin dejarnos atrapar por los prejuicios del pasado. No nos contentemos con una “diplomacia eclesiástica” que nos permita mantener educadamente nuestros propios puntos de vista, sino que caminemos juntos como hermanos. Recemos unos por otros, trabajemos unos con otros y apoyémonos unos a otros mirando a Jesús y su Evangelio. De este modo, la novedad que trae Dios no será rehén de la conducta del “hombre viejo” (cf. Ef 4,22-24).
Queridos miembros de la Delegación. Que los santos hermanos Pedro y Andrés intercedan por nosotros y obtengan la bendición de Dios, Padre bueno, sobre nuestro camino juntos y sobre el mundo entero. Os doy las gracias de todo corazón y os pido, por favor, que no os olvidéis de rezar por mí y por mi ministerio.
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