El sacerdote y periodista Javier Peño Iglesias comparte con los lectores de Exaudi su artículo titulado “El milagro de la conversión de san Pablo” sobre la festividad que se celebra hoy 25 de enero.
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Los cristianos celebramos cada 25 de enero la conversión de san Pablo, en cuya fiesta concluimos el octavario de oración por la unidad de los cristianos. Es tan importante para nosotros como que responde al anhelo más profundo del corazón de Cristo, expresado en la Última Cena: Que todos seamos uno, como el Padre y Él son uno (Jn. 17, 21-23).
La figura de san Pablo es fundamental para los cristianos, ya que es el primer gran evangelizador para los gentiles, esto es, de los no judíos. En cierto sentido, podemos decir que es nuestro padre en la fe, casi del mismo modo que lo es Abrahán, tal y como recordamos en el Canon Romano de la Santa Misa. El apostolado de San Pablo nos abrió de un modo nuevo las puertas de la salvación y en él reconocemos que ya no nos tenemos que insertar en Dios a través del pacto con Noé (de hecho, en el mundo judío hay una corriente, llamada ‘noájida’, que anima a la conversión de los no judíos a través del reconocimiento de estas leyes que vienen del tiempo del pacto de Dios con Noé), sino en la Nueva Alianza en Jesucristo.
Sabemos, porque así lo dice él mismo en Filipenses 3, 5, que fue circuncidado a los ocho días de nacer, que era del linaje de Israel y de la tribu de Benjamín. Además, en cuanto a la Ley, era fariseo. Es decir, era una persona observante y preocupada por agradar a Dios. Y esto no es baladí, porque le abrió las puertas a poder reconocer la Verdad que trae Jesucristo, tras el famoso episodio de su conversión, que narra san Lucas, su discípulo, en los Hechos de los Apóstoles y que él mismo cuenta en la citada carta a los Filipenses y, de un modo más somero, en la misiva a los Gálatas.
Es precisamente en esta última donde encontramos, a mi juicio, la clave del llegar a buen puerto de su conversión: tras el episodio camino de Damasco y la acogida por parte de algunos seguidores del Señor Jesús, se marcha a Arabia para, más adelante, volver a dicha ciudad. Y es al tercer año cuando ya viaja a Jerusalén para encontrarse con Cefas, con quien permanecerá quince días.
Como decíamos, este impasse de tiempo es fundamental, pues permitió que el antiguo Saulo terminara de morir para que brotara de lo profundo de su alma el nuevo Pablo. Con su pecado, con su aguijón particular, lo que queramos, pero un hombre decidido a amar sobre todas las cosas a Jesucristo y vivir la fe en la Iglesia, al punto de que no duda en dejarlo todo permanentemente para llevar la Buena Nueva a todas partes. En esos años, a buen seguro, fue madurando lo que le estaba sucediendo, fue comprendiendo mejor, tal y como él reconoce a los Efesios, cuán ancho, largo, alto y profundo es el amor de Cristo.
Hoy día, en esta cultura de la inmediatez, del click, de la emoción por encima de todo pensar, querer y sentir, es fundamental reivindicar este proceso de conversión en el tiempo que tuvo san Pablo. ¡Y que no fue cosa de tres años, sino que prosiguió durante toda la vida! Incluso, es precioso ver cómo uno de los discípulos, San Lucas, sigue sus pasos en el investigar diligentemente todo lo relacionado con la vida de Jesús (Lc. 1, 1-4). En el discípulo muchas siempre vemos un rastro del maestro, y no cabe duda de que Lucas debió contagiarse del empeño de San Pablo por conocer cada día un poco más y mejor al Señor. Por eso, San Pablo y sus discípulos son ejemplo de que la conversión es un proceso que dura toda la vida y que exige un ponerse cara al Señor permanente: en la oración, en la liturgia, en el estudio, en el trato con el prójimo, etc.
Cuando a veces sentimos que queremos una conversión demasiado rápida y nos desanimamos al no obtenerla, debemos recordar la vida de San Pablo. ¡Y no olvidemos la claridad de la parábola del sembrador que nos dijo Jesús y recogen todos los evangelios Sinópticos! Es obra del Tentador creer que es posible un Amor como el de Cristo sin esfuerzo.
Por todo ello, pidamos al apóstol en esta fiesta esa firmeza en la decisión de seguir al Señor siempre y en todo lugar. Ser sus discípulos fieles para, cuando Su gracia lo disponga, ser sus apóstoles allí donde estemos. Perseveremos, pues es el camino para salvar nuestras almas, tal y como nos lo dijo el Señor después proclamar, nada más ni nada menos, que la destrucción del Templo de Jerusalén y justo antes de encaminarse a la Cruz (Lc. 21, 19). Acabamos con la súplica de San Agustín al Señor en las confesiones, que hacemos propia: “Conviértenos y nos convertiremos”.