El matrimonio es la representación más cercana a la Santísima Trinidad, tres personas, Dios, tu y yo

Educar en la Fe: El matrimonio

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Dentro de la serie dedicada a «educar en la fe» quiero dedicar las próximas semanas al tema de los sacramentos como medio para educar a nuestros hijos. Comenzaremos por el sacramento con el que comienza nuestra familia: el matrimonio.

A aquellos incautos que se atreven a venir a nuestra casa en los meses siguientes a nuestra boda les va a caer, quieran o no, una sesión de fotos, vídeo y relatos de nuestra boda y luna de miel, tan extensa como el santo Job hubiera podido soportar, sin embargo, con el tiempo, gracias a Dios, nuestro furor va atemperándose y los álbumes y los vídeos van quedando cada vez más tiempo en la estantería.

Sin embargo las fotos y el vídeo de nuestra boda son una herramienta magnífica para hablar de fe a a nuestro hijos.

El sacramento del matrimonio es nuestro comienzo como familia, pero debemos recordar que la gracia de este sacramento no es puntual, no se nos otorga en un instante para desaparecer al siguiente, sino que el sacramento del matrimonio, que tiene lugar en un momento y en un sitio concreto, nos concede una gracia que actúa de manera constante en los cónyuges. Este hecho es maravilloso y nos llena de esperanza, pero para que sea eficaz debemos recordarlo y recurrir a dicha gracia con frecuencia.

El sacramento del matrimonio es vital para explicar a nuestros hijos quienes son. Al mostrarles en familia el vídeo de nuestra boda les podemos explicar que Dios es tan importante en nuestras vidas que forma parte integra de nuestra familia desde el inicio.

Hace años me enseñaron que el matrimonio es la representación más cercana a la Santísima Trinidad en la tierra, ya que somos tres personas, Dios, tu y yo, unidas en una sola carne. Y eso precisamente es lo que configura nuestro matrimonio.

Cuando nos casamos en la Iglesia estamos poniendo de manifiesto nuestro compromiso con el primer mandamiento. “Amo a Dios sobre todas las cosas”, y por eso no me puedo unir a ti, sino es a través de Él. Si me uno a ti al margen de Dios, estoy haciendo algo puramente humano, exclusivamente mundano. Pero al unirnos los dos en Dios, elevamos nuestro amor, nuestra condición vital y el sentido de nuestra vida a lo que hemos sido llamados. Lo elevamos a lo más alto que podemos concebir, que es Dios. Endiosamos nuestro amor. Si lo hacemos con sinceridad, y lo recordamos con frecuencia, haremos de nuestro matrimonio algo muy distinto a la unión meramente humana, y lógicamente lo viviremos de un modo que será inevitable que trascienda a nuestros hijos. Verán nuestro matrimonio como lo que es, un mero reflejo del amor que Dios nos tiene y una muestra del amor que le tenemos.

Cuando nos tocó a mi mujer y a mi el mal trago de explicar a mi hija mayor “de dónde vienen los niños”, me di cuenta de que en realidad le estaba explicando muchísimo más que un proceso biológico. Sin tenerlo preparado, por pura inspiración, cuando ya estaba sentado frente a ella, cogí la Biblia y le leí parte del Génesis, concretamente: “Por esta razón deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer y los dos se hacen uno solo” (Génesis 2, 24.)

Ese es un magnífico momento para hacer entender a nuestros hijos, más allá cómo se hacen los hijos, que su origen, el motivo de su existencia, es el amor que nos tenemos el uno al otro y que nuestro amor es participado por Dios, de hecho es fruto del amor de Dios y que ellos son el resultado de todo este amor.

Obviamente puede todo este discurso sea rematadamente cursi, pero en estos días de pragmatismo, de «al  introducir el pene del progenitor B en la vagina del progenitor A se expele el líquido seminal que contiene los espermatozoides. Si alguno de ellos alcanza el óvulo, se produce una segunda penetración que da lugar al cigoto, etc.», poner un poco de sentimiento, sin caer en el sentimentalismo, creo que puede ser muy bueno. Es necesario.

Lo mejor de todo es que podemos ver el vídeo de nuestra boda mucha veces, y con nuestros hijos a edades muy diferentes. Las preguntas que nos van a hacer van a ser muy distintas en uno u otro momento, pero nuestras respuestas tendrán siempre un mismo hilo conductor: «por amor».


Podemos explicarles que si hubiéramos decidido desligar nuestro amor del amor de Dios – teóricamente se puede (dicen) y en la práctica se intenta cada vez más – entonces no podríamos afirmar que nuestro amor es «para toda la vida», ya que en este mundo no hay nada para toda la vida, pero que al unir nuestro amor y nuestra entrega en Dios sabemos que es para siempre, Él sí es eterno y Él es Amor, por eso nuestro matrimonio es también eterno.

También podemos hacer alusión a nuestro compromiso:

«Yo, Nacho, te recibo a ti como esposa y me entrego a ti, y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y así amarte y respetarte todos los días de mi vida.»

Fui yo quién asumió todos esos compromisos. Y lo hice libre y voluntariamente (ya se encargó el cura de preguntármelo antes, frente a todos los invitados, no fuera a ser que con los años viniera diciendo que no sabía lo que hacía, que era muy joven o que lo hice por «condicionamiento social»).

Yo asumí esos compromisos pero sé que si de mi dependiera … podría intentarlo, pero que quieren que les diga, solo soy humano.

La suerte es que de mi solo depende en parte, la parte humana, pero que Dios, al cual también nos unimos ese mismo día nos ayuda, si queremos, a mantenerlos y cumplirlos. Él hizo esos mismos compromisos con cada uno de nosotros como personas y con los dos como matrimonio: nos recibe y se nos entrega, nos es fiel en cualquier circunstancia, nos ama y nos respeta. Todos los días. Cada día.

Y es cierto que el sentimiento no es el mismo, gracias a Dios (literalmente). Hemos madurado (no por el mero paso del tiempo, eso solo envejece), sino porque hemos luchado cada día por cumplir los compromisos: recibirte y entregarme, serte fiel, amarte y respetarte. Hacer eso todos los días madura ¡vamos que si madura!. ¡Menos mal!, no me quiero imaginar con la misma madurez que cuando me casé, menudo imbécil estaría hecho.

Y también hemos tenido crisis. Días – meses – en los que hemos dudado de nosotros mismos ¡y con razón!, hasta que entiendes que si dudas es porque estás poniendo toda la atención en ti mismo, poco en tu esposa y nada en Dios.

El matrimonio, como sacramento, es cosa de tres que se convierten en uno. Tres patas sobre las que se asienta nuestra familia. Si falta uno de los tres todo se cae. Qué suerte tenemos de no tener que depender de nosotros mismos. Qué suerte tener a Dios.

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