En este capítulo, vamos a tratar brevemente de las virtudes. San Ireneo decía que «la gloria de Dios es el hombre viviente». ¿Qué significa esto? Significa que nacemos hombres, pero debemos hacernos humanos. No nacemos hechos y derechos, ni tampoco terminamos siéndolo por puro despliegue instintivo, como pasa con los animales, sino a base de elegir bien. Hay comportamientos y actos que nos ayudan a realizarnos, y otros que no.
Esto no es una cuestión voluntarista o dogmática, sino que procede de una antropología realista que todos podemos experimentar. Dentro de cada uno encontramos unas tendencias e inclinaciones naturales. Hay cosas que nos gustan «de fábrica»: el placer, la actividad, el reconocimiento, las relaciones con los demás, los amigos, el arte, y la trascendencia, es decir, tener un sentido en la vida. Cada una de estas tendencias es como un motorcito ciego que busca su objeto.
Por ejemplo, el placer busca un pastel si una persona es golosa, o una persona deportista desea jugar al tenis o salir en bicicleta. Estas tendencias deben ser canalizadas o no, ya que pueden entrar en colisión entre ellas. Alguien debe juzgar si nos convienen no solo por esa tendencia particular, sino si nos convienen a la persona en su conjunto.
Dentro de cada uno de nosotros debería haber un bien último, un objetivo en la vida. Si no lo hemos propuesto, lo tenemos por osmosis. Todo el mundo tiene un objetivo: puede ser la familia, el trabajo, el placer, la fama, o el dinero. La única facultad con ojos capaces de decir si esas pretensiones ayudan al bien último o no es la razón, la inteligencia.
Cuando hablamos de hacer deporte, por ejemplo, llega el momento de hacerlo y puede que no nos apetezca, o sí. Pero es la razón la que tiene que decidir. Los actos buenos son los que contribuyen a nuestro bien último. La bondad o maldad moral no es dogmática, sino lo que nos hace lo que en el fondo queremos. Si tenemos un objetivo claro, sabremos qué hacer en cada momento, y esos actos que contribuyen a ese fin último los llamamos buenos.
La repetición de actos buenos genera hábitos, costumbres, y facilidad para el bien. La persona que tiene que sacar adelante a una familia adquiere hábitos, no es perezosa porque no se lo puede permitir. Estas son las virtudes: hábitos operativos buenos. El hombre realizado, que es la gloria de Dios, es el hombre virtuoso. Los hábitos perfeccionan las tendencias y elecciones de la persona.
La virtud de la fortaleza ayuda a afrontar lo difícil, la templanza a tener medida con lo placentero, y la justicia a querer el bien no solo propio sino también del otro. Estas virtudes cardinales mejoran las tendencias. La prudencia mejora la dinámica electiva: una persona prudente elige bien, una imprudente se equivoca.
Las virtudes forman una segunda naturaleza. Hemos nacido con naturaleza humana, pero debemos hacernos humanos. Esta es una naturaleza adquirida, y según tengamos más o menos virtudes, seremos más o menos realizados. La belleza interior de las virtudes es lo que hace a alguien una «bellísima persona».
En procesos de beatificación y canonización, se estudia si el candidato ha vivido las virtudes en grado heroico. Las virtudes son fundamentales para la lucha espiritual y para el progreso interior. Podemos hacer examen de nuestras virtudes y ver cuáles tenemos más arraigadas y cuáles más debilitadas.
Para avanzar en las virtudes se precisa constancia y voluntariedad. Las virtudes se adquieren por repetición constante y voluntaria de actos. El examen particular y el general son herramientas para fortalecer y llevar la contabilidad de nuestras virtudes. Las virtudes no son manías, son el músculo del amor. Sin ellas, no se puede amar. Así que, cultivemos la virtud que más necesitemos.
Cap.01: La Asunción de la Virgen y la Relación entre el Cuerpo y la Gracia
Cap.02: Corporeidad, Cuerpo y Gracia: El Espíritu Encarnado en la Vida Concreta
Cap.03: La Historia Espiritual y el Tiempo de la Vida
Cap.04: El Cuidado del Cuerpo como Manifestación de la Vida Espiritual