El saber filosófico —búsqueda sin condiciones de la verdad y el bien— va más allá de lo que en un cierto momento goza de adhesión generalizada: conformando lo llamado políticamente correcto. En la época clásica griega a esto último se le llamó doxa: opinión más extendida y aceptada —de moda— sin consistente justificación razonable. En los fragmentos conservados hasta hoy de los filósofos presocráticos —Heráclito de Éfeso, por ejemplo—encontramos la advertencia a superar la doxa y atenerse al logos: a la razón que, partiendo de la reflexión sobre la experiencia ordinaria, busca una explicación de ésta que se pueda comprobar mediante la evidencia; ya sea directa, indirecta; sensible o intelectual
En el declive de la civilización griega clásica —después de la conquista, por los macedonios de, las célebres polis, como Atenas; hacia el 338 A.C.— se fue llegando a imponer un distinto tipo de corrientes filosóficas, respecto al aristotelismo y platonismo previos. A ellas se les ha llamado escuelas helenísticas.
Consumado ya el fin de las polis (ciudades-estado) en la Hélade; los macedonios —después los romanos—procuran hacer un imperio universal y autocrático. Cancelándose, casi todo tipo de libertad política. En el apogeo de las polis como institución, hubo una notable identidad entre persona singular y ciudadano. La persona, en el régimen imperial, se torna en súbdito. Las virtudes cívicas —como la justicia o la prudencia política— no importaban mayormente en la era imperial, sí en cambio las habilidades necesarias para la subsistencia y bienestar individuales. La actividad política se toma como éticamente neutra o, incluso, despreciable, por ocasionar ambiciones y pasiones funestas. La persona se concibe como individuo, por entonces. Y ella ensimismada, explora modos de vivir que conlleven satisfacciones de lo más próximas, tendiendo a reconocerse como artífice único de su mejor existir. Se consuma una separación entre Ética y Política, unidas desde el surgir del humanismo con Sócrates y, su continuación con Platón y Aristóteles. Los pensadores de la edad helenística elaboran éticas de corte individualista. Aconsejan modos de vida para lograr la felicidad individual inmediata: distintos tipos de ataraxia, es decir, suma tranquilidad consigo mismo, desentendiéndose de lo demás, de los demás. Se deja de lado el sentido de la trascendencia —del ir más allá de uno mismo para ser feliz— que Platón, por ejemplo, planteó. Las categorías inmanentistas, materialistas, prevalecen. El saber práctico —técnico— prevalece. El saber teórico, sobre los principios y fines queda relegado. Importa sobre todo resolver problemas vitales inmediatos. Se persigue un ideal de vida que una persona por sí sola pueda lograr. De este modo comprenden la autarquía socrática. Enfrentan el destino: los escépticos con indiferencia, los estoicos sumándose a él, los epicúreos riéndose de él. Consideran la felicidad como algo más negativo que positivo, consistente en adormecimiento del espíritu.
El estoicismo experimenta un resurgimiento en su popularidad en el siglo XXI. Por ejemplo, las enseñanzas de Epícteto, Marco Aurelio y Séneca, representantes del estoicismo imperial latino, atraen. Muchos estiman eficaces estas enseñanzas para el control emocional, la resiliencia y la búsqueda de lo más apto para conducirse en la agitada vida cotidiana del mundo contemporáneo.
La plausibilidad actual del estoicismo puede deberse a varios factores. En la sociedad contemporánea, se requieren formas de manejar el estrés, la ansiedad y otros tantos desafíos presentes en las exigencias del día a día, en un mundo tanto de cambios rápidos como impredecibles.
La virtud estoica, que lleva a aceptar —con cultivada apatía— lo que no se puede cambiar —lo que depara el destino— y el enfoque positivo en lo que sí se puede controlar; atrae para enfrentar la vida moderna.
La difusión del estoicismo mediante libros, blogs y redes sociales ha contribuido a su popularidad, permitiendo que sus enseñanzas sean más accesibles y comprensibles para un público amplio. Aunque, como se consideró antes, conlleva individualismo y escasa fundamentación de las virtudes sociales para la plena realización de cada persona.
Asimismo, la opción por el estoicismo para vivir mejor, si es efectuada acríticamente, implica relegar muchos de los principales pilares pluriseculares de la civilización occidental como son la existencia de un Ser Supremo personal, providente y la aceptación de la existencia de realidades incorpóreas, como se menciona en el credo niceno-constantinopolitano.
Según el estoicismo no es necesaria la religión: el Ser Absoluto no es una persona. No hay otra vida más allá de la terrenal. Sólo lo real es lo corpóreo. Por tanto, la Metafísica no tiene cabida, basta la Física para una explicación completa del mundo.
Es oportuno recordar, respecto a la valoración actual del estoicismo, la crítica de San Agustín de Hipona al Pelagianismo y al Semipelagianismo, tendencias ambas que prefirieron, en buena medida, principios como los del estoicismo —de la autosuficiencia humana— antes que las enseñanzas cristianas que afirman la necesidad de acudir libérrimamente a la gracia divina para obrar bien.