En la homilía de la misa de este domingo de Pentecostés, celebrada en la basílica vaticana, Francisco invita a llevar el anuncio del Evangelio con fuerza pero sin imposiciones y con amabilidad para que todos sean acogidos. El Espíritu Santo -explica- nos ayuda en los momentos de lucha a salir fortalecidos y es un «huésped dulce y consolador».
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Homilía del Papa
El relato de Pentecostés (cf. Hch 2,1-11), nos muestra dos ámbitos de la acción del Espíritu Santo en la Iglesia: en nosotros y en la misión, con dos características: poder y mansedumbre.
La acción del Espíritu en nosotros es fuerte, simbolizada por los signos del viento y del fuego, a menudo asociados al poder de Dios en la Biblia (cf. Ex 19,16-19). Sin esta fuerza, nunca podríamos vencer el mal, ni vencer los deseos de la carne de los que habla san Pablo, vencer esos impulsos del alma: impureza, idolatría, discordia, envidia… (cf. Ga 5,19-21): con el Espíritu podemos vencerlos, Él nos da la fuerza para hacerlo, porque entra en nuestro corazón «árido, rígido y helado» (cf. Secuencia Veni Sancte Spiritus). Esos impulsos arruinan nuestras relaciones con los demás y dividen nuestras comunidades, y Él entra en el corazón y lo cura todo.
Jesús nos lo muestra también cuando, impulsado por el Espíritu, se retira durante cuarenta días al desierto (cf. Mt 4, 1-11) para ser tentado. Durante ese tiempo, su humanidad también crece, se fortalece y se prepara para la misión.
Al mismo tiempo, la acción del Paráclito en nosotros también es suave: es fuerte y suave. El viento y el fuego no destruyen ni incineran lo que tocan: el uno llena la casa en la que se encuentran los discípulos, y el otro se posa suavemente, en forma de llamas, sobre la cabeza de cada uno. Y esta mansedumbre es también un rasgo de la acción de Dios que encontramos tantas veces en la Biblia.
Y es hermoso ver cómo la misma mano robusta y callosa que primero aró los terrones de las pasiones, después, delicadamente, habiendo plantado las plantitas de la virtud, las «riega», las «cuida» (cf. Secuencia) y las protege con amor, para que crezcan y se fortalezcan, y podamos gustar, tras la fatiga de la batalla contra el mal, la dulzura de la misericordia y de la comunión con Dios. Así es el Espíritu: fuerte, que nos da la fuerza para vencer, y también suave. Hablamos de la unción del Espíritu, el Espíritu nos unge, está con nosotros. Como dice una hermosa oración de la Iglesia primitiva: «Tu mansedumbre permanece, Señor, conmigo, y también los frutos de tu amor» (Odas de Salomón, 14,6).
El Espíritu Santo, que desciende sobre los discípulos y se hace cercano -es decir, «paráclito»-, actúa transformando sus corazones e infundiéndoles una «audacia que les impulsa a transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que les anima» (San Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 24). Como atestiguarían más tarde Pedro y Juan ante el Sanedrín, cuando se les exigió que «no hablasen en modo alguno ni enseñasen en nombre de Jesús» (Hch 4, 18); ellos responderían: «No podemos callar lo que hemos visto y oído» (v. 20). Y para responder a esto tienen el poder del Espíritu Santo.
Y esto es importante también para nosotros, que hemos recibido el Espíritu en el Bautismo y en la Confirmación. Desde el «cenáculo» de esta Basílica, como los Apóstoles, somos enviados, especialmente hoy, a anunciar el Evangelio a todos, yendo «siempre más allá, no sólo en sentido geográfico, sino también más allá de las barreras étnicas y religiosas, para una misión verdaderamente universal» (Redemptoris missio, 25). Y gracias al Espíritu podemos y debemos hacerlo con la misma fuerza y bondad.
Con la misma fuerza: es decir, no con arrogancia e imposiciones -el cristiano no es prepotente, su fuerza es otra, y es la fuerza del Espíritu-, ni siquiera con cálculos y astucias, sino con la energía que brota de la fidelidad a la verdad, que el Espíritu enseña a nuestros corazones y hace crecer en nosotros. Y así nos rendimos al Espíritu, no nos rendimos al poder del mundo, sino que seguimos hablando de paz a los que quieren la guerra, hablando de perdón a los que siembran la venganza, hablando de acogida y solidaridad a los que cierran la puerta y levantan barreras, hablando de vida a los que eligen la muerte, hablando de respeto a los que aman humillar, insultar y descartar, hablando de fidelidad a los que rechazan todo vínculo, confundiendo la libertad con un individualismo superficial, opaco y vacío. Sin dejarnos intimidar por las dificultades, ni por las burlas, ni por la oposición que, hoy como ayer, nunca falta en la vida apostólica (cf. Hch 4,1-31).
Y al mismo tiempo que actuamos con esta fuerza, nuestro anuncio quiere ser amable, acoger a todos. No lo olvidemos: a todos, a todos. No olvidemos aquella parábola de los invitados a la fiesta que no querían ir: «Id a la encrucijada y traed a todos, a todos, buenos y malos, a todos» (cf. Mt 22,9-10). El Espíritu nos da la fuerza para salir y llamar a todos con bondad, nos da la bondad para acoger a todos.
Todos nosotros, hermanos y hermanas, estamos muy necesitados de esperanza, que no es optimismo, no, es otra cosa. Necesitamos esperanza. La esperanza se representa como un ancla, allí, en la orilla, y nosotros, aferrados a la cuerda, hacia la esperanza. Necesitamos esperanza, necesitamos levantar la mirada hacia horizontes de paz, fraternidad, justicia y solidaridad. Esta es la única forma de vida, no hay otra. Por supuesto, por desgracia, a menudo no parece fácil, de hecho a veces es sinuoso y cuesta arriba. Pero sabemos que no estamos solos: tenemos la certeza de que, con la ayuda del Espíritu Santo, con sus dones, juntos podemos recorrerlo y hacerlo cada vez más practicable también para los demás.
Renovemos, hermanos y hermanas, nuestra fe en la presencia, junto a nosotros, del Consolador, y sigamos orando:
Ven, Espíritu Creador, ilumina nuestras mentes,
llena nuestros corazones de tu gracia, guía nuestros pasos,
da a nuestro mundo tu paz.
Amén.