Al finalizar la JMJ, en su vuelo de vuelta a Roma desde Lisboa, el Santo Padre tuvo la tradicional rueda de prensa. En ella, Anita Hirschbeck, periodista de la Agencia de Prensa Católica Alemana le hizo la siguiente pregunta:
“Santo Padre, en Lisboa nos ha dicho que en la Iglesia hay lugar para «todos, todos, todos». La Iglesia está abierta a todos, pero, al mismo tiempo, no todos tienen los mismos derechos y oportunidades, en el sentido de que, por ejemplo, las mujeres y los homosexuales no pueden recibir todos los sacramentos. Santo Padre, ¿cómo explica usted esta incoherencia entre «Iglesia abierta» e «Iglesia no igual para todos»? Gracias.”
La respuesta del Papa fue muy clara: “La Iglesia está abierta para todos; luego hay legislaciones que regulan la vida dentro de la Iglesia. Y el que está dentro está de acuerdo con la legislación.” En realidad, es muy sencillo: mi club, mi casa, está abierta para todos, todos están invitados, deseamos que todos vengan -repito de intento tres veces la palabra “todos”, como el Francisco hizo en la JMJ-; pero en mi club y en mi casa, hay unas reglas que son públicas -nada secreto o escondido, ningún misterio-, y que tácitamente aceptan quienes ingresan en ella.
Francisco mismo nota, al comenzar su respuesta que “usted me hace una pregunta sobre dos puntos de vista diferentes.” Podríamos revirarle al Papa: “usted suele hablar con dos niveles de discurso diferentes.” Es decir, la pregunta que hace la periodista alemana, más allá de todo el bagaje del “Camino Sinodal Alemán” que de alguna manera esconde y representa, cataliza una de las inquietudes más frecuentes que despierta el Papa en las personas. Las polarizaciones suelen tener muchas limitaciones, pero en ocasiones nos sirven para comprender la realidad. En este sentido, Francisco desconcierta con frecuencia, a grupos diferentes dentro de la Iglesia. A los liberales porque no es el Papa reformista que ellos esperaban, a los conservadores, porque les parece que en aras de la “pastoralidad” sacrifica la doctrina, o estira hasta el límite la ortodoxia.
De ese modo, ambos “bandos” (permítaseme esta descripción simplista de una realidad harto rica y compleja como es la Iglesia) pueden llamar en causa a su favor diversas “palabras del Papa” y, al mismo tiempo, ambas “perspectivas eclesiales” tienen la incertidumbre de si de verdad Francisco anda con ellos. Los más avezados, un tanto cínicamente, concluyen: “el Papa es jesuita y, como buen jesuita, nadie sabe en realidad lo que piensa.” Por eso ambos grupos dentro de la Iglesia pueden pasar alternativamente de la euforia a la depresión, pues en ocasiones el discurso de Francisco parece secundar sus posturas, mientras que otras veces sucede todo lo contrario.
En este sentido, me parece particularmente aguda y oportuna la pregunta de la periodista alemana, porque permite que Francisco mismo explique el doble nivel en que se mueve su discurso, el cual tiene un nivel pastoral y otro diverso doctrinal. En lugar de oponer dialécticamente ambas perspectivas -como hacen los dos extremos de la Iglesia, denominados aquí “liberales y conservadores”-, alcanza una síntesis superior. Es decir, escapa a la trampa de tener que elegir entre pastoralidad y ortodoxia, escogiéndolas a las dos. A veces el acento se carga más hacia una de ellas, pero siempre sin renunciar a la otra. Finalmente, ambas actitudes son necesarias en la Iglesia.
Por ello, el hecho de que Francisco tenga un “doble discurso”, no tiene nada de peyorativo, pues en realidad expresa un pensamiento analógico, que se amolda al tipo de realidad y de circunstancia en la que se encuentra. Consigue así la síntesis de los contrarios -que tanto desconcierta a algunos tanto dentro, como fuera de la Iglesia-, disolviendo así los nudos de las oposiciones dialécticas. Puede entonces gritar con entusiasmo y verdad: “todos, todos, todos”, sin renunciar al aspecto doctrinal de la Iglesia: el sacerdocio está reservado a los varones y quienes viven habitualmente en situación de pecado grave, no deben acercarse a comulgar.