Dice Ricardo Piñero Moral que “la Historia de la Filosofía es como un bosque: un bosque vivo en el que se percibe un cambio constante en su nacer, en su crecer (…). Nunca hay dos árboles iguales en el bosque de los filósofos” (p. 200). Este es el propósito de su libro El bosque de los filósofos (El buey mudo, 2024), un viaje por la historia de la filosofía que empieza con los presocráticos y termina en Hannah Arendt. Son breves, claros y amables capítulos dedicados a presentar la vida y pensamiento de algunos de los filósofos que han dado respuesta a la compleja andadura de los seres humanos.
El autor ha conseguido presentar, en tono cordial, el perfil humano e intelectual de los pensadores convocados, todos ellos conocidos filósofos de la cultura occidental. Hay temas recurrentes, preguntas agudas, respuestas iluminadoras y, también, visiones inquietantes. Sin cargar las tintas, nuestro autor hace desfilar a Sócrates, Platón, Aristóteles, San Agustín, Santo Tomás de Aquino, Descartes, Hume, Kant, Nietzsche, Heidegger y Arendt. No son abstracciones aburridas las que se leen, son indagaciones orientadas a iluminar el mundo en el que vivimos, con mayor o menor acierto.
El presocrático Mileto nos recuerda que “materia y fuerza forman una unidad indivisible, y esa materia viviente le lleva a decir que todo está lleno de dioses, como si quisiera decirnos que debemos esforzarnos en cuidar de todo, en estar atentos a todo, como si nos recordara que somos unos privilegiados por habitar en un mundo que rebosa vida” (p. 25). El cuidado de la naturaleza es, como se ve, un clamor de larga data. Y en eso estamos, de vuelta a las cosas, en una actitud más acogedora respecto a nuestras relaciones con la creación, pues -como lo diría Heidegger- somos pastores del ser, más que dueños despóticos de ella.
Un personaje fascinante es San Agustín, un corazón inquieto en busca de la verdad que llene su vida, no sólo su inteligencia. Suya es la expresión “entiende para que puedas creer, cree para que puedas entender”, expresión alrededor de la cual se articula la encíclica Fides et ratio de San Juan Pablo II dedicada a mostrar las dos alas, la fe y la razón, por las que se llega a las profundidades y alturas del ser creado y de Dios. Su agudeza y manejo de las paradojas es conocida. Es un maestro del amor y de la interioridad, pues “en el hombre interior habita la verdad” (cfr. p. 82).
Santo Tomás de Aquino, grande en el pensamiento. Se nutre de la realidad creada y desde allí asciende al Ser en sí mismo, a Dios. Aristóteles llega a concebir al motor inmóvil, que mueve sin ser movido; es amado, pero no ama. Tomás de Aquino, en cambio, en consonancia con San Juan, sabe que Dios es Amor, más aún, nos encontramos con un Dios que crea por efusión, libremente. El Verbo se encarna, se hace hombre: hace y enseña. Nos pone la medida del amor: hasta dar la vida por su cada uno de los seres humanos. Somos inteligencia, pasiones y voluntad, cuya función esencial de esta última es la libertad. De ahí que “conocimiento y acción tienen su máxima expresión en las virtudes intelectuales y en las virtudes morales (p. 102). Todas ellas nos disponen a hacer de cada uno su mejor versión orientados a hacer el bien en una actitud de respeto a la índole propia del ser humano y de la creación.
Pensar la vida, comprenderla, ese fue el afán de Hanna Arendt y, probablemente, de bastantes de los que vamos a pie por estos caminos. Toda una vida para comprender, tramos iluminados, recodos nebulosos. Y en este caminar como en espejo y entre oscuridades, me quedo con uno de los poemas de San John Henry Newman:
Guíame, Luz bondadosa,
en medio de la oscuridad que me rodea.
¡Guíame!
La noche es oscura y estoy lejos de casa.
¡Guíame!
Guarda mis pies; no pido ver
la escena distante; un paso me basta.
Nunca fui así, ni recé para que me guiaras.
Me encantaba elegir y ver mi camino, pero ahora
¡Guíame!