“Educar desde el asombro” es el título de un libro escrito por una canadiense radicada en España, me refiero a Catherine L’Ecuyer. Su enfoque es muy agudo, realista y de mucho sentido común. Al punto de que su libro se ha convertido en lectura casi obligatoria para padres de familias, docentes y especialistas en educación [a los oenegeros y políticos les vendría bien leerlo]. Es un gran aporte a la educación pues pone en valor habilidades y/o talentos que se activan en orden al periodo sensitivo o evolutivo del estudiante. El foco de estas líneas no es reflexionar sobre tan interesante libro. Mi pretensión es menor, tan solo llamar la atención sobre que – a mi juicio – en toda escuela se dan dos tipos de asombro: el explosivo (hacia fuera) y el implosivo (hacia dentro), y que aquella tiene la enorme oportunidad de promover y encauzarlo considerando las fases del desarrollo del niño.
El asombro “explosivo” es propio de los infantes. El hombre viene a un mundo dado. Ese mundo “hecho” comparece ante cada persona que, cuando nace, se presenta ante aquel en su condición de único, singular e irrepetible. En este sentido, se puede afirmar que la mirada de cada niño es discontinua; lo que mira, cómo lo mira, lo que “le dicen las cosas” y las interrogantes que le plantean, no tienen precedentes para él. Por eso, el niño se asombra, se detiene, pone atención y pregunta por lo que le rodea. Está ilusionado – preparado también se puede decir – para participar con frecuencia en las “funciones de estreno” que las jornadas le ofrecerán. Pero el niño requiere del adulto para que – en orden al despertar de sus cualidades –le vaya develando la belleza, bondad y verdad de las cosas que le rodean. Tarea que debe comenzar en casa, pero que tiene su auge en la escuela. ¿Los resultados, las ideologías y la prisa, otorgan a cada escuela la tranquilidad, el tiempo y el espacio para fomentar el asombro en sus estudiantes de primaria? Los pragmáticos olvidan que los grandes descubrimientos nacen del asombro, de la capacidad de contemplar y atender la realidad.
El terreno fértil para el asombro implosivo es la adolescencia. El joven se asoma al descubrimiento de su interioridad, de ser él mismo el origen de sus pensamientos, sentimientos, pareceres, emociones… Palpa la importancia de valerse por sí mismo y autoafirmar su personalidad.