En cierta ocasión delante de un gran conjunto habitacional tres ideólogos, razonaban con respecto a una misma realidad: cada ama de casa preparaba sopa según gustos y receta de la familia.
¡Elaborar y aderezar sopas distintas para las personas que allí habitan! fue el comentario del primer experto, iluminado y movido por la eficacia y eficiencia. “Esa práctica tenía visos de ser poco racional y onerosa. La mejor solución será que cocinen en una especie de olla común una sola sopa para todos los vecinos, lo cual generaría ahorro, seguridad, orden, facilitaría la logística de los ingredientes”. Este hombre no cayó en la cuenta de que tal propuesta terminaría conculcando la libertad para elegir lo que a cada uno más le agrada. Pretextos siempre aparecen para que el totalitarismo y el paternalismo se activen; no pocas veces, el poder del dinero también ejerce dominio, cuando se empecina en multiplicarse restringe información en sus campañas de promoción.
El segundo experto añadió: Ciertamente el método propuesto causará la protesta y el desagrado de los comensales, porque la sopa así preparada no gustará a nadie. Lo mejor sería – manteniendo la olla común – modificar el proceso de elaboración: cada comensal pondría los ingredientes de su preferencia, es decir, la sopa sería el resultado de la heterogénea variedad de los gustos particulares. Según esta política, el resultado sería: sabores en conflicto, más cercanos a la indigestión que a una apetitosa fusión. Cuando el individualismo prima las intersecciones de las coincidencias son pocas, abundan las diferencias que terminan por imponerse unas sobre otras en virtud del poder individual o grupal.
En el individualismo desbocado no es posible incluir las demandas de los demás; en algunos casos, se los excluye porque obliga a postergar o impedir la satisfacción del capricho personal; pero en otros, se les “usa” como instrumento para conseguirlos. En este contexto se inscribe aquella frase que tiene parte de verdad: Mi libertad termina donde comienza del otro… Para quien habita en un palacio, la vivienda del vecino es un estorbo tanto para sus afanes de expansión, como porque el agua del río hace un rodeo antes de llegar s sus grifos.
Más que un límite, el compromiso – a decir del filosofo Ricardo Yépez – es procurar acrecentar la libertad del “otro”, tarea que se torna en responsabilidad. Bajo el prisma del individualismo es difícil hacerse cargo de que los demás son mi responsabilidad. Cuando el centro es el yo y sus solicitudes poco espacio queda para la cooperación y la acogida.
Ante la patente indigestión causada por la heterogeneidad de los componentes de la sopa, un tercer experto terció: Que tal si llevamos la fiesta en paz, eliminando aquellos elementos que no gusten a todos, sin discrepar y con extrema tolerancia, pongan ingredientes que no afecten los gustos de cada uno, esto es, que sean neutros. Sin criterios que unifiquen ni cesiones a favor de terceros el único componente aceptado por todos sería, sin duda, el agua: conclusión más que sopa se tendría agua caliente. Tal es el permisivismo, dejar hacer, sin solicitar esfuerzos ni compromisos incubadores de complicaciones por el bien de la sociedad. La autoridad tan solo tintinea en luz ámbar porque si todo se permite es que nada es importante ni valioso de allí al escepticismo y al pesimismo no media distancia.
Gobernar personas no es sólo un asunto de habilidades, reclama el conocer la naturaleza humana, de modo que, los mandatos respeten su libertad, su responsabilidad y promuevan la solidaridad. Libertad para que puedan elegir, responsabilidad para que se hagan cargo de las consecuencias de sus decisiones y, la solidaridad como principio que mira a la comunicación de los talentos. El buen gobierno más que un cargo es un servicio que mira a remover los obstáculos para que la persona sea más libre, más responsable y más solidaria.