El amor en tiempos de prueba

Se alegra con él; sufre con él, se ilusiona con sus proyectos y comparte la cotidianeidad de la vida con él

La película “Mente Brillante” que ganó – en su momento – el Oscar de la Academia, relata la vida de John Nash, profesor de la Universidad de Princeton, que en 1994 recibió el Premio Nobel de Economía. Nash, interpretado por Rusell Crowe, a pesar de su carácter excéntrico, de fijación por descubrir ideas originales y de sus pobres habilidades sociales, era ponderado como profesor universitario. En 1953, se casa con una alumna, Alicia (Jennifer Connely) quien fue cautivada por su genio e inocencia. Es entonces, cuando se hace evidente los síntomas de una esquizofrenia paranoica degenerativa, que le obliga a ser internado en un hospital psiquiátrico.

La película en cuestión me da pie para reflexionar en torno a aquellas situaciones conyugales en la que uno de los dos lleva mayoritariamente el peso de la relación. No sólo en lo que atañe a una enfermedad – como la que tenía Nash – sino a cualquier incapacidad que obligue a un cambio en la dinámica ordinaria entre los esposos. En tales circunstancias ¿es posible que el amor florezca y perdure?  El cónyuge “sano” ofrece, aporta… pero ¿recibe? ¿Qué ocurre con la natural y legítima satisfacción de sus necesidades personales vinculadas a su condición de hombre o mujer?

Cuando la disminución severa de alguna capacidad ocurre luego que los esposos han realizado juntos su proyecto de vida, es decir, en la tercera edad,  la atención, el cuidado, la renuncia y entrega es comprensible desde la perspectiva de la lealtad, de las intimidades compartidas y cariño alimentados a través de los años, pues, “construir la historia conyugal no significa ver juntos como los años pasan, significa darle a esos años un sentido comunitario especial, pues contiene lo peculiar de cada uno y lo singular de los dos en el marco de un continuo complementarse y hacerse uno” ([1]) Pero cuando la merma en las capacidades ocurre en los albores o en la primavera del matrimonio, luego del desconcierto y asombro inicial, la aceptación y la continuidad en la convivencia se hace cuesta arriba.

Ordinariamente el amor se edifica gracias a la concurrencia de elementos sensibles, físicos e intelectuales; de ilusiones compartidas, de esfuerzos conjuntos, de dolor, de detalles y requiebros, de regalos y hasta de discusiones… todos estos elementos lo riegan abundantemente para que germine y preserve esplendoroso.          El amor es excluyente porque capta y se hace con lo singular e irrepetible del ser amado. Lo propio de la persona es su intimidad, su “yo” que lo distingue de los demás otorgándole un valor especial y entrañable sobre los demás. El amor educe lo permanente, lo que trasciende lo temporal, lo circunstancial y accidental. Ese “alguien” significativo, con un nombre propio que evoca su presencia irreductible, invita a caminar juntos cimentando un camino empedrado con lo singular de cada uno. En consecuencia, si el amor penetra y se teje con lo sustancial del ser amado, lo accidental no lo revoca ni menos anula su mismidad ni su condición de persona. Sobre la disminución de las capacidades, se alza incólume su realidad de persona y, por eso mismo, mantiene la condición de amador y amado.

En una notoria disminución de las capacidades, las expresiones que acompañan al amor se ven afectadas. Se hace más “seco” y en cierto sentido, hasta “árido”. Es lógico que así sea.  Mientras que un cónyuge se prodiga en el cuidado y atenciones, el otro centrado en su dolor o incapacidad pugna por encontrar respuestas que den sentido a su nueva situación.  ¿Es mejor una película a color que en blanco y negro?  El brillo, la luminosidad, los colores en una relación conyugal no provienen del exterior. Brotan del interior y de la calidad humana de los esposos o de uno de ellos cuando las circunstancias lo obligan.


El amor es una dádiva. Se entrega sin exigir méritos a cambio. Desde la lógica de la gratuidad es comprensible el amor. No existe una razón para amar, existen muchas intrínsecamente íntimas y peculiares, convertidas en argumentos inefables cuyo apogeo se expresa en un simple y consistente: porque sí, porque quiero.

El amar es un canto a la libertad humana. Acoger a la persona – distinguida como la amada – es una decisión tan personalmente libre que sólo se expresa con un simple porque me da la gana, frase castiza que encierra lo más puro del significado del amor.  Sin embargo, esa libertad de ‘querer querer’ se hace vida y madura de la mano con la responsabilidad. El amor entraña obligaciones, compromisos no sólo con respecto al sentimiento que vincula sino sobre todo con la totalidad de la persona del amado. Esta capacidad de responder se hace patente y extremadamente necesaria cuando uno de los cónyuges atraviesa por una situación que lo limita en su accionar. Entonces, en la relación esponsal emerge el tiempo de las obras, del cuidado, de la atención continua y de la preocupación constante. Este período signado por el dar sin recibir podría dar la impresión de ‘secar’ la relación conyugal. Sin embargo, no es así, la reciprocidad en el dar-recibir no se establece exclusivamente cuando se devuelve lo que se entrega. Existe reciprocidad cuando el cónyuge acepta, valora y agradece lo que se le da. Este modo de comunicación acrisola y fecunda el amor, pues, éste crece en medida que disminuye el “yo” personal para centrarse eficazmente en hacer feliz al cónyuge.

Finalmente, Alicia al decidir centrar su vida en John lo acoge no como una enfermera a un paciente sino como a su esposo, quien entre sus múltiples características tiene una especial: la enfermedad. Esta acogida la lleva a actualizar su amor a la realidad y circunstancias de su marido: se alegra con él; sufre con él, se ilusiona con sus proyectos y comparte la cotidianeidad de la vida con él.  La vida de Alicia no ha sido menor. Se ha enriquecido con la presencia de John como compañero, esposo y persona amada; se ha engrandecido porque fue leal y fiel a su compromiso asumido libremente; y se engalanó con la sabia madurez que valora. descubre, cuida y contempla la realidad íntima y misteriosa de la debilidad humana a la que se entrega con solícita dedicación.

[1] Cámere, Edistio, La familia, una mirada optimista, Ed. Mar Adentro, Lima, 2007.