“¡Dios no sabe perdonar sin hacer fiesta!”, dice el Papa Francisco en el Ángelus de este domingo, 27 de marzo de 2022. “El Evangelio de la Liturgia de este domingo narra la parábola llamada del hijo pródigo (cfr Lc 15,11-32). Esta nos lleva al corazón de Dios, que siempre perdona con compasión y ternura, siempre”, comenta el Papa. “¡Dios no sabe perdonar sin hacer fiesta! Y el padre hace fiesta, por la alegría que tiene porque ha vuelto el hijo”.
El Santo Padre invitó a “En primer lugar, celebrar una fiesta, es decir manifestar nuestra cercanía a quien se arrepiente o está en camino, a quien está en crisis o alejado. Y añadió “¿Por qué hay que hacer así? Porque esto ayudará a superar el miedo y el desánimo, que pueden venir al recordar los propios pecados”. “¡Cuánto bien puede hacer un corazón abierto, una escucha verdadera, una sonrisa transparente; celebrar fiesta, ¡no hacer sentir incómodo!”.
A continuación, siguen las palabras del Papa al introducir la oración mariana, ofrecidas por la Oficina de Prensa de la Santa Sede:
***
Palabras del Papa
Queridos hermanos y hermanas, feliz domingo, ¡buenos días!
El Evangelio de la Liturgia de este domingo narra la parábola llamada del hijo pródigo (cfr Lc 15,11-32). Esta nos lleva al corazón de Dios, que siempre perdona con compasión y ternura, siempre. Dios perdona siempre, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón, pero Él perdona siempre. Nos dice que Dios es Padre, que no solo acoge de nuevo, sino que se alegra y hace fiesta por su hijo, que ha vuelto a casa después de haber derrochado todos sus bienes. Nosotros somos ese hijo, y conmueve pensar en cuánto nos ama y espera siempre el Padre.
Pero en la misma parábola está también el hijo mayor, que entra en crisis frente a este Padre. Y que puede ponernos en crisis también a nosotros. De hecho, dentro de nosotros está también este hijo mayor y, al menos en parte, tenemos la tentación de darle la razón: siempre había hecho su deber, no se había ido de casa, por eso se indigna al ver al Padre abrazar de nuevo al hermano que se ha portado mal. Protesta y dice: “Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya”, sin embargo, por “ese hijo tuyo” ¡incluso celebras una fiesta! (vv. 29-30). “No te entiendo”. Es la indignación del hermano mayor.
De estas palabras emerge el problema del hijo mayor. En la relación con el Padre él basa todo en el puro cumplimiento de los mandamientos, en el sentido del deber. Puede ser también nuestro problema, nuestro problema entre nosotros y con Dios: perder de vista que es Padre y vivir una religión distante, hecha de prohibiciones y deberes. Y la consecuencia de esta distancia es la rigidez hacia el prójimo, que ya no se ve como hermano. De hecho, en la parábola el hijo mayor no dice al Padre mi hermano, no, dice tu hijo, como diciendo: no es mi hermano. Y al final precisamente él corre el riesgo de quedar fuera de casa. De hecho – dice el texto – “no quería entrar” (v. 28). Porque estaba el otro.
Viendo esto, el Padre sale a suplicarlo: “Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo” (v. 31). Trata de hacerle entender que para él cada hijo es toda su vida. Lo saben bien los padres, que se acercan mucho al sentir de Dios. Es bonito lo que dice un padre en una novela: “Cuando me convertí en padre, entendí a Dios” (H. de Balzac, El padre Goriot, Milán 2004, 112). En este momento de la parábola, el Padre abre el corazón al hijo mayor y le expresa dos necesidades, que no son mandamientos, sino necesidad del corazón: “Convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida” (v. 32). Veamos si también nosotros tenemos en el corazón dos necesidades del Padre: celebrar una fiesta y alegrarse.
En primer lugar, celebrar una fiesta, es decir manifestar nuestra cercanía a quien se arrepiente o está en camino, a quien está en crisis o alejado. ¿Por qué hay que hacer así? Porque esto ayudará a superar el miedo y el desánimo, que pueden venir al recordar los propios pecados. Quien se ha equivocado, a menudo se siente reprendido por su propio corazón; distancia, indiferencia y palabras hirientes no ayudan. Por eso, según el Padre, es necesario ofrecerles una acogida cálida, que aliente para ir adelante. “¡Pero padre este ha hecho muchas cosas!”: cálida acogida. Y nosotros, ¿hacemos esto? ¿Buscamos a quien está lejos, deseamos celebrar fiesta con él? ¡Cuánto bien puede hacer un corazón abierto, una escucha verdadera, una sonrisa transparente; celebrar fiesta, ¡no hacer sentir incómodo! El padre podría decir: está bien hijo, vuelve a casa, vuelve a trabajar, vete a tu habitación, prepárate y ¡al trabajo! Y este habría sido un buen perdón. ¡Pero no! ¡Dios no sabe perdonar sin hacer fiesta! Y el padre hace fiesta, por la alegría que tiene porque ha vuelto el hijo.
Y después, según el Padre, es necesario alegrarse. Quien tiene un corazón sintonizado con Dios, cuando ve el arrepentimiento de una persona, por graves que hayan sido sus errores, se alegra. No se queda quieto sobre los errores, no señala con el dedo el mal, sino que se alegra por el bien, ¡porque el bien del otro es también el mío! Y nosotros, ¿sabemos ver a los otros así?
Me permito contar una historia, inventada, pero que hace ver el corazón del padre. Está esta obra pop, hace tres o cuatro años, sobre el argumento del hijo pródigo, con toda la historia. Y al final, cuando el hijo decide volver a casa del padre, habla con un amigo y le dice: “Sabes, tengo miedo de que mi padre me rechace, que no me perdone”. Y el amigo le aconseja: “Manda una carta a tu padre y dile: ‘Padre, estoy arrepentido, quiero volver a casa, pero no estoy seguro si tú estarás contento. Si quieres recibirme, por favor, pon un pañuelo blanco en la ventana’”. Y después empezó el camino. Y cuando estaba cerca de casa, donde el camino hacía la última curva, tuvo de frente su casa. ¿Y qué vio? No un pañuelo: estaba llena de pañuelos blancos, las ventanas, ¡todo! El Padre nos recibe así, con plenitud, con alegría. ¡Este es nuestro padre!
¿Sabemos alegrarnos por los otros? La Virgen María nos enseñe a acoger la misericordia de Dios, para que se vuelva la luz en la que mirar a nuestro prójimo.