La reciente publicación del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, Dignitas infinita (DI) sobre la dignidad humana, continua y profundiza el magisterio del Papa Francisco, especialmente Fratelli tutti (FT) e incluyendo Laudato si‘ (LS) u otras enseñanzas. Unido a sus predecesores como San Juan Pablo II y Benedicto XVI, sigue ahondando las cuestiones (materias) éticas, sociales y su base antropológica en el horizonte de la teología e inspirada en la fe. Nos alegramos mucho al comprobar que DI articula e incluye lo que vamos, constantemente, trabajando en nuestra docencia e investigación universitaria sobre el querido Francisco, la bioética global y la ecología integral. Tal como, asimismo, nos enseña la propia Doctrina Social de la Iglesia. Y que también he estudiado, como vamos a tratar de hacer en este artículo, exponiendo las respectivas respuestas o propuestas a las cuestiones y desafíos planteados en DI, que no están tan explicitas y tratadas.
Una antropología y moral de la dignidad del ser humano para nuestro tiempo, muy coherente, que afronta cualificadamente las problemáticas y realidades sociales, políticas, económicas, culturales y espirituales, promoviendo un desarrollo humano y ecología integral en conexión inseparable con una bioética global. Primeramente, deja claro su fundamento metafísico con una sólida antropología, la dignidad ontológica e intrínseca de toda persona, cuya vida y existencia digna es sagrada e inviolable, más allá de cualquier circunstancia o situación (DI 1). La vida y dignidad es inherente a la misma naturaleza de la persona, que está en la esencia más profunda del ser humano y enraíza a una ética humanista vigorosa. A la luz de la fe, esta trascendencia y sacralidad de la vida de las personas, con su consustancial dignidad, está entrañada en el ser humano como imagen, semejanza e hijo de Dios tal como nos revela Jesucristo que, en su encarnación, está unido y presente en cada persona (DI 2-5).
De ahí que todo daño, injusticia y mal que se cause a cualquier ser humano: se le infringe a alguien que es semejante e hijo de Dios, que es presencia (sacramento) real del mismo Dios en Cristo. Y es que Jesús ha querido identificarse con cada persona, preferencialmente, con los pobres, las víctimas y los excluidos como nos manifiesta su mismo Evangelio (Mt 25, 31-46; DI 18-19). De esta forma, el fundamento teológico (teologal) último de la dignidad de la persona es cristo-céntrico y trinitario. La persona es creada por Dios Padre desde su amor gratuito, es salvada por Cristo hasta la entrega de su vida (siendo crucificado) para nuestra salvación y vivificada en el Espíritu, donde todo ser humano se convierte en templo de este Señor y Dador de Vida (LS 10; FT 2-5).
El Dios bíblico, que se revela plenamente en Jesucristo, es el Dios de la vida, del amor y de la justicia con los últimos, defensor de los oprimidos y excluidos, el Dios de los pobres, de las víctimas y los crucificados de la historia. Por tanto, es muy clara la gravedad de negar esta trascendencia de la vida y dignidad a cualquier persona, que está llamada a esta divinización, cuyo origen y destino es la comunión con este Dios de la vida que, con su amor, nos regala la belleza de la eternidad. Esa tierra nueva y cielos nuevos, la existencia escatológica-eterna (DI 11-12).
Desde este arraigado y trascendente pilar, como nos transmite el propio Santo Tomas de Aquino y (de forma similar) corrientes de pensamiento contemporáneas como el personalismo con sus relevantes autores (DI 13), hay que escuchar el grito de los pobres, de las víctimas y el clamor de la tierra. Frente a toda esta negación de la vida y dignidad de cada persona, se establece la ecología integral con su bioética global que cuida, protege, defiende y promociona la vida y dignidad de personas en todas las fases de su desarrollo o aspectos, ya en el inicio hasta la muerte natural (LS 115-122; FT 18-19). Esta esencial vida y dignidad, que es inherente a la naturaleza de la persona, es la base de los derechos humanos que se asientan sobre esta antropología integral y ley natural-moral (DI 9). Esto es, los derechos civiles, políticos, sociales y económicos de la persona, posibilitadores del desarrollo humano integral, han de reconocer y proteger esta naturaleza bio-corpórea, ecológica, ética y espiritual que conforma a toda persona (DI 24-28)
Una real ecología humana, pues, para la protección de la vida del ser humano desde su mismo comienzo con la concepción, donde ya existe cada persona única e irrepetible como nos muestra la ciencia, hasta el final de la existencia; con todos los cuidados que llegan al mismo momento de su fallecimiento (DI 47-54). Igualmente, desde el mismo conocimiento científico con su correspondiente antropología, reconoce e impulsa la diversidad y complementariedad biológica-corporal, sexual y afectiva de lo masculino (varón u hombre) con lo femenino (la mujer) (DI 55-60). Se establece así ese santuario de amor y vida que culmina en el matrimonio, la familia con los hijos, escuela de sociabilidad y virtudes éticas, cívicas y solidarias al servicio del bien común (LS 155; FT 208-209).
La ecología social y ambiental que fomenta la justicia social e internacional con los pobres de la tierra, que son sujetos de su promoción que libera integralmente de la desigualdad e injusticia (DI 36-37), y la intergeneracional que cuida de esa casa común que es el planeta tierra; con una economía al servicio de las necesidades, de las capacidades y del desarrollo humano, sostenible e integral (LS 189-198; FT 103-105), asegurando el principio del destino universal de los bienes que tiene la prioridad sobre la propiedad. Una civilización del trabajo sobre el capital, con sus derechos como es un salario justo (LS 124-129; FT 162), que rechaza toda trata, la esclavitud infantil como es el trabajo de los menores y la explotación del trabajador, de la mujer e inmigrante (DI 41-46). Lo que se sustancia en la civilización de la pobreza contra la de la riqueza, constitutiva de toda auténtica espiritualidad y santidad, con la comunión solidaria de vida, de bienes y acción por la justicia con los pobres, opuesta a los falsos dioses del dinero, del poseer, tener y poder (LS 93-95, FT 118-120).
En esta dirección, es posible (necesaria) la mundialización solidaria de la paz con la no violencia. Y ello en contra de toda guerra, de cualquier agresión bélica e industria armamentística, de la pena de muerte, de la competitividad salvaje, del feminicidio o maltrato a las mujeres y del ecocidio, autentico pecado ecológico. Violencias y ataques a la vida digna, de la misma manera para hacer negocio lucrativo, como la manipulación digital, la publicitaria que cosifica a las personas- como hace con la mujer convirtiéndola en un objeto sexual de usar y tirar-, la pornografía, la prostitución, las ludopatías u otras adicciones como las drogas incluyendo el alcohol (DI 38-39; 44-46). Esto, de modo urgente e imprescindible, requiere la prohibición de cualquier guerra, el desarme total, simultáneo e integral de los pueblos, de cada persona con sus culturas y espíritu no violento. Las guerras con sus armas y dichas violencias solo generan destrucción, muerte, venganza y odio que envenenan el alma y la conciencia moral. Hay que dar paso a una resolución de los conflictos con procesos diplomáticos, jurídicos, políticos, cívicos, de dialogo y mediación para la paz, una ética no violenta (FT 256-262).
Sin todo lo anterior, sin relaciones y condiciones e instituciones (políticas) de todo tipo como son las socioeconómicas e históricas (estructurales), no hay verdadera libertad ni paz, se convierten en mentiras (DI 29-32). La justicia (social e internacional) con los derechos humamos, unidos inseparablemente al bien común y desarrollo humano integral, hacen posible realmente dicha convivencia libre, pacífica y verdemente democrática que no es real sin este respeto a la verdad de la ley moral-natural, de la naturaleza humana con su vida y dignidad inalienables. Todo ello será posible si ejercemos el amor fraterno y civil, la caridad política, que busca la civilización del amor, el bien más universal y la transformación de estas causas personales, socio-estructurales e históricas que imponen dicha cultura de la muerte, una auténtica estructura de pecado y el mal común (LS 159, 228-231; FT 196).