Dana Valencia: Testigo de la zona cero del Amor

El convoy de ayuda médica universitaria que trajo esperanza y consuelo a las comunidades afectadas por la devastadora DANA en Valencia

Es tan descomunal el drama por la pérdida de 216 víctimas mortales y 23 desaparecidos, al que hay que añadir el sufrimiento angustia, miedo o desesperación por los destrozos materiales y psíquicos causados en sus vidas, que huelga cualquier comentario. Por si fuera poco, quince días después de desatarse la furia de la naturaleza vuelve el espantoso temor a los daños que puedan causar las lluvias torrenciales que se avecinan de nuevo en el litoral valenciano. Hay, sin embargo, otro tsunami en las zonas devastadas del que pocos hablan.

Convoy sanitario en marcha

El lunes 4 de noviembre el psiquiatra y profesor de la Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma de Madrid, Jesús Poveda, contactó con la Dra. Luisa González, presidenta de la Fundación del Colegio de Médicos de Madrid (ICOMEM). Le informó que estaba organizando un convoy de estudiantes medicina, enfermería y nutricionistas de la Universidad Autónoma de Madrid para acudir a algunas de las poblaciones valencianas más afectadas. Hasta le había puesto nombre a la misión: “Ayuda Médica Universitaria” (AMU).

Desde la entidad colegial sin ánimo de lucro nos sumamos activando una nueva línea de ayuda a las víctimas de la DANA. Acto seguido, teníamos una treintena de médicos jubilados del ICOMEM colaborando en la recogida de material de protección e higiene sanitario y un aluvión incesante de llamadas de colegiados para ver cómo podían ayudar. En las siguientes horas conseguíamos generosas donaciones de más de 30.000 unidades del material solicitado procedente de empresas familiares como los propietarios del Hotel Orfila o de la Coordinación de Emergencias del Ayuntamiento de Madrid, además de muchos particulares que se acercaron a nuestra sede.

El convoy estaba formado por más de setenta estudiantes, la médico paliativista Ana Corral, el propio profesor Poveda y yo misma que viajábamos en un autobús, varios coches y furgonetas cargados con el material de protección sanitario e higiénico. Partimos el viernes a mediodía con destino Aldaia, una localidad de 32.000 habitantes con barrios arrasados por las inundaciones tras el desbordamiento el del barranco de la Saleta.

Sonia Sena, coordinadora de enfermeras de uno de los centros de salud de Aldaia destrozado por la DANA, organizó que pudiéramos pasar la noche en un espacio habilitado como punto de atención sanitaria. Además de entrañable, Sonia, madre de dos hijas gemelas, demostró ser una enfermera valiente y diligente con una innata capacidad de movilización y de mando, y enormes dosis de empatía. Nos explicó las necesidades de la población y las recomendaciones para que nuestra ayuda fuera más efectiva.

Siguiendo sus indicaciones, la jornada del sábado nos desplegamos divididos en grupos por distintos lugares, edificios, casas, parques, etc. que todavía necesitaban de todas las manos posibles para achicar una mezcla légamo, agua estancada y fosa séptica. Acompañé a la Dra. Corral a recorrer los dos puntos y centros de salud que nos sugirieron por si hacía falta refuerzo. Habían pasado once días desde la tragedia y estaban tranquilos, bien cubiertos por los equipos de profesionales sanitarios locales. Ahora tocaba achicar barro, cuidar, abrazar, como estaba haciendo el resto de grupos.

La iglesia, punto de encuentro

Echada la noche, a pesar de que el reloj marcaba solo las siete de la tarde, el punto de encuentro era la Iglesia de la Encarnación de Aldaya. Al repicar las campanas que anunciaban el comienzo de la Santa Misa, los que quisimos nos adentramos en el templo. Nuestra sorpresa fue descubrir que apenas cabía un alfiler. Y aún más, la alegría con la que cantaban a pleno pulmón todos los feligreses junto al pequeño coro de adolescentes con guitarras era una escena verdaderamente sorprendente y reconfortante. Aquella comunidad parecía orgullosa de su fe y de su reluciente iglesia. Entre tanta devastación, su esperanza y confianza en Dios eran contagiosas. Niños, jóvenes y mayores resurgían de la adversidad, se apoyaban los unos a los otros y rezaban juntos por todos.

El párroco contó orgulloso que la ayuda de sus feligreses había hecho posible celebrar ese primer día de culto tras la inundación que había inutilizado el templo. Rezaron por los fallecidos, sus convecinos, familiares, amigos. Rezaron para que encuentren el acompañamiento espiritual tan necesario en estos momentos “ayudando especialmente a los más necesitados, porque nosotros vamos a ser los enviados de Dios en medio de nuestro pueblo. Vamos a ser la imagen de Dios en medio de esta catástrofe”.

Pronto los parroquianos volverían a mostrar su disponibilidad incondicional: el sacerdote hizo una petición de voluntarios para trasladar a la localidad vecina de Loriguilla al medio centenar de estudiantes de nuestro convoy que carecían de vehículos, dado que el autobús que nos dejó en Aldaia no volvería hasta el domingo a recogernos. En menos de un minuto apareció un pequeño ejército de fieles ofreciéndose. Unos vivían cerca, otros lejos. No importaba, llegaron con sus coches particulares y trasladaron a la poco manejable comitiva de estudiantes en misión sanitaria-humanitaria.

Esperanza y abrazos

El pabellón municipal de Loriguilla nos acogió, esta vez sí, con mantas, esterillas, duchas, calefacción y abundante comida preparada. Aquello nos parecía un lujo asiático. La alcaldesa, Montse Cervera, y toda la corporación municipal nos recibieron con los brazos abiertos y muchas historias que contarnos. Su propio teniente de alcalde, el farmacéutico Carlos Rodado, lo había perdido todo porque su casa está bajo el barranco de Pozalet. Afortunadamente su mujer, sus suegros y su perro salvaron la vida. El derrumbamiento del barranco, más pequeño que el tristemente famoso del Poyo, había dejado varios días incomunicado y sin agua, luz y gas al pueblo. Había personas atrapadas en los trenes y en el polígono y puentes destrozados. Un pueblo anegado de agua y barro procedente de Utiel, Requena, Cheste y Chiva que estaba ya recuperándose, y que nos recibía con verdadera ilusión.


Los miembros de la corporación municipal y sus voluntarios escucharon agradecidos y atentos las emotivas vivencias relatadas uno a uno por los estudiantes. Basten el abrazo emocionado que le dio una mujer de unos cuarenta años a Marta Hullin, estudiante de segundo de nutrición, tras la dura jornada con su grupo sacando el agua del garaje de su edificio de viviendas o Gloria, la señora que se rompió a llorar con la estudiante de mediciba Mercedes Ramírez y le dio un rosario, lo único que tenía.

Ya el domingo, la comitiva municipal acompañada de protección civil nos dirigió hacia los cercanos Alfafar y el ya famoso Paiporta. Nos dejaron en Benetússer donde la destrucción es terrible.  El calor apretaba bajo los EPIS, guantes y material de protección empapados por el esfuerzo de empujar el lodazal que todavía cubría por encima de las rodillas en algunas calles del centro. A pesar de estar cortados los accesos al tráfico rodado, huestes de voluntarios llegaban a pie por todos lados.

Según iba entrando la mañana, comenzaron a sumarse largos convoyes de la UME, la Legión, policía nacional, bomberos y maquinarias en un continuo ajetreo por las calles. El estruendo de camiones y vehículos pesados emitiendo sonidos era constante. Parecía un concierto para instrumentos desafinados, con agudos pitidos intermitentes, en medio de una polvareda que hacía el aire irrespirable. Era lo más parecido a una zona de guerra. El agradecimiento de la población estremecía. El grito de bienvenida una mujer al ver a una de las comitivas militares lo dijo todo: “Gracias a Dios que habéis llegado”. Y tanto.

He sido testigo directo y protagonista voluntaria del caudal de generosidad y entrega de nuestros jóvenes estudiantes, médicos y todo tipo de personas sin importar su estatus ni condición para ayudar a los que más sufren. Testigo privilegiada de la inmensa gratitud de quienes reciben la ayuda. Pero he presenciado también un torrente mucho mayor del que apenas se habla: voluntarios portadores de consuelo, fe y esperanza en Dios. Testimonio vivo de la zona cero del Amor. Un silencioso y auténtico tsunami.

Isabel Durán – Directora de la Fundación del Colegio de Médicos de Madrid (ICOMEM)