La expresión “mucho más sufrió Nuestro Señor en la cruz” era frecuente en la infancia de los que ahora peinamos canas. Difícilmente se oye ahora y además sonaría mal ese supuesto conformismo ante el dolor que provocaba un desaire o cualquier contrariedad de la vida. El umbral de lo que se podía llegar a sufrir era infinitamente alto: la Cruz de Nuestro Señor.
En nuestros días, tanto por la cultura del bienestar, como por los medicamentos o entretenimientos que calman la ansiedad estamos poniendo el listón de la tolerancia del dolor muy a ras de suelo.
Por ejemple, difícilmente se hace referencia en los entierros al dolor sufrido. Se elude minimiza o se ignora haciendo prevalecer lo positivo, lo bueno, porque se supone que el dolor es malo. Ciertamente, seríamos masoquistas si buscáramos el dolor por el dolor, pero borrando el dolor de nuestra historia, no solamente estamos falseando la realidad sino simplemente borrando la cota más alta del amor fijada en el sacrificio, el esfuerzo, la vida dada y entregada, no ya por conseguir un placer sino por pura gratuidad.
En la enfermedad, la expresión del deseo de no vivir viene dada por no soportar, no solo la incomodidad de la enfermedad sino la ayuda o dependencia de los demás que hiere nuestro afán de suficiencia. Y en dirección contraria, cuando el cuidado a una persona que ya no es productiva en la cadena del quehacer humano requiere un esfuerzo prolongado saltan las alarmas de la Eutanasia al considerar poco digna esa vida.
Estos días despedíamos a Gloria, la esposa de Floren, un señor que ha cuidado durante ocho largos años a la mujer de su vida. Llamaba la atención los paseos que le proporcionaba en su silla de ruedas, diariamente, tanto si hacía buen tiempo, como si el astro rey se ocultaba. Bien abrigada la señora era paseada. Según el marido para sacarla de casa y que le tocara el aire. La esposa presentaba la misma expresión facial tanto si hacía bueno como si el tiempo era frío. El Alzheimer es así. Pensaba yo en los bastantes casos que como capellán de hospital me llamaban para la extremaunción, por si era eso lo que le faltaba al enfermo para morirse. Recuerdo el descaro de unas hijas, las cuales, ante la supervivencia de la madre ungida, de hacía más de una semana, me dijeron que lo que hice no sirvió para nada, en referencia a la esperada muerte por parte de la familia.
El caso es que el umbral tan bajo de tolerancia del dolor elimina la Cruz. En cambio, podemos afirmar que tanto como expresión de amor, cómo pedagogía, la cruz es necesaria para la vida.
En primer lugar, vivir la Cruz ayuda a poner palabras al lenguaje del sufrimiento. El gran problema de nuestros niños y adolescentes que pueden sufrir por diversas circunstancias, incluidas el bullyng, la violencia, el aislamiento, etc., son sus silencios. Ni encuentran vocabulario para expresarlo, ni interlocutor empático ante tanto positivismo reinante. El silencio es el peor aliado para ayudarles.
El otro fallo en el currículo educativo, fruto de eliminar la Cruz, de situar el umbral de la tolerancia del dolor tan bajo, es la debilidad ante el fracaso y la frustración. Al no educarnos para poder sobrellevar el dolor, faltan herramientas para seguir y no dejarse vencer por el dolor. El triunfo como anhelo legítimo viene después del esfuerzo continuado. Saber esperar conlleva encajar días y etapas de no ganar, sufrir si cabe, por lo que se espera alcanzar. Sin sufrimiento es difícil el progreso. Un gran corredor, como nos recordará san Pablo se esfuerza por llegar a la meta: 1 Co. 9,24-25 ¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos en verdad corren, pero sólo uno obtiene el premio? Corred de tal modo que ganéis. Y todo el que compite en los juegos se abstiene de todo. Ellos lo hacen para recibir una corona corruptible, pero nosotros, una incorruptible.…
El papa nos lo recordaba en la homilía del 14 de septiembre de 2018, en santa Marta: «La cruz nos enseña esto, que en la vida hay fracaso y victoria. Debemos ser capaces de tolerar las derrotas, de soportarlas pacientemente, las derrotas, incluso de nuestros pecados porque Él pagó por nosotros. Tolerarlas en Él, pedir perdón en Él pero nunca dejarse seducir por este perro encadenado. Hoy será hermoso si en casa tranquilos nos tomamos 5, 10, 15 minutos delante del crucifijo, o lo que tenemos en casa o aquel del rosario: mirarlo, es nuestro signo de derrota, que provoca persecuciones, que nos destruye, pero es también nuestro signo de victoria porque Dios ha ganado allí».
Otro aspecto que nos da la pedagogía de la Cruz, es la empatía. Tan necesaria para curar el dolor de otro, no puede darse si no se comprende ese dolor. Para ello necesitamos aprender el ABC de los sentimientos en el libro de nuestros fracasos. Experimentar el dolor y el sufrimiento nos facilita la comprensión del dolor del otro. Si nos negamos a vivir la Cruz, difícilmente podremos consolar al que sufre. Su cruz nos conecta con la nuestra. Comprender habiendo experimentado primero es llegar a la comprensión auténtica.
Tener además como umbral la Cruz de Nuestro Señor es traspasar el dolor ciego y sordo, sin horizonte. Sufrir por sufrir se convierte en un masoquismo absurdo. Un sufrimiento sin causa y mucho menos sin horizonte nos abocaría al vacío obscuro. Nuevamente hacemos referencia al suicidio que está creciendo en las sociedades occidentales, precedido de la ausencia de la Cruz como referente para llevar con dignidad el sufrimiento.
Curiosamente, en nuestro mundo edonista, la ansiedad y la tristeza viene siendo una epidemia. La Cruz denostada de nuestras expresiones cotidianas, sigue siendo fuente de vida.