Me encontraba considerando el sentido y ubicación del acto de corregir dentro del ámbito familiar, y más específicamente durante el proceso de crecimiento de los hijos. Más aún, entre las tareas que a los padres nos compete: dar cariño y corregir, esta última tiene mala ‘prensa’ y genera mayor desgaste. Dar cariño -sin duda- place ofrecerlo y complace recibirlo. Quiere decir, entonces, que el corregir ¿es la “oveja negra” de los padres? ¿Tenderá a extinguirse como parte de la tarea educativa? ¿Su valor en el desarrollo de los hijos es limitado por no decir, nulo?
Por estos senderos discurría cuando, leyendo el libro de Carlos Llano, ‘La amistad en la empresa’ (2000), advertí que el mencionado autor inscribía el ‘corregir’ en el marco del amor como dádiva superior al amor de reciprocidad y al de necesidad. La diferencia sutil, pero a su vez categórica por sus consecuencias, tiene que ver con la forma de querer el bien: lo quiero para mí; lo quiero para ti en tanto me devuelvas uno igualmente; o quiero el bien para alguien.
Una sonrisa, un beso pueden convivir con la propia complacencia al ofrecerlos, y no tiene que estar mal. Sin embargo, cuando uno corrige lo último que se busca es el ‘pasarla bien’, tener que soportar un gesto inapropiado, escuchar una impertinencia o tener que sostener una mirada torva o socarrona. En el mejor de los casos, recibir una mirada acogedora y amable como señal del poco o ningún interés de la corrección indicada. Todo ello hace de la corrección un acto de efectivo desprendimiento propio.
La pregunta es ¿por qué se debe asumir los riesgos implicados en la corrección? Porque con ella se busca de modo directo y patente el bien de la otra persona. Al determinar su correspondencia en su mejora o crecimiento no se puede menos que ofrendar un ‘momento de incomodidad’ en vistas al logro que puede obtenerse.
Tomás de Aquino afirma que el amor consiste en querer el bien para alguien; en esta línea, la corrección expresa de modo plástico lo que es el amor. Si ese alguien es el propio hijo, el cariño paternal no puede renunciar a poner los medios a su alcance para que aquel no se aparque en la medianía.
Suele ocurrir que el bien querido no sea comprendido o que para conquistarlo suponga -de parte del hijo- un esfuerzo prolongado en el tiempo. En tal caso, el obsequio del afecto y del cariño de parte de los padres será el catalizador que lo impulsará a seguir adelante. En cambio, los efectos de la dimisión en la tarea de corregir no se disminuyen con el puro afecto y consentimiento.
Dado que el crecimiento personal no es una auto-tarea, exclusiva y cerrada a influencias extrínsecas, sino que se configura gracias al aporte de los demás y que además ese crecimiento se va soportando con la incorporación de bienes, la corrección para quienes tienen el deber de educar es el conducto fundamental por donde discurren precisamente esos bienes y sobre todo el amor invalorable a los hijos.