Corporeidad, Cuerpo y Gracia: El Espíritu Encarnado en la Vida Concreta

Capítulo 2 de la Serie «Almacuerpo»

En este segundo capítulo sobre corporeidad, cuerpo y gracia, abordamos una consecuencia existencial del cuerpo respecto al espíritu. A diferencia de los espíritus puros como los ángeles, que no están localizados en un lugar ni en un momento histórico y no envejecen, nosotros, los seres humanos, somos espíritus encarnados. Nuestro cuerpo nos sitúa en un lugar y un momento específicos de la historia.

Este cuerpo, con el que nacemos, nos localiza en un mundo, en una familia concreta, en un país, en una ciudad, con un nivel de vida, talentos, salud y un entorno social que no hemos elegido. Estas circunstancias conforman el marco en el que nuestra existencia espiritual se despliega. La vida, en este sentido, es un don, un regalo encarnado en condiciones concretas que debemos aceptar para alcanzar su plenitud.

La aceptación de estas condiciones previas, de lo que nos ha sido dado sin nuestra intervención, es esencial para nuestra realización espiritual. Aunque a menudo nos vemos tentados a soñar con una vida diferente, con otras circunstancias o talentos, debemos purificar estos deseos y agradecer a Dios por el regalo de la vida tal como es.

La vida no es una abstracción; es concreta, irrepetible y está encarnada en una historia personal que nos marca. Desde que nacemos, comenzamos a movernos en el tiempo, y cada uno de nosotros tiene su historia única, con sus momentos difíciles y sus alegrías. Esta historia, con sus heridas y experiencias, debe ser aceptada y puesta en manos de Dios para encontrar paz.

Aceptar las circunstancias de nuestra vida no siempre es fácil, especialmente cuando enfrentamos personas o situaciones negativas que han dejado cicatrices. Sin embargo, debemos hacer las paces con nuestro pasado y con las condiciones previas de nuestra existencia para vivir plenamente y en paz.

Jesús mismo experimentó la incredulidad de aquellos que lo conocían desde niño cuando comenzó su ministerio público. Esta incredulidad refleja un fenómeno común: la dificultad de aceptar lo extraordinario en lo ordinario, de reconocer las manifestaciones de Dios en las circunstancias concretas de nuestra vida.


Hoy, muchos creen en un Dios etéreo, pero no en un Dios encarnado, y son más los que se consideran buenos cristianos sin participar activamente en los sacramentos. Esta desconexión con la realidad encarnada de la fe es un reto espiritual que debemos superar.

La vida, con todas sus imperfecciones y retos, es el lugar donde Dios se manifiesta. Como decía San José María Escrivá, debemos evitar caer en la «mística ojalatera» de desear lo que no tenemos y, en cambio, aceptar sobriamente la realidad material e inmediata en la que Dios nos ha puesto. Somos espíritus encarnados, y es en nuestras circunstancias concretas donde debemos buscar y reconocer las propuestas de Dios para nuestra santificación.

Este capítulo nos recuerda que el cuerpo nos sitúa, nos encarna, y nos llama a reconocer y aceptar nuestra vida tal como es, para encontrar en ella el camino hacia la santidad.