El sacerdote y doctor en Filosofía, José María Montiu, ofrece esta reflexión sobre el sacramento de la reconciliación: “Confesarse es maravilloso”.
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Siempre me ha quedado muy fijada, muy marcada, en la mente, la imagen del niño que cae, se lastima la rodilla y se echa a llorar desconsoladamente, ruidosamente. Entonces, se va corriendo hacia su madre y se le echa a los brazos. Ésta, le consuela besando sus heridas. Con sus tiernos besos las cura. Y, entonces, aquel niño, que antes había estado tan roto, y que tan desconsoladamente había llorado, con berridos o gritos, se vuelve, ahora, de prisa, a jugar, todo risueño, todo contento y feliz, con la cara más bonita, como si nada le hubiera ocurrido. Se ha ido la oscuridad de la noche, la bella aurora ha devuelto a las cosas el color y la hermosura. Toda la niebla se ha esfumado, el Sol de nuevo resplandece, y con él resplandecen todas las cosas. Todos nos vemos reflejados en este niño, pues a todos nos gusta que con tiernos besos nos curen nuestras heridas, nuestros desgarrones, y así, de nuevo, recobremos la alegría.
Esta imagen nos puede ayudar a entender la confesión en el ámbito de la maravilla, de la alegría y del asombro. Es lo que ha dicho el Papa Francisco: la confesión “redescubrámosla como el Sacramento de la alegría. Sí, el Sacramento de la alegría, donde el mal (…) se convierte en ocasión para experimentar el cálido abrazo del Padre, la dulce fuerza de Jesús que nos cura y la ‘ternura materna’ del Espíritu Santo. Esta es la esencia de la Confesión”. Repito: ¿quién no quiere la alegría, el dulce abrazo amoroso paterno, la curación de las heridas, la ternura maternal, o lo que es lo mismo, la confesión?
De pequeños, cuantas veces después de hacer enfadar a nuestra madre, hemos tenido la sensación de que en la situación creada había algo un tanto desagradable, algo que convenía arreglar. Pero, finalmente, nos hemos decidido a pedirle perdón, nos hemos reconciliado, y de nuevo ha llegado la alegría, el reflorecimiento de la situación. Ella ha quedado más contenta, y nosotros, también.
Confesarse es dar una alegría a Dios. ¿Qué mejor que esto? Lo ha dicho el Papa: “Confesarse es dar al Padre la alegría de volver a levantarnos”. Además, en la confesión es Dios mismo quién viene a llenarnos con su alegría. Lo ha dicho también el Papa: en la confesión “es Él que viene a visitarnos, a colmarnos con su gracia, a llenarnos de su alegría” ¡Qué más queremos!
Al pecar hemos hecho lo que es malo. Con el pecado hemos ofendido a Dios. Esto es así no sólo si hemos cometido pecados mortales, o muchos pecados, sino incluso si sólo hemos cometido un solo pecado venial, aunque incluso el justo peca siete veces al día, muchas veces ¡Le hemos ofendido a Él, bondad infinita! En el sacramento de la confesión, la respuesta al mal que nosotros hemos hecho es el bien. Al confesarnos, Dios se asemeja a la florecilla pisada, que lo que hace cuando es pisoteada es simple y sencillamente abrazar al pie que la está pisoteando, y tener la bondad de aprovechar aquel precioso momento para desprender hermosamente su dulce aroma, perfumar y embellecer el pie que le está encima. La respuesta divina a la ofensa es el abrazo de la alegría, el abrazo del amor del padre que perdona.
La confesión es el abrazo de Dios. Como dice el Papa, la confesión es “su abrazo que nos envuelve, nos asombra y nos conmueve. Es el Señor que, como con María en Nazaret, entra en nuestra casa y nos trae un asombro y una alegría que antes eran desconocidos: la alegría del perdón”.
Al confesarnos se repite en nosotros la parábola del hijo pródigo. Que, por mucho que hayamos disgusto al padre misericordioso, a Dios, Él no tiene ojos para mirar el mal, sino sólo para el bien, para alegrarse por la vuelta del hijo que estaba perdido y ha sido recobrado, o estaba muerto y ha revivido. El encuentro con el hijo pródigo, -con el que tiene las miserables llagas y heridas provocadas en el alma por el pecado-, no es otra cosa que el abrazo y el llenarle de besos. No es poner cara de funeral, sino hacer fiesta grande, fiesta mayor, solemnísima, de música y danzas, de banquete y de grande celebración. Que la respuesta al desamor sea ésta, podría parecer incomprensible, pero puede comprenderse desde un corazón de padre, desde un amor de padre, desde la ilusión del que ama. La confesión es el abrazo del padre que perdona. El Padre no araña, ¡acaricia!
El Papa ha comparado tantas veces la confesión al encuentro del padre misericordioso con el hijo pródigo. El confesor tiene que imitar al padre misericordioso de la parábola.
Lo que en medio del ardor del desierto más se necesita es encontrar un oasis, una fuente de agua fresca. La tierra reseca, sedienta, de lo que más precisa es del agua que la permita volver a sonreír, volver a recubrirse de un manto de belleza, de hierba y de flores, de esmeralda, de esmaltes y de colores.
El Papa a los confesores nos ha dicho: “estamos llamados a encarnar al Buen Pastor que toma en brazos a sus ovejas y las acaricia, estamos llamados a ser canales de la gracia, que vierten el agua viva de la misericordia del Padre en la aridez del corazón”.
Por esto la confesión es realidad tan hermosa, tan entrañable, tan bella, tan alegre, tan anhelada, tan deseada, tan apreciada, tan querida, tan amada, tan añorada.