Introducción: el dolor que causa que un padre sea lastimado
Ha sido muy doloroso constatar, en las últimas semanas, numerosos ataques, críticas y suspicacias contra el Papa Francisco, contra el cardenal Victor Manuel Fernández, Prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la fe, y contra el magisterio ordinario. Es doloroso porque el Papa, sea quien sea, es verdadero sucesor de san Pedro, y por ello, “principio y fundamento perpetuo y visible de unidad”.[1] El cardenal Fernández, por su parte, es nada más y nada menos que el responsable del Dicasterio más directamente involucrado en promover y tutelar la integridad de la doctrina sobre la fe y la moral, sobre la base del depósito de la fe y buscando una comprensión de esta ante los nuevos interrogantes que ofrece la cultura contemporéna.[2]
Así mismo, es doloroso mirar los ataques contra Francisco porque más allá de definiciones, cuando un hijo ve que su padre es herido, humillado, agredido, no puede más que sentir dolor. Esta expresión no pretende ser una mera pose retórica o un sentimentalismo más o menos cándido. El Papa Francisco ha mostrado al mundo una paternidad extraordinaria, mostrando con la palabra y con su ejemplo, que la misericordia de Jesús es infinita y no debe ser condicionada por aduanas, sino facilitada por pastores, que sin claudicar a la verdad, sepan bien que, así como la caridad sin verdad se vuelve sentimentalismo, la verdad sin caridad, repugna y destruye. Una paternidad así, que abre realmente un camino de sanación para muchas personas heridas, no puede más que ser agradecida, querida y cuidada con afecto.
La circunstancia de la reciente animadversión que fluye en diversos medios de comunicación y en diversas redes sociales ha sido la publicación de la Declaración “Fiducia supplicans” que versa sobre el sentido pastoral de las bendiciones, y en particular, sobre la posibilidad de bendecir parejas en situaciones irregulares y parejas conformadas por personas del mismo sexo.
Las reacciones críticas a este documento son muy diversas. No poseen el mismo acento la reacción de un obispo cismático que ya no acepta el Concilio Vaticano II, que la de un Prefecto emérito que ve contradicciones internas en la Declaración; la de un obispo que afirma que la “Fiducia supplicans” no es herética pero sí caótica, que la de otro que afirma que el documento está contra la ley natural. Si nos sumergimos en los ambientes de las agrupaciones laicales, las reacciones críticas también abrazan un arco muy amplio: algunos grupos presentan dudas y perplejidades legítimas, a causa de la falta de formación y/o información en algunos temas, que, con paciencia y buena voluntad, eventualmente podrán ser resueltas. Otros, al contrario, son grupos que ya habían presentado resistencia y crítica a algunos aspectos del magisterio pontificio, por ejemplo, en materia de moral matrimonial (“Amoris laetitia”), de pastoral indígena (“Querida Amazonia”), o de pastoral social (“Fratelli tutti”, “Laudato si’ “, “Laudate Deum”). Respecto de estos últimos grupos, algunos de los colectivos más activos en el rechazo de la Declaración “Fiducia supplicans”, son precisamente los ambientes que se han dejado seducir por alguna forma de teología política ultraconservadora, y en los que el distanciamiento con la enseñanza social del Papa fue incubándose para ahora eclosionar de maneras bastante más visibles en el momento presente.[3]
¿Es legítimo, para un católico, externar públicamente oposición al magisterio ordinario? ¿La fidelidad al Papa debe estar condicionada por lo que yo alcanzo a entender sobre el depósito de la fe y la Tradición eclesial? ¿Debo de claudicar al uso de mi propia razón al momento de acoger con fe la enseñanza del magisterio o alguna disposición pastoral al interior de la Iglesia? Todas estas preguntas son del todo legítimas. No sólo porque responden a una sensibilidad contemporánea respecto a los derechos de la conciencia sino porque muestran la necesidad de profundizar en un conjunto de contenidos que se encuentran más allá de los clichés convencionales sobre lo que es “correcto” o “incorrecto” en la vida de la Iglesia.
En las siguientes líneas, lamentablemente, no podemos afrontar estas cuestiones in extenso. Para ello, será preciso estudiar con cierta pausa, esos capítulos sobre el ministerio apostólico, y en particular, sobre el ministerio de Pedro, que aparecen normalmente en los estudios robustos de eclesiología. Así mismo, no estará de más, familiarizarse con las bases de la Teología fundamental, para que la articulación entre las exigencias de la razón y la experiencia de la fe, sean entendidas con rigor y sin simplificaciones.[4]
Nuestra tarea, en esta ocasión, es bastante más modesta: ofrecer a modo de opinión, algunos elementos mínimos que vale la pena tener en cuenta al momento de mirar el penoso escenario de disidencia y encono contra el Papa y contra el Prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la fe. Estos elementos mínimos simplemente trazan una ruta que exigirá, sin dudas, ulteriores profundizaciones. Sin embargo, en opinión del que aquí escribe, los elementos que a continuación anoto no pueden ser obviados o puestos “entre paréntesis” como si fueran de cumplimiento obligatorio para unos y no para otros. En otras palabras, el magisterio de la Iglesia ya ha enseñado cómo debe ser acogido el propio magisterio.
1. Juan XXIII: una más analítica y diferenciada lectura teológica de los signos de los tiempos
El Concilio Vaticano II fue un verdadero “Kairós” eclesial. Las discusiones apasionadas, las diversas tendencias eclesiales que participaron y debatieron, no obstaron para que el Espíritu Santo, obrara e impulsara a la Iglesia a un proceso de renovación, que aún no culmina. El Concilio Vaticano II no buscó que la Iglesia se pusiera “a la moda” sino que refrescara su rostro volviendo a las fuentes más originarias para su adecuada reforma.[5] No faltaron, en aquella época, los sectores que miraban cualquier innovación como una claudicación de la Iglesia ante los poderes del mundo. El Papa san Juan XXIII fue muy consciente de la existencia de toda una mentalidad ultraconservadora, antimoderna, “contrarevolucionaria”, llena de diagnósticos fatales que profetizaban fracturas eclesiales y crisis sin fin. Sin embargo, tanto él, como el resto de los pontífices postconciliares, lograron una lectura teológica de la historia más analítica y diferenciada que la antimoderna. De esta manera, entre otras cosas, se evitó caer en fáciles simplificaciones neo-maniqueas, que en el fondo eran parte de la polarización ideológica que caracterizó parcialmente al siglo veinte. Miremos, por ejemplo, cómo en el discurso de apertura del Concilio, san Juan XXIII afirmaba con contundencia:
“En el cotidiano ejercicio de Nuestro ministerio pastoral llegan, a veces, a nuestros oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de algunas personas que, aun en su celo ardiente, carecen del sentido de la discreción y de la medida. Ellas no ven en los tiempos modernos sino prevaricación y ruina; van diciendo que nuestra época, comparada con las pasadas, ha ido empeorando; y se comportan como si nada hubieran aprendido de la historia, que sigue siendo maestra de la vida.” (…) “Nos parece justo disentir de tales profetas de calamidades, avezados a anunciar siempre infaustos acontecimientos, como si el fin de los tiempos estuviese inminente. En el presente momento histórico, la Providencia nos está llevando a un nuevo orden de relaciones humanas que, por obra misma de los hombres pero más aún por encima de sus mismas intenciones, se encaminan al cumplimiento de planes superiores e inesperados; pues todo, aun las humanas adversidades, aquélla lo dispone para mayor bien de la Iglesia.”[6]
Este apretado texto, evidentemente no se alinea a la lectura modernista de la historia, que busca sumar acríticamente a la Iglesia al mito del progreso indefinido. Tampoco, el texto cae en la tentación de la lectura antimoderna, tan típica de los grupitos que llenos de temor, y afincados a una falsa idea de “Tradición”, buscaban que la Iglesia se mantuviera dentro de la zona de “seguridad” definida por el pensamiento ultraconservador e integrista.[7] El “Papa bueno”, con gran agudeza, y sin ingenuidad alguna, sabe que la Providencia es la que conduce la Historia y nos lleva a un nuevo orden de cosas, a nivel personal, social y eclesial.
La Iglesia no ha claudicado a afirmar la verdad y corregir el error. De hecho, los errores también pululaban al interior de los debates conciliares. No faltaron voces que sugirieron al Papa asumir una actitud de combate y de condena al error para no caer en la “ambigüedad”, en la “confusión” y mantener una doctrina “clara”. San Juan XXIII, sin embargo, estaba convencido que la mejor manera de corregir el error y el pecado no es bajo la forma del combate o la condena. El Concilio Vaticano II no debería ser una síntesis de condenas, sino una afirmación gozosa de la misericordia de Dios dentro de la historia:
“Siempre la Iglesia se opuso a estos errores. Frecuentemente los condenó con la mayor severidad. En nuestro tiempo, sin embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia más que la de la severidad. Ella quiere venir al encuentro de las necesidades actuales, mostrando la validez de su doctrina más bien que renovando condenas”.[8]
2. El Concilio Vaticano II: los obispos “cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice”
Teniendo estas convicciones bien asentadas en la mente y en el corazón, san Juan XXIII y, posteriormente, san Paulo VI, condujeron el Concilio Vaticano II, discernieron su doctrina, y eventualmente se llegó al momento de promulgar sus documentos. De entre todos ellos, quiero destacar la Constitución sobre la Iglesia, mejor conocida como “Lumen gentium”. En este importante texto, entre otras cosas, se colocan las bases esenciales, para acoger de modo adecuado, verdaderamente eclesial, el Magisterio pontificio. Para acogerlo cuando me gusta, y también cuando no me gusta:
“Los Obispos, cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice, deben ser respetados por todos como testigos de la verdad divina y católica; los fieles, por su parte, en materia de fe y costumbres, deben aceptar el juicio de su Obispo, dado en nombre de Cristo, y deben adherirse a él con religioso respeto. Este obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento de modo particular ha de ser prestado al magisterio auténtico del Romano Pontífice aun cuando no hable ex cathedra; de tal manera que se reconozca con reverencia su magisterio supremo y con sinceridad se preste adhesión al parecer expresado por él, según su manifiesta mente y voluntad, que se colige principalmente ya sea por la índole de los documentos, ya sea por la frecuente proposición de la misma doctrina, ya sea por la forma de decirlo.”[9]
En efecto, el Concilio Vaticano II es clarísimo: los obispos deben ser respetados como testigos de la verdad católica cuando enseñan en comunión con el Papa. Los fieles, por nuestra parte, somos convocados a una adhesión interior, al “obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento” frente al magisterio. Esta expresión no significa claudicar a la vocación de la razón o cosa parecida. Significa aprender a vivir en espíritu de fe, – que es un asentimiento racional de una verdad revelada movido por la gracia -, la enseñanza de la Iglesia.
3. Cuestionamiento legítimo y detractores del Papa
Si habiendo hecho esto, aún subsisten dudas y reservas, el cuestionamiento del magisterio es legítimo cuando se realiza de manera privada, buscando discipularmente encontrar la verdad, cuidando la comunión y evitando el escándalo. Por el contrario, buscar objetar al magisterio fuera de este cauce conduce de manera rápida a creer que el magisterio sólo merece respeto cuando coincide con la propia opinión, que se eleva, muchas veces sin darse cuenta a criterio supremo de interpretación de la fe. Más aún, no es extraño encontrar en las redes sociales discusiones sobre el magisterio del Papa Francisco que buscan terminar cuando alguien cita a Chesterton (“cuando entro en la Iglesia, me quito el sombrero, no la cabeza”) o a san John Henry Newman, que en su carta al Duque de Norfolk brinda primero por la conciencia y luego por el Papa. En ambos casos, las citas suelen prescindir de sus contextos verdaderos, y buscan desacreditar el valor del Magisterio contemporáneo, cuando no coincide con la propia cosmovisión, muchas veces lastrada por una mezcla de fragmentos de pensamiento católico e ideologías conservadoras o neoconservadoras de diversa estirpe.
¿Será posible salir de este atolladero? ¿Habrá alguna pista en el magisterio de la Iglesia proveniente de fuentes que sean aceptadas por los principales críticos del Papa Francisco que permita iluminar estas cuestiones? Desde nuestro punto de vista, bastaría estudiar a profundidad la Constitución “Lumen Gentium” en el apartado antes citado, para reubicar las cosas en sus coordenadas fundamentales. Ahora bien, es un hecho que el estudio ordenado y bien fundamentado de la Constitución dogmática sobre la Iglesia, suele ser muy escaso entre los detractores del Papa. Los pocos que han estudiado esta doctrina, lo hacen muchas veces prescindiendo de sus antecedentes completos y de sus desarrollos posteriores. No es aquí el lugar para desarrollar esta cuestión, que nos llevaría a consideraciones que exceden por mucho esta breve reflexión.
Sin embargo, puede ser útil, al menos de manera didáctica observar cómo los críticos de la Declaración “Fiducia supplicans”, y en general, varios de los sectores que se sienten incómodos con el Papa Francisco, y que suelen añorar la “claridad” y “precisión” del magisterio, por ejemplo, de Benedicto XVI, suelen olvidar que el propio cardenal Ratzinger, como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la fe, con la autorización formal de san Juan Pablo II, ya había sentado las bases para iluminar los arduos momentos de contestación y cuestionamiento al Magisterio ordinario, tal y como los que están sucediendo en la actualidad.
4. La Instrucción “Donum veritatis” también aplica a los críticos “no-progresistas”
En efecto, la Instrucción “Donum veritatis”, de la Congregación para la Doctrina de la fe, presidida por el cardenal Joseph Ratzigner, y que fue utilizada en el pasado por algunos como ariete para para llamar al orden al pensamiento teológico “progresista”, aplica también para la actual contestación “ultraconservadora”. No hay motivo para pensar que este documento del Magisterio ordinario de la Iglesia, no aplica en lo esencial, cuando quien objeta, proviene de una posición “no-progresista”.
Miremos con atención al menos algunos parágrafos decisivos. En primer lugar, “Fiducia supplicans”, en tanto que Magisterio de la Iglesia, no es una enseñanza extrínseca a la verdad cristiana ni algo sobrepuesto a la fe:
“La función del Magisterio no es algo extrínseco a la verdad cristiana ni algo sobrepuesto a la fe; más bien, es algo que nace de la economía de la fe misma, por cuanto el Magisterio en su servicio a la palabra de Dios, es una institución querida positivamente por Cristo como elemento constitutivo de la iglesia. El servicio que el Magisterio presta a la verdad cristiana se realiza en favor de todo el pueblo de Dios, llamado a ser introducido en la libertad de la verdad que Dios ha revelado en Cristo.”[10]
Evidentemente existen diversos grados y niveles en la enseñanza de la Iglesia. “Fiducia supplicans” no incorpora ninguna novedad en materia dogmática o moral sino, en todo caso, su ámbito es pastoral, al introducir una relativa novedad disciplinar en materia de bendiciones. Ante esto, es preciso decir:
“Las decisiones magisteriales en materia de disciplina, aunque no estén garantizadas por el carisma de la infalibilidad, no están desprovistas de la asistencia divina y requieren la adhesión de los fieles.”[11]
5. La importancia de la aprobación pontificia y de la comunión con el Sucesor de Pedro
La Declaración “Fiducia supplicans” no es de “Tucho Fernández”, tal y como algunos quisieran trivializarla. Es una verdadera Declaración del Dicasterio, firmada por el cardenal Prefecto, y con explícita aprobación pontificia:
“El Romano Pontífice cumple su misión universal con la ayuda de los organismos de la Curia Romana, y en particular de la Congregación para la doctrina de la fe por lo que respecta a la doctrina acerca de la fe y de la moral. De donde se sigue que los documentos de esta Congregación, aprobados expresamente por el Papa, participan del magisterio ordinario del sucesor de Pedro”.[12]
Los obispos que cuestionan la dimensión vinculante de la Declaración afirmando que contradice de un modo o de otro la doctrina de la Iglesia, parecen olvidar que una condición de la autenticidad de la enseñanza episcopal es ejercerla siempre en comunión con el Sucesor de Pedro:
“La enseñanza de cada obispo, tomada individualmente, se ejercita en comunión con la del Pontífice Romano Pastor de la iglesia universal y con los otros obispos dispersos por el mundo o reunidos en Concilio ecuménico. Esta comunión es condición de su autenticidad.”[13]
6. Las intervenciones de orden prudencial en el Magisterio no están privadas de asistencia divina
No es extraño reconocer que al interior del magisterio pontificio no todas las sentencias versan sobre principios inmutables, sino que muchas de ellas se refieren a cuestiones de órden “práctico-práctico” sobre las que es necesario decidir y eventualmente arriesgar. Este tipo de intervenciones pueden madurar y modificarse con el tiempo, ya sea por una mayor comprensión del depósito de la fe, ya sea por una renovada comprensión del contexto social o pastoral que es preciso entender y atender. Sin embargo, en todos los casos, siendo conscientes de la imperfección de algunas valoraciones y apreciaciones, y tomando muy en cuenta lo contingente de algunas decisiones pastorales y disciplinares, la asistencia divina al Papa y a la Iglesia, no desaparece o se vuelve intermitente:
“En este ámbito de las intervenciones de orden prudencial, ha podido suceder que algunos documentos magisteriales no estuvieran exentos de carencias. Los pastores no siempre han percibido de inmediato todos los aspectos o toda la complejidad de un problema. Pero sería algo contrario a la verdad si, a partir de algunos determinados casos, se concluyera que el Magisterio de la Iglesia se puede engañar habitualmente en sus juicios prudenciales, o no goza de la asistencia divina en el ejercicio integral de su misión.”[14]
Vale la pena insistir y redundar un poco: las “intervenciones de orden prudencial” para el buen gobierno pastoral de la Iglesia, podrán ser más o menos perfectas. Todos los obispos del mundo lo saben. Son el tipo de decisiones más comunes. Estas decisiones, además, en algunos casos, admiten eventualmente diversos tipos de implementación contextual: un mismo criterio puede aplicarse de modo diferenciado, de acuerdo a la cultura-ambiente de cada comunidad.[15] Estas decisiones, perfectibles del todo, no están fuera de la asistencia prometida por Dios a los sucesores de los apóstoles, y en especial, al Sucesor de Pedro.
7. El uso de los medios de comunicación
Ahora bien, como hemos comenzado a decir más arriba, el cuestionamiento, en conciencia, de un documento del Magisterio ordinario, ya sea en parte, ya sea en su totalidad, es posible. Este cuestionamiento u objeción debe expresarse formalmente a la autoridad competente, sin hacer escarnio público del Papa o buscando ingresar a un juego de presiones directas o indirectas. A nadie se le pide la claudicación al uso de la razón. Sin embargo, el cardenal Joseph Ratzinger afirma:
“Aunque la doctrina de la fe no esté en tela de juicio, el teólogo no debe presentar sus opiniones o sus hipótesis divergentes como si se tratara de conclusiones indiscutibles. Esta discreción está exigida por el respeto a la verdad, como también por el respeto al pueblo de Dios (cf. Rm 14, 1-15; 1 Co 8, 10. 23-33). Por esos mismos motivos ha de renunciar a una intempestiva expresión pública de ellas.”[16]
“El teólogo evitará recurrir a los medios de comunicación en lugar de dirigirse a la autoridad responsable, porque no es ejerciendo una presión sobre la opinión pública como se contribuye a la clarificación de los problemas doctrinales y se sirve a la verdad.”[17]
8. El disenso respecto del Magisterio no tiene un significado meramente “político”
En el fondo estas y otras indicaciones buscan cuidar la comunión como método para el ser y el quehacer eclesial. Lastimar la comunión con el Santo Padre ya sea con desafíos directos a su enseñanza, o con agresivas críticas al Prefecto encargado de hacer una Declaración magisterial, es algo gravísimo, que debe ser evitado. Y debe ser evitado por las razones correctas, es decir, por una vivencia profunda de la comunión eclesial. Es preciso no confundir la comunión con una suerte de “complicidad”, de “lamebotismo” o con un mero “agruparse” para proteger a un “factor de poder”. La comunión eclesial madura en la caridad, no en una interpretación politizada de un ejercicio magisterial. Creer que la cuestión, por ejemplo, en la Declaración “Fiducia supplicans” es de mero poder, creer que el asunto de fondo es “quién es el que manda aquí” al momento de ampliar la noción de “bendición”, y afirmarlo públicamente, es un grave extravío.
De inmediato recuerdo un número monográfico que hace 20 años publicó la Revista “Ixtus” con el título “La vocación de Pedro”. En él aparece un texto de Hans Urs von Balthasar que vale la pena recordar:
Pedro fue llevado a donde no quería (…) Hoy también el papado es llevado a donde no quiere. Pero, subrayo, este camino perfecciona la promesa hecha a Pedro y, más allá de darle la bendición final, pone en evidencia el significado fundamental de “autoridad” en este ministerio y la perspectiva en la que se puede ejercer: la del último lugar, en donde el “servus servorum” se encuentra por su definición misma; el lugar del desprecio y de la burla extrema, donde se descargan los desperdicios, en donde uno es “un gusano y no un hombre”; este lugar, que se acepta siempre contra la propia voluntad, es el lugar de la credibilidad del ministerio, la mayor credibilidad posible y, finalmente, reconquistada.”[18]
Estoy convencido que el ministerio de Pedro es primariamente una realidad dada en el modo de la gracia, no en el modo de lógica del poder.[19] A través de la fragilidad del Sucesor de Pedro, y no a pesar de ella, la gracia actúa y hace del ministerio petrino un verdadero misterio y fundamento para la comunión eclesial. Por ello, el disenso respecto del Magisterio tiene un significado distinto al de un mero “disenso político”. El cardenal Ratzinger señala a este respecto:
“La Iglesia es «como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano». Por consiguiente, buscar la concordia y la comunión significa aumentar la fuerza de su testimonio y credibilidad; ceder, en cambio, a la tentación del disenso es dejar que se desarrollen «fermentos de infidelidad al Espíritu Santo».”[20]
¡Qué fácil fue aplicar estos y otros textos similares a quienes desde una postura “progresista” disentían del Magisterio, por ejemplo, en la última década del siglo XX! Los sectores ultraconservadores no dudaban en aplaudir que se señalara “con toda claridad” la importancia de la debida fidelidad al santo Padre y del debido respeto a la Congregación para la Doctrina de la fe. No dudaban en afirmar con singular entusiasmo que la adhesión al Magisterio era necesaria y pertinente.
¿Por qué, entonces, esta enseñanza magisterial sobre la debida acogida del Magisterio no es asumida por los actuales críticos del Santo Padre? No puedo más que pensar que en algunos de ellos parece prevalecer una lectura parcial y tendenciosa del Magisterio de Benedicto XVI, un poco similar a la que también sucedió en su momento con la enseñanza de san Juan Pablo II. Dicho de otro modo, algunos, al parecer, gustan “aprender” del Magisterio del cardenal Ratzinger y/o de Benedicto XVI, como si fuese un “menú a la carta” y no en su debida comprensión orgánica.
Por otra parte, a esto se le suma, una cuestión sutil pero no menos importante: en muchas ocasiones, de manera implícita o explícita, las indicaciones del Magisterio, se piensan que son “para otros” pero no “para nosotros”.
9. A modo de conclusión: con el Papa siempre
Desde el año 2002 comencé a participar en el grupo de acompañamiento teológico que, de tiempo en tiempo, convocaba la presidencia del CELAM. Cuando, después de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (Aparecida), se restableció formalmente el “Equipo de reflexión teológica” continué participando de manera constante hasta el año 2021. Durante todo este tiempo tuve la oportunidad de trabajar con teólogos de las más diversas sensibilidades. Algunos de ellos, se encontraban profundamente heridos por la Instrucción “Donum veritatis” de 1990. El cardenal Ratzinger, con todo el respaldo de san Juan Pablo II, les pedía ser eclesiales, no generar escándalo y pensar en comunión. No fue fácil acoger aquel documento. Para algunos, representaba una restricción para la libertad académica y de conciencia.
Con admiración sincera, puedo dar testimonio que, prácticamente en todos los integrantes del “Equipo de reflexión teológica” a través de los años, se privilegió la comunión, el respeto, y el no hacer públicamente declaraciones que lastimaran la unidad eclesial. Los teólogos que no se sentían cómodos con algún aspecto del Magisterio, poco a poco, descubrieron la via caritatis para seguir exponiendo sus investigaciones con gran rigor académico, en los espacios creados ad hoc para ello, pero sin desafiar pretensiosamente a la Sede de Pedro y/o a la Congregación para la Doctrina de la fe. Quiera Dios que, en las actuales controversias y desencuentros, también los sectores “no-progresistas” que se sienten afectados por el Magisterio contemporáneo, aprendan a acoger con la misma disponibilidad y sencillez, el camino educativo al que nos introduce providencialmente el Papa Francisco.
Esto es importante, no sólo de cara a la presente coyuntura, que eventualmente, pasará. Sino de cara a los pontificados del futuro. Una dimensión constitutiva de la fe católica consiste en mirar en cada Papa el gesto providencial con el que Dios cuida a su Iglesia. ¡Qué fácil es intentar corregir al Papa en esto o en aquello! ¡Qué arduo es dejarse corregir y educar por él! Esto último sólo es posible, cuando uno reconoce que las propias ideas, las propias convicciones, requieren ser ayudadas, purificadas, matizadas o corregidas por otro que me haga crecer. La palabra “autoridad”, precisamente proviene del verbo latino “augere”, que significa “crecer”. Quiera Dios que redescubriendo la “autoridad” del Magisterio del Papa, como un servicio a nuestra pequeñez y miseria, todos podamos crecer y aprender a caminar juntos, fieles a Cristo, a través de María, en la Iglesia, y con el Papa, siempre.
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