Cristian Álvarez, doctor en Letras y perteneciente a la Orden Franciscana Seglar en la Fraternidad La Chinquinquirá de Caracas, Venezuela, ofrece este artículo sobre la figura de san Francisco de Asís en el día de su fiesta litúrgica, celebrada cada 4 de octubre.
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Tal vez uno de los santos de la Iglesia Católica que despierta mayor simpatía entre los cristianos, pero también entre los fieles de otras religiones y aun entre muchos no creyentes, es Francisco de Asís, cuya vida extraordinaria en el seguimiento de Jesucristo comenzó a dejar sus huellas a partir de las primeras décadas del siglo XIII. No obstante, el hábito de tosco y remendado sayal que vestía por la pobreza escogida como su modo de vida, condición que llevó a sus paisanos a llamarlo il Poverello d’Assisi —el Pobrecito de Asís—, hay algo en su luminosa figura que resulta siempre atrayente, quizás por el hecho de la inusual coherencia de su ser que no separaba las palabras y las acciones, las cuales convertía en continua ofrenda amorosa. Puede pensarse así que tal atractivo reside en la muestra de una genuina humildad, a veces tan insólita y desconcentante, que acaso nos invite a una revisión interior, a indagar y descubrir en qué consisten las bases de apertura hacia la verdadera fe. Pero especialmente llamativa para muchos es aquella sobrenatural alegría que en Francisco se traducía en su cantar a Dios y a la fraternidad universal, y en el prodigar su amor por igual, sin distinción y con cortesía, a todos los seres humanos, a los animales y a la Creación entera; con la singular mirada del santo de Asís pareciera recuperarse por momentos vislumbres de una armonía que nos recuerda el perdido paraíso terrenal. Y nos preguntamos entonces ¿Cuál es la clave de esa sensible plenitud humana que Francisco trasluce y todos anhelamos?
No es extraño entonces encontrar en la historia y periódicamente, incluso durante los años más recientes, “vidas” y acercamientos biográficos sobre san Francisco de Asís desde las más variadas perspectivas e inclinaciones estimuladas por su fascinante personalidad que podemos apreciar como “poliédrica” e incluso “polisémica” —siguiendo las expresiones del historiador de la espiritualidad medieval André Vauchez—, con tantas y ricas facetas que propician interpretaciones diversas de acuerdo a gustos e intereses personales e ideológicos a través de los siglos. Nos dice Vauchez —en su François d’Assise: Entre histoire et mémoire (2009)— cómo en los primeros tiempos se celebraba en Francisco “el asceta y el estigmatizado, el fundador de una gran orden religiosa y el modelo de la ortodoxia católica”; pero también desde finales del siglo XIX se le consideraba con un cariz un tanto distinto, visto más como un ingenuo disidente o acaso outsider —si valen los términos— en la propuesta renovadora de su gesta, esto es, como “un héroe romántico, defensor de un cristianismo evangélico y místico aplastado por la institución eclesiástica”; y ahora, en tiempos más cercanos y con las preocupaciones contemporáneas, se trata de privilegiar “la imagen del defensor de los pobres, del promotor de la paz entre los hombres y las religiones, del hombre amante de la naturaleza, defensor y patrono de la ecología, o aun del santo ecuménico en el que los protestantes, los ortodoxos y también los no cristianos pueden reconocerse”. Cada quien aspira a configurar “su” Francisco que se muestra sonriente en función de una identificación representativa que sintonice con las búsquedas y creencias propias inspiradas en una percepción del bien. Pero hay que decir que en un mundo como el que vivimos esta última y sencilla palabra que para muchos puede parecer obvia en una limitada experiencia y para otros se diluye en conveniencias y relativizaciones que inmovilizan, para Francisco es clarísima cualidad y esencia de Dios que impulsa cada aspecto de su vida: “Tú eres el bien, sumo bien, bien total”, oraba el santo al Señor con íntima convicción de amor.
Pensar en esta expresión de amante y su visión convencida quizás pueda acercarnos a comprender algo de esa clave del santo de Asís que atrae e ilumina sentidos del caminar cristiano. Al leer los pocos textos de su autoría y las primeras biografías próximas a su existencia histórica, uno puede observar cómo Francisco siempre habla y actúa como enamorado, y tanto que sorprende con sus gestos inéditos e intensos de una como locura de amor que integra a la vez exaltación y serenidad, intimidad y expansiva comunicación fraternal, expresión sencilla y brillantez de diáfano entendimiento, aventura riesgosa y celebración agradecida del habitar aun en la más extrema restricción. ¡Francisco es un enamorado de Jesucristo! En la Leyenda de los tres compañeros (1246) se recuerda un curioso episodio que cuenta el inicio de su proceso de conversión, poco después de una reunión festiva; sus amigos de entonces fueron testigos del ensimismamiento de Francisco cuando en su silencio interior experimentó la dulcísima alegría del extraordinario hallazgo que le reveló su ruta evangélica. Al que fuera el líder de las celebraciones juveniles de la ciudad de Asís, sus compañeros le preguntaron, extrañados por el cambio de su conducta tan meditativa, si pensaba contraer matrimonio, y Francisco, con las metáforas de su lenguaje de trovador, respondió: “Decís verdad, porque estoy pensando en tomar una esposa tan noble, rica y hermosa como nunca habéis visto otra”. Trovador de un romance nuevo, como señala con agudeza G. K. Chesterton en su biografía sobre el santo publicada en 1923, Francisco de Asís estaba “enamorado en realidad y de verdad” de la persona concreta de Dios y además, como natural consecuencia de ello, su ser enamorado se extendía a todos y así reconocía amorosamente la imagen divina en cada ser humano con la atención y el cuidadoso trato fraterno-materno, especialmente a los pobres y más excluidos de la sociedad —su tierno beso de paz al leproso es paradigmático en este sentido—, lo que sin duda “entraña una vocación mística mucho más singular”. La experiencia del enamorado a la luz del Evangelio definió por completo su mirada y perfiló sus acciones y su misión que invitaba a la conversión de corazón de todas las personas. De ahí que se fascinara y sobrecogiera por la kénosis de Jesús (Filipenses 2, 7), la incomparable donación amorosa de Dios en su Hijo que eligió vivir entre nosotros para nuestra salvación. Como señala con acierto el historiador Giovanni Miccoli en Francesco d’Assisi. Realtà e memoria di un’esperienza cristiana (1991), la existencia toda de Francisco corresponde coherentemente a la “lógica de la Encarnación”, y es ella la que explica su completa entrega en todo momento en el seguimiento de Jesús —“pobre y crucificado”, como continuamente insistía il Poverello—, así como con la respectiva meditación esclarecida: el (re)descubrimiento de Dios Padre y de su Hijo Jesús, nuestro hermano mayor, presente en la Palabra y en la Eucaristía, a quien no separa de su Madre, la Virgen María, primera seguidora de Cristo y “vestidura de Dios”, como dice hermosamente en una de sus alabanzas.
Esta entusiasta respuesta de fe de san Francisco en verdad constituyó una renovación de la vivencia cristiana de su tiempo y aun de la perspectiva teológica, lo que también abrió inéditas, factibles e interesantes alternativas en el sendero de los fieles seglares, una propuesta que alcanza a llegar a nuestros días. El Evangelio siempre es noticia nueva, lo que exige nuestra relectura y entrega a su sentido. Sin embargo, durante la historia, la inercia de seguridades de modos de ver o practicar lo religioso ha nublado con frecuencia la atención hacia lo verdadero, y el siglo XIII que le tocó vivir a Francisco fue particularmente crítico en este aspecto. Una vez más Chesterton, en su libro sobre santo Tomás de Aquino (1933), realiza una original comparación del Doctor Angélico y el Pobrecito de Asís, casi asociándolos como gemelos espirituales, a pesar de que pertenecen a generaciones distintas y sus caminos presentan manifestaciones existenciales tan diversas entre sí. En la crisis espiritual del siglo XIII, cuando la presión de creencias arraigadas y de seductoras ideas paganas confundían la fe evangélica, la vida memorable de san Francisco y la obra de santo Tomás “reafirmaron la Encarnación, al volver a traer a Dios a la tierra”, nos dice Chesterton con sutil precisión: “condujeron al pueblo cristiano al cristianismo”.
Ochocientos años después y en la celebración del día del santo, el 4 de octubre, ¿no es la clave de esa sencilla y directa visión enamorada en Francisco de Asís una sugestiva invitación para afrontar los intensos retos de nuestro problemático siglo XXI?