El cardenal Gregorio Rosa Chávez, obispo auxiliar de la diócesis de San Salvador, El Salvador, en una conversación con el equipo del boletín informativo del Consejo Episcopal Latinoamericano, ADN CELAM, en el que realiza un balance del legado de san Óscar Romero en el marco de los 41 años de su martirio.
El lunes 24 de marzo de 1980, una bala alcanzó el corazón de monseñor Óscar Arnulfo Romero durante la consagración eucarística convirtiéndose en mártir.
Conocido por su labor humanitaria, su episcopado estuvo marcado por lucha contra la pobreza, la represión y la crueldad en el país, ofreciendo su gran solidaridad y compromiso por la comunidad que representaba.
El cardenal Rosa Chávez, amigo y fiel discípulo del santo, guarda muchos recuerdos: “La preparación de sus homilías dominicales era una de las tareas que más tiempo le consumía. A veces amanecía preparando su predicación. En una célebre homilía nos reveló su secreto y su método”.
A continuación, compartimos la entrevista ofrecida por ADN CELAM.
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Monseñor Romero denunciaba con frecuencia a los dioses del poder y del dinero, ¿quiénes son, en el mundo de hoy, esos dioses?
Monseñor Romero diría que, además de los ídolos de que habla Puebla -el dinero, el poder y el placer- están la soberbia, la dureza de corazón, la indiferencia ante el sufrimiento de los humildes. Eso fue lo que él encontró en su camino de pastor de un pueblo aplastado en su dignidad. Hoy, sin duda, incluiría todos los atentados contra la “casa común”, el drama de los migrantes y la tragedia de los descartados de la sociedad. Es decir, las prioridades del Papa Francisco.
Comentan quienes lo conocían que Monseñor Romero era un hombre tímido, ¿de dónde sacaba esa fuerza y energía en sus homilías que eran capaces de paralizar a El Salvador cada vez que se transmitían por radio?
Era de carácter taciturno y huraño. El mismo, en sus retiros espirituales, se califica como misántropo. Su psicólogo de confianza lo caracterizó con tres palabras: “impulsivo, compulsivo y perfeccionista”. Nuestro santo reconocía que era verdad.
Los informes del rector del Colegio Pío Latinoamericano, en Roma, donde Romero vivió durante sus cuatro años de estudiante de Teología en la Universidad Gregoriana, lo describe así: “dotado de buena voluntad. Bastante tímido” (1938). Al año siguiente el juicio es más completo: “Muy tímido. Es el más dócil y piadoso de todos. Débil de voluntad. Tiene algunas dudas acerca de su vocación. Toma muy en serio su formación” (1939).
Pero todo cambiaba cuando estaba frente a un micrófono: se convertía en el profeta de fuego que todos conocemos. Podemos decir que la preparaba en “lectio divina” muy encarnada.
¿Monseñor Romero preparaba sus homilías dominicales o tenía un equipo que lo asesoraba en esa tarea? ¿Quiénes eran y cómo era el proceso previo al momento de compartir su homilía dominical?
Había un equipo fijo que se reunía con él todos los sábados por la tarde. Le entregaban dos informes: el de derechos humanos y el de coyuntura. Y había, en ciertas ocasiones, algún invitado especial.
Estos datos aparecen con frecuencia en Su Diario, que recoge los dos últimos años de su intenso ministerio pastoral. Si en la parte de análisis de la realidad acepta la ayuda de personas de confianza, se reserva para sí la preparación de la parte doctrinal de la homilía.
En momentos particularmente difíciles, le roba horas al escaso sueño nocturno para precisar su mensaje dominical. Ciertamente, era un hombre de Dios que consultaba mucho porque quería estar seguro de seguir la voluntad de Dios.
Había venido al mundo para ser el hombre de la palabra. Su sacerdocio está marcado por una infatigable labor de predicador. Pero esa palabra maduraba en largos ratos de oración y muchas horas de estudio. Ya como arzobispo sabe que su palabra es muy importante y es sumamente cuidadoso con lo que va a decir.
En su Diario nos cuenta cómo toda su vida trató de dejarse conducir por el Espíritu Santo. Así consta en el diálogo con unos expertos en comunicación social que le expresan su admiración por la Iglesia que él preside y por su palabra.
Esta docilidad se confirma cuando se le acusa de ser el culpable de la división en el episcopado salvadoreño: «¡Pido al Espíritu Santo que me haga caminar por los caminos de la verdad y que nunca me deje llevar ni por los halagos ni por los temores de ofender a nadie más que a Nuestro Señor!» (Su Diario, 13 de marzo de 1980).
¿Qué significaba que los pobres le enseñaron a Monseñor Romero a leer el Evangelio y cómo se aprende eso hoy día?
En este punto podemos decir que se adelantó al Papa Francisco, quien nos ha enseñado a descubrir la acción del Espíritu Santo que está presente y actúa a través del “santo pueblo fiel de Dios”.
Hay una anécdota de sus tiempos de obispo de Santiago de María que, aunque está un poco novelada, nos descubre una realidad de fondo. Era un domingo y el obispo Romero celebraba la misa con una comunidad campesina muy bien formada y con mucho sentido crítico.
Al terminar la lectura del Evangelio, Monseñor iba a iniciar la predicación, pero el párroco le dijo que los campesinos acostumbraban compartir antes cómo habían entendido la palabra de Dios. El obispo aceptó a desgano, pero luego quedó fascinado con la sabiduría de esa comunidad. Esta experiencia le llevó a decir, cuando estaba al frente de la arquidiócesis de San Salvador: “El pueblo es mi profeta”.