El cardenal Felipe Arizmendi Esquivel, obispo emérito de San Cristóbal de Las Casas y responsable de la Doctrina de la Fe en la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM), ofrece a los lectores de Exaudi su artículo semanal titulado “Pachamama, o Cristo”.
Ver
Varias veces he explicado que la figura de una mujer embarazada, que se puso en los jardines vaticanos y en otros lugares durante el Sínodo para la Amazonía, no es una imagen de la “madre tierra”, no es una diosa andina o amazónica, sino sólo un símbolo de vida y fecundidad. Sin embargo, todavía hay personas que califican eso como una idolatría, en la que habría estado de acuerdo el Papa Francisco, y por ello lo consideran un hereje, que no es legítimo Papa y que debería renunciar al pontificado. No entienden explicaciones. He preguntado a quien tiene relación con quienes llevaron esa figura, y todos afirman que es sólo un símbolo de la mujer, de vida y fecundidad. No es más que eso.
Hace años, andando en servicios que me pidieron en Cochabamba, Bolivia, pregunté a un aymara si la Pachamama era diosa, y me respondió: Para quienes hemos sido evangelizados, no es una diosa, sino el mejor regalo de Dios, junto con el Inti, el “padre sol”, porque sin ellos no hay vida. Sin embargo, me dijo, quienes no han recibido el Evangelio, sí los consideran divinidades. Todo depende, pues, desde el punto de vista de las personas, pero nunca vi que a la Pachamama se le hiciera una imagen religiosa, pues a la madre tierra se le toca, se le vive, se le siente, se le contempla, dondequiera que estemos. Se dibujan árboles, plantas, ríos, montes, nubes y demás elementos de la naturaleza, para contemplarlos y respetarlos, no para hacerlos imágenes religiosas de la Pachamama. Esa es la explicación de quien vive esa cultura, no el juicio condenatorio de quienes no la conocen.
Sin embargo, he conocido agentes de pastoral que, cuando se les pide que organicen un momento de oración con ocasión de reuniones eclesiales, se esmeran por poner símbolos de la naturaleza, los cuatros puntos cardinales o rumbos del universo, que en Cristo encuentran su centro y su culmen, pero ellos en ningún momento hacen referencia a Él. No ponen una imagen de Cristo, de la Virgen, o de nuestros Santos, ni una Biblia, sino que todo son expresiones culturales en torno a los elementos de la naturaleza, como si sólo fueran preservadores de tradiciones previas a la evangelización, antropólogos culturalistas, ambientalistas, promotores sociales de una ONG. ¡Como si no conocieran a Cristo! O como si no lo hubieran asumido en su espiritualidad como el Señor de sus vidas, como si se avergonzaran de su fe católica. Lo contradictorio es que por su fe religiosa están allí, desgastando su vida con estos pueblos originarios, pero no se atreven a hacer una profesión explícita de su fe en Cristo Jesús. He conocido casos en que hacen esas ceremonias en una capilla católica, donde está el Sagrario con el Santísimo Sacramento, y ni una referencia le hacen; nada hacen girar en torno a la presencia viva del Señor en el Sagrario, sino que toda gira en torno a los elementos de la naturaleza. En cambio, cuando hemos puesto un Crucifijo, la Biblia, una imagen de la Virgen, e incluso cuando hemos organizado Horas Santas con el Santísimo Sacramento en esas formas aborígenes de oración, los indígenas lo aceptan y lo asumen con mucha profundidad, no ven contradicción entre su fe católica y las sanas tradiciones religiosas de sus ancestros, y por su iniciativa organizan la oración comunitaria con Cristo en el centro. En verdad, los pobres nos evangelizan, a pesar de que no indígenas ven en eso como una adulteración de las tradiciones originarias. Hemos de preguntarnos si algunos agentes de pastoral son realmente evangelizadores, u otra cosa.
Pensar
El Papa Benedicto XVI, en el discurso para inaugurar la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y Caribeño en Aparecida (mayo de 2007), dijo algo que a varios no les gustó, pero que es muy claro: “Para los pueblos de América Latina y del Caribe, Cristo es el Dios desconocido que sus antepasados, sin saberlo, buscaban en sus ricas tradiciones religiosas, el Salvador que anhelaban silenciosamente. El anuncio de Jesús y de su Evangelio no supuso una alienación de las culturas precolombinas, ni fue una imposición de una cultura extraña. Cristo no es ajeno a cultura alguna ni a ninguna persona; por el contrario, es la respuesta anhelada en el corazón. La utopía de volver a dar vida a las religiones precolombinas, separándolas de Cristo y de la Iglesia universal, no sería un progreso, sino un retroceso. En realidad, sería una involución hacia un momento histórico anclado en el pasado”.
En el Documento de Aparecida, expresamos: “Jesucristo es la plenitud de la revelación para todos los pueblos y el centro fundamental de referencia para discernir los valores y las deficiencias de todas las culturas, incluidas las indígenas. Por ello, el mayor tesoro que les podemos ofrecer es que lleguen al encuentro con Jesucristo resucitado, nuestro Salvador. Que ningún pueblo indígena de América Latina reniegue de su fe cristiana, sino que, por el contrario, sientan que en Cristo encuentran el sentido pleno de su existencia” (DA 95).
El Papa Francisco ha manifestado en muchísimas ocasiones su cristocentrismo; traigo a colación sólo unos párrafos de su exhortación Querida Amazonia:
“Frente a tantas necesidades y angustias que claman desde el corazón de la Amazonia, podemos responder a partir de organizaciones sociales, recursos técnicos, espacios de debate, programas políticos, y todo eso puede ser parte de la solución. Pero los cristianos no renunciamos a la propuesta de fe que recibimos del Evangelio. Si bien queremos luchar con todos, codo a codo, no nos avergonzamos de Jesucristo. Para quienes se han encontrado con Él, viven en su amistad y se identifican con su mensaje, es inevitable hablar de Él y acercar a los demás su propuesta de vida nueva: ‘¡Ay de mí si no evangelizo!’ (1 Co 9,16)” (No. 62).
“La auténtica opción por los más pobres y olvidados, al mismo tiempo que nos mueve a liberarlos de la miseria material y a defender sus derechos, implica proponerles la amistad con el Señor que los promueve y dignifica. Sería triste que reciban de nosotros un código de doctrinas o un imperativo moral, pero no el gran anuncio salvífico, ese grito misionero que apunta al corazón y da sentido a todo lo demás. Tampoco podemos conformarnos con un mensaje social. Si damos la vida por ellos, por la justicia y la dignidad que ellos merecen, no podemos ocultarles que lo hacemos porque reconocemos a Cristo en ellos y porque descubrimos la inmensa dignidad que les otorga el Padre Dios que los ama infinitamente” (No. 63).
“Ellos tienen derecho al anuncio del Evangelio, sobre todo a ese primer anuncio que se llama kerygma y que es el anuncio principal, ese que siempre hay que volver a escuchar de diversas maneras y ese que siempre hay que volver a anunciar de una forma o de otra. Es el anuncio de un Dios que ama infinitamente a cada ser humano, que ha manifestado plenamente ese amor en Cristo crucificado por nosotros y resucitado en nuestras vidas. Este anuncio debe resonar constantemente en la Amazonia, expresado de muchas modalidades diferentes. Sin este anuncio apasionado, cada estructura eclesial se convertirá en una ONG más, y así no responderemos al pedido de Jesucristo: «Vayan por todo el mundo y anuncien el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15)” (No. 64).
“Un necesario proceso de inculturación no desprecia nada de lo bueno que ya existe en las culturas amazónicas, sino que lo recoge y lo lleva a la plenitud a la luz del Evangelio” (66).
“Para la experiencia cristiana, todas las criaturas del universo material encuentran su verdadero sentido en el Verbo encarnado, porque el Hijo de Dios ha incorporado en su persona parte del universo material, donde ha introducido un germen de transformación definitiva. Él está gloriosa y misteriosamente presente en el río, en los árboles, en los peces, en el viento, como el Señor que reina en la creación sin perder sus heridas transfiguradas, y en la Eucaristía asume los elementos del mundo dando a cada uno el sentido del don pascual” (No. 74).
Actuar
Que Jesucristo, muerto y resucitado, sea el cimiento, el centro y el culmen de nuestra vida personal y de nuestro servicio pastoral a los pueblos originarios. Lo que nos importa es que, en Cristo, tengan Vida.