El cardenal Felipe Arizmendi, obispo emérito de San Cristóbal de Las Casas y responsable de la Doctrina de la Fe en la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM), ofrece a los lectores de Exaudi su artículo semanal titulado “Gobierno e Iglesia estamos para servir”
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MIRAR
En el Estado (Provincia, Departamento) de México ya pasaron las elecciones y resultó ganadora la Maestra Delfina Gómez, con el apoyo del partido en el poder. Nos guste o no nos guste el resultado, se ha de respetar la voluntad expresada mayoritariamente por los ciudadanos. Como Iglesia, a través de la historia, hemos trabajado con regímenes de muy variadas tendencias, unos afines a nuestra fe, y otros totalmente opuestos a la misma. El Reino de Dios se construye en la justicia y en la paz, también por caminos que nosotros no conocemos y fuera de nuestros esquemas. Lo que importa es que haya verdad y vida, santidad y gracia, justicia, amor y paz. Son valores que hemos de procurar y defender, con el régimen en turno del color que sea. Lo que importa es el bien integral del pueblo. Y en esto debemos unirnos, para juntos luchar por la paz social, cada quien desde nuestra identidad y misión. Es lamentable y preocupante que haya habido tan alto abstencionismo.
Pocos días antes de las elecciones, unos obispos y sacerdotes de este Estado teníamos programada una reunión con la Maestra Delfina y sus inmediatos colaboradores. Por problemas de su salud, no llegó, pero conversamos con sus más cercanos. Desde ese momento, acordamos tener reuniones periódicas, no para tramitar prebendas o privilegios personales o de grupo, sino para compartirles lo que nosotros vemos y vivimos con nuestro pueblo, pues no siempre les llega toda la información, y ver en qué aspectos podemos unir esfuerzos en bien de la comunidad. Ahora que ella resultó triunfante, esperamos que se concrete esa propuesta de reunirnos de cuando en cuando, para buscar juntos la paz y la justicia de nuestro Estado. No pretendemos un gobierno clerical, pero tampoco una Iglesia aislada del servicio a la comunidad.
DISCERNIR
El Papa Francisco, en un discurso al Presidente de Italia Sergio Matarella, dijo algo que vale para nuestra circunstancia:
“El Concilio Vaticano II subrayó el papel de los fieles laicos, destacando su carácter secular. En efecto, los laicos, en virtud del bautismo, tienen una misión real, que han de llevar a cabo «en el mundo, es decir, comprometidos en todas y cada una de las ocupaciones y negocios del mundo y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social» (Lumen gentium, 31). Y entre estas ocupaciones destaca la política, que es la «forma más elevada de caridad». Pero –podemos preguntarnos– ¿cómo hacer de la acción política una forma de caridad y, por otra parte, cómo vivir la caridad, es decir, el amor en el sentido más elevado, dentro de la dinámica política?
Creo que la respuesta está en una palabra: servicio. San Pablo VI decía que quienes ejercen el poder público deben considerarse «servidores de sus compatriotas, con el desinterés y la integridad propios de su alta función» . Y sentenció: «El deber de servicio es inherente a la autoridad; y cuanto mayor es ese deber, más elevada es esa autoridad». Sin embargo, sabemos bien cuán difícil es esto y cómo la tentación generalizada, en todas las épocas, incluso en los mejores sistemas políticos, es servirse de la autoridad en lugar de servir a través de la autoridad. ¡Qué fácil es subirse a un pedestal y qué difícil rebajarse al servicio de los demás!
Cristo mismo habló de la dificultad de servir y de hacer por los demás, admitiendo, con un realismo velado de tristeza, que «los que son considerados los jefes de las naciones las dominan y sus dirigentes las oprimen». Pero enseguida dijo a los suyos: «Pero entre ustedes no es así, sino que el que quiera hacerse grande entre ustedes será su servidor» (Mc 10, 42-43). A partir de entonces, para el cristiano, grandeza es sinónimo de servicio. Me gusta decir que «quien no vive para servir, no sirve para vivir».
Pero el servicio corre el riesgo de seguir siendo un ideal bastante abstracto sin una segunda palabra que nunca puede separarse de él: responsabilidad. Es, como la propia palabra indica, la capacidad de ofrecer respuestas, a partir del propio compromiso, sin esperar a que otros las den.
Las palabras sirven de poco «si no van acompañadas en cada persona de una conciencia más viva de su propia responsabilidad». Porque, explicaba San Pablo VI, «es demasiado fácil descargar en los demás la responsabilidad de la injusticia, si no se está convencido al mismo tiempo de que cada uno participa en ella y de que es necesaria ante todo la conversión personal». Son palabras que me parecen muy pertinentes hoy, cuando es casi automático culpar a los demás, mientras se debilita la pasión por el conjunto y el compromiso común corre el riesgo de eclipsar las necesidades del individuo; donde, en un clima de incertidumbre, la desconfianza se convierte fácilmente en indiferencia. La responsabilidad, en cambio, llama a cada uno a ir contracorriente con respecto al clima de derrotismo y de queja, a sentir como propias las necesidades de los demás y a redescubrirse como partes insustituibles del tejido social y humano único al que todos pertenecemos.
Siguiendo con el tema de la responsabilidad, pienso en ese componente esencial de la vida en común que es el compromiso con la legalidad. San Pablo VI observó que en las sociedades democráticas no faltan instituciones, pactos y estatutos, pero que «a menudo falta la libre y honesta observancia de la legalidad» y que en ellas «surge el egoísmo colectivo» (29-V-2023).
ACTUAR
En vez de estar pensando qué ventajas personales podremos obtener con la nueva gobernadora de nuestro Estado, pensemos en nuestra propia responsabilidad ante lo que todos podemos y debemos hacer por recuperar la seguridad, la paz y la justicia social.