Mis lecturas de Gustave Thibon (1903-2001) son gozosas, las disfruto. Me dejan un pozo de buen saber. Algunos de sus libros están compuestos por reflexiones cortas, una especie de aforismos extensos -con el perdón de la comparación-, un tipo de escritura en la que me siento cómodo, propicia para despertar de continuo al intelecto (por ejemplo: El equilibrio y la armonía, Una mirada ciega hacia la luz, El pan de cada día). Recientemente se ha publicado Los hombres de lo eterno: conferencias 1945-1980 (Rialp, 2024 -Kindle edition-). El conjunto del libro es una visión antropológica de aquello que hay de permanente en el ser personal y de mudable en el hacer humano. Su propuesta puede sintetizarse en estos términos: “ni conservadores que bloquean el futuro ni progresistas que niegan el pasado: debemos ser, ante todo, hombres de lo eterno, hombres que renuevan lo mejor del pasado mediante una fidelidad alerta y activa, siempre interpelada y renaciente”.
Lo propio de Thibon es la encarnación del pensamiento en la realidad, en lo que ésta tiene de terrena y espiritual. “Facere veritatem (hacer la verdad). Esta sencilla palabra del Evangelio -dice Thibon- nos da la clave de la relación entre lo ideal y lo real: «Hacer la verdad», adherirse a ella, no solo con el pensamiento, sino también con la acción, testimoniarla con todo nuestro ser”. Las abstracciones poco aportan cuando se contaminan de irrealismo, alejadas del contacto con su objeto. Tener cuerpo, suelo repetirlo con frecuencia, no es superfluo. Un saludo virtual y sus innumerables emojis no sustituyen al abrazo cariñoso o fervoroso, ni al café de tú a tú. La primacía del cerebro (intelectualismo) o del corazón (emotivismo), cuando uno y otro se excluyen llevan, de ordinario, al irrealismo.
La gran Lima que nos acoge, tan llena de atoro de autos y gente circulando de un lado a otro; con una población de millones de habitantes y recorridos largos, muy largos, se presta a la nostalgia por lo pequeño. Ante lo desmesuradamente grande, se añora -como lo hace Thibon- por lo cercano, los espacios verdes, el calor del hogar, lo sano y artesanal. Volver a estar en contacto con el prójimo y reconciliados con el entorno, es un deseo que nace del hondo del alma. Y no le falta razón a nuestro autor cuando aboga por “volver a entrar en contacto con las dos grandes realidades con las que ningún artificio interfiere: la naturaleza, obra de Dios, y Dios mismo. Al realismo pagano, que nos vincula a la creación, hay que añadir el realismo cristiano, que nos une al Creador”. Ojos abiertos, pues, para no dejar que el asfalto ahogue a la naturaleza en sus aromas, sabores y texturas; ni que la prisa y la técnica empobrezcan el espíritu.
El homo faber requiere del homo sapiens para que las creaciones de la técnica no roboticen la calidez de las relaciones interpersonales. La persona sabia “no es la que resuelve —o cree resolver— los problemas, sino la que cava en ellos y, al cavar, ve el misterio infinito que encierran”. Fineza de espíritu para cavar con paciencia a fin de despejar el ripio que oculta el misterio de lo real. Tener la capacidad de discurrir para encontrar las causas de los problemas y, asimismo, la capacidad de meditar para contemplar pacientemente la realidad. Darle vueltas a los destellos que manifiesta, deteniéndose en la verdad revelada. Esfuerzo para acceder a las capas más profundas de lo real. Inmersión para asombrarse ante la intimidad personal que nos muestra el prójimo.
“Ninguna conquista del pasado es definitiva -afirma Thibon-, ninguna promesa de futuro es segura; podemos perderlo todo constantemente aquí en la tierra, y es precisamente de esta incertidumbre de donde sacamos nuestro valor y nuestra esperanza”. Cada generación no sólo recibe un patrimonio material y moral de quienes la antecedieron, ha de volver, también, a ponerlo en valor. Hay logros y fracasos en el camino de la humanidad. Llegan los éxitos, pero no suelen ser definitivos. La fragilidad de nuestras hechuras es una realidad. Y quien dice fragilidad de las obras, piensa, asimismo, en la vulnerabilidad de la existencia humana.
¿Quedarse estancados en las añoranzas o lanzarse a toda prisa a los vientos del progreso? Thibon propone salvar este dilema por elevación y dice: “la diferencia entre conservadurismo y progresismo es más bien como la que existe entre la calma y la tempestad: la calma no permite que el barco avance, pero la tempestad lo hace naufragar o girar en círculos, lo que no es mejor. Esta es mi conclusión: la situación actual del mundo nos muestra claramente la necesidad urgente de volver a los fundamentos de la civilización. No es casualidad que la crisis de la cultura vaya acompañada de una crisis paralela de la fe religiosa”. Una crisis manifestada en el deterioro ético, observable en ambos hemisferios, para cuya sanación ni la política ni la economía tienen los remedios. Nuestro tiempo, más que técnicas y sistemas, pide más espíritu y eternidad, hondura y trascendencia.