Bula de Convocación del Jubileo 2025 a los Arciprestes de las Basílicas Pontificias

Homilía – celebración de las Segundas Vísperas de la Solemnidad de la Ascensión del Señor

Vatican Media

 

A las 17.30 horas de esta tarde, en la Basílica de San Pedro, el Santo Padre Francisco ha presidido la entrega y lectura de la Bula de imposición del Jubileo 2025 «Spes non confundit» y las Segundas Vísperas de la Solemnidad de la Ascensión del Señor.

En el atrio de la Basílica de San Pedro, ante la Puerta Santa, tras el saludo litúrgico, el Papa introdujo la celebración y entregó la Bula del Jubileo 2025 a los Arciprestes de las Basílicas Pontificias, a algunos Representantes de la Iglesia en el mundo y a los Protonotarios Apostólicos.

A continuación, el Decano del Colegio de los Protonotarios Apostólicos, S.E. Monseñor Leonardo Sapienza, R.C.I., Regente de la Prefectura de la Casa Pontificia, en presencia del Papa, leyó algunos pasajes significativos de la Bula de Indicación del Jubileo 2025 «Spes non confundit«.

Posteriormente, en la Basílica Vaticana, el Santo Padre presidió la celebración de las Segundas Vísperas de la Solemnidad de la Ascensión del Señor.

Publicamos a continuación el texto de la homilía que el Papa Francisco pronunció durante el rezo de las Vísperas:

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Homilía del Santo Padre

Entre cantos de alegría, Jesús subió al cielo, donde está sentado a la derecha del Padre. Él -como acabamos de escuchar- se tragó la muerte para que nosotros fuéramos herederos de la vida eterna (cf. 1 Pe 3, 22Vulg.). La Ascensión del Señor, por tanto, no es un desprendimiento, una separación, un alejamiento de nosotros, sino el cumplimiento de su misión: Jesús bajó a nosotros para que subiéramos al Padre; bajó para hacernos subir; bajó a las profundidades de la tierra para que el Cielo se abriera sobre nosotros. Destruyó nuestra muerte para que recibiéramos la vida, y para siempre.

Este es el fundamento de nuestra esperanza: Cristo ascendió al Cielo, llevando al corazón de Dios nuestra humanidad llena de expectativas e interrogantes, «para darnos la serena confianza de que donde Él está, cabeza y primogénito, también nosotros, sus miembros, estaremos unidos en la misma gloria» (cf. Prefacio de la Ascensión).

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Hermanos y hermanas, es esta esperanza, enraizada en Cristo muerto y resucitado, la que queremos celebrar, acoger y anunciar al mundo entero en el próximo Jubileo, que ya está a la vuelta de la esquina. No se trata de un mero optimismo -digamos optimismo humano- o de una expectativa efímera ligada a alguna seguridad terrena, no, es una realidad ya cumplida en Jesús y que cada día se nos regala también a nosotros, hasta que seamos uno en el abrazo de su amor. La esperanza cristiana -escribe san Pedro- es una herencia que no se deteriora, ni se mancha, ni se pudre» (1 Pe 1, 4). La esperanza cristiana sostiene el camino de nuestra vida incluso cuando es tortuoso y fatigoso; abre ante nosotros senderos de futuro cuando la resignación y el pesimismo quisieran tenernos prisioneros; nos hace ver el bien posible cuando el mal parece prevalecer; la esperanza cristiana nos infunde serenidad cuando el corazón está agobiado por el fracaso y el pecado; nos hace soñar con una humanidad nueva y nos infunde valor para construir un mundo fraterno y pacífico cuando parece que no vale la pena el esfuerzo. Ésta es la esperanza, el don que el Señor nos ha dado con el Bautismo.


Queridos amigos, mientras nos preparamos al Jubileo con el Año de oración, elevemos nuestro corazón a Cristo, para convertirnos en cantores de esperanza en una civilización marcada por demasiada desesperación. Con nuestros gestos, con nuestras palabras, con nuestras opciones cotidianas, con la paciencia de sembrar un poco de belleza y de bondad allí donde nos encontremos, queremos cantar la esperanza, para que su melodía haga vibrar las cuerdas de la humanidad y despierte la alegría en los corazones, despierte el coraje de abrazar la vida.

La esperanza, en efecto, la necesitamos, todos la necesitamos. La esperanza no defrauda, no lo olvidemos. La necesita la sociedad en la que vivimos, a menudo inmersa sólo en el presente e incapaz de mirar hacia el futuro; la necesita nuestra época, que a veces se arrastra cansinamente en la grisura del individualismo y del «buscarse la vida»; la necesita la creación, gravemente herida y desfigurada por el egoísmo humano; lo necesitan los pueblos y las naciones, que afrontan el mañana cargados de angustias y temores, mientras las injusticias continúan con arrogancia, los pobres son descartados, las guerras siembran la muerte, los últimos siguen estando al final de la lista y el sueño de un mundo fraterno corre el riesgo de aparecer como un espejismo. Lo necesitan los jóvenes, a menudo desorientados pero deseosos de vivir plenamente; lo necesitan los ancianos, a quienes la cultura de la eficacia y del descarte ya no sabe respetar ni escuchar; lo necesitan los enfermos y todos los que están heridos en el cuerpo y en el espíritu, que pueden recibir alivio con nuestra cercanía y nuestros cuidados.

Y también, queridos hermanos y hermanas, la Iglesia necesita esperanza, para que, aun cuando experimente el peso del cansancio y de la fragilidad, no olvide nunca que es la Esposa de Cristo, amada con amor eterno y fiel, llamada a custodiar la luz del Evangelio, enviada a transmitir a todos el fuego que Jesús trajo y encendió en el mundo de una vez para siempre.

Cada uno de nosotros necesita esperanza: nuestras vidas a veces cansadas y heridas, nuestros corazones sedientos de verdad, de bondad y de belleza, nuestros sueños que ninguna oscuridad puede apagar. Todo, dentro y fuera de nosotros, clama por la esperanza y busca, aun sin saberlo, la cercanía de Dios. Nos parece -decía Romano Guardini- que el nuestro es el tiempo del alejamiento de Dios, en el que el mundo se llena de cosas y la Palabra del Señor se desvanece; sin embargo, dice: «Si, a pesar de todo, llegará el tiempo -y llegará, después de que las tinieblas hayan sido vencidas- en el que el hombre preguntará a Dios: «Señor, ¿dónde estabas entonces?», entonces escuchará de nuevo la respuesta: «¡Más cerca que nunca de ti! Tal vez Dios esté más cerca de nuestro tiempo glacial que del Barroco con la pompa de sus iglesias, de la Edad Media con la abundancia de sus símbolos, del cristianismo primitivo con su valor juvenil ante la muerte. […] Pero espera […] que le sigamos siendo fieles. De ahí puede surgir una fe no menos válida, es más, tal vez más pura, en todo caso más intensa de lo que nunca fue en los días de la riqueza interior» (R. Guardini, Accettare se stessi, Brescia 1992, 72).

Hermanos y hermanas, que el Señor resucitado y ascendido nos conceda la gracia de redescubrir la esperanza -¡descubrir la esperanza! -, para proclamar la esperanza, para construir la esperanza.