Al poco tiempo de la muerte del Papa Benedicto XVI (1927-2022), se publicó su libro Qué es el cristianismo. Un testamento espiritual (La Esfera de los libros, 2023, Kindle edition) en el que se recogen sus contribuciones teológicas escritas tras la elección del Papa Francisco. Como es su costumbre, en el prefacio hace una breve y precisa sumilla del contenido de cada uno de los capítulos que componen el libro. En cada texto reflexiona sosegadamente alrededor de las religiones, los elementos fundamentales de la religión cristiana, el diálogo con los judíos, la Iglesia, el sacerdocio, la Eucaristía, la ley natural, la Veritatis Splendor y las acciones malas en sí mismas, entre otros temas. Un libro para pensar y una buena guía para orientarse en esta andadura del siglo.
Nos es familiar el llamado de Benedicto XVI a ampliar la racionalidad para dar cuenta cabal de la realidad. La razón positivista, con su énfasis en la técnica y el pragmatismo, no es la única forma válida de pensar. Reducir la racionalidad a estos aspectos lleva a “empequeñecer al hombre, arrebatándole dimensiones esenciales de su existencia”. Cabe ampliar el horizonte cognoscitivo para comprender la dimensión trascendente del ser humano en su encuentro con el Dios viviente. De ahí que, desde sus inicios, la vocación de universalidad del cristianismo se fundamente en la apertura de la religión a la filosofía, concibiéndose “no como una religión, sino principalmente como una continuación del pensamiento filosófico, es decir, de la búsqueda de la verdad por parte del hombre”.
Esta raíz racional de la religión se ha olvidado en nuestro tiempo, al punto que “la religión cristiana se considera como una continuación de las religiones del mundo y concebida ella misma como una religión entre los demás o por encima de ellas. Así, las «semillas del Logos», de las que Clemente de Alejandría habla como la tensión hacia Cristo de la historia precristiana, se identifican genéricamente con las religiones, mientras que el propio Clemente de Alejandría las considera parte del proceso del pensamiento filosófico en el que el pensamiento humano avanza a tientas hacia Cristo” (p. 39). Esta racionalidad ínsita en el mensaje cristiano tiene gran importancia en el diálogo y debate cultural contemporáneo, pues muchos temas cruciales de la existencia humana tienen su fundamento en la misma condición racional de la realidad. Por eso, la presencia de la visión cristiana en la esfera pública, por ejemplo, en el campo de la vida o la moralidad del acto humano tiene un componente afincado en esas “semillas del Logos”, propias de la gramática de la creación. Razón y fe son las dos alas para elevarse a la verdad.
En sintonía con el Jubileo de la esperanza de este año 2025, señala Benedicto XVI, “que todo el Antiguo Testamento constituye un libro de esperanza. Al mismo tiempo, sin embargo, se impone el hecho de que esa esperanza se expresa de múltiples formas. También es cierto, además, que la esperanza remite cada vez menos al poder terrenal y político y que el sentido de la pasión se sitúa cada vez más en un primer plano como elemento esencial de la esperanza” (p. 65). Una esperanza cuya forma decisiva es Moisés. Desde esta perspectiva, “el tiempo de la Iglesia ya no aparece como el tiempo de un mundo definitivamente redimido, sino que el tiempo de la Iglesia es para los cristianos lo que los cuarenta años en el desierto fueron para Israel” (p. 82). Es decir, es un tiempo, no de regreso al paraíso, en donde reina la armonía y los entuertos están arreglados. Es un tiempo, más bien, de peregrinaje en el que no faltan los tragos amargos de la derrota del amor y de la verdad, sabiendo que el mal no tiene la última palabra, pues estamos anclados en la esperanza teologal que no defrauda.
Sabemos, asimismo, que los pensamientos de Dios no son nuestros pensamientos, ni sus caminos son nuestros caminos. Cizaña y trigo están en el mismo campo. Dios tiene una paciencia inmensa, se hace cargo de los avatares de la libertad que nos ha donado. Aprender de su paciencia no es tarea fácil. La tentación de acabar con el mal a golpes es una tentación que ronda en la acción política. Es comprensible que ante ciertos desordenes digamos “ya basta”, “cortemos estos males con mano dura y drástica”. Junto a estas situaciones duras resuena en nuestros oídos el amor al amigo y al enemigo: ¿qué hacemos, cuál es el camino correcto? Son decisiones prácticas delicadas y, ciertamente, algo hemos de hacer, mas no todo medio es moralmente válido. El camino de la justicia es largo, requiere creatividad y ha de tener en cuenta el uso de medios lícitos y proporcionados acordes a la dignidad humana. La paciencia de Dios nos queda grande, sin embargo, nos viene bien tenerla en cuenta para mitigar nuestra impaciencia y dar con el remedio justo que devuelva la salud social a nuestro tiempo.
En estos tiempos en los que buscamos dar con la propia identidad y vivir auténticamente, me ha resultado gratificante la reflexión de Benedicto XVI sobre el sacerdocio. Toma el texto del Canon II de la Misa en donde se dice “astare coram te tibi ministrare” (estar en tu presencia y servirte). Los sacerdotes -indica el Papa Emérito- “no recibían ningún lote de terreno en la Tierra Santa, pues vivían de Dios y para Dios. No se dedicaban a los trabajos ordinarios necesarios para el sustento de la vida diaria. Su profesión era «estar en presencia del Señor», mirarlo a él, vivir para él (…). Si esa expresión se encuentra ahora en el canon de la misa inmediatamente después de la consagración de los dones, tras la entrada del Señor en la asamblea reunida para orar, entonces para nosotros eso indica que el Señor está presente, es decir, indica la Eucaristía como centro de la vida sacerdotal” (p. 127).
La segunda tarea del sacerdote es servir. “Lo que el sacerdote hace en la celebración de la Eucaristía, es servir, realizar un servicio a Dios y un servicio a los hombres. El culto que Cristo rindió al Padre consistió en entregarse hasta la muerte por los hombres. El sacerdote debe insertarse en este culto, en este servicio. Así, la palabra «servir» implica muchas dimensiones. Ciertamente, del servir forma parte ante todo la correcta celebración de la liturgia y de los sacramentos en general, realizada con participación interior (…). Y, dado que la liturgia cristiana, por su naturaleza, también es siempre anuncio, debemos tener familiaridad con la palabra de Dios, amarla y vivirla. Solo entonces podremos explicarla de modo adecuado. «Servir al Señor»: precisamente el servicio sacerdotal significa también aprender a conocer al Señor en su palabra y darlo a conocer a todas aquellas personas que él nos encomienda” (p. 129).
El servidor debe cumplir las palabras: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc. 22, 42). El sacerdote no inventa la Iglesia ni se anuncia a sí mismo, sino a Dios y su palabra. Pues, “el único lavado que puede purificar verdaderamente a los hombres es la verdad, es el propio Cristo. Y él es también la nueva túnica insinuada en la vestimenta exterior del culto. «Santifícalos en la verdad». Lo que significa: sumergidlos por entero en Jesucristo para que se les aplique lo que Pablo señaló como experiencia fundamental de su apostolado: «no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20). De esta manera…, la ordenación sacerdotal significa ser purificado e impregnado una y otra vez por Cristo, de modo que sea Él quien hable y actúe en nosotros, y cada vez menos nosotros mismos” (p. 133).
Benedicto XVI se describió como un cooperador de la verdad. Una verdad que más que tomarla, nos toma y se hace camino de vida. Dios es Verdad y es Amor. Sin Dios, el mundo pierde sentido y los seres humanos quedamos a la deriva, faltos del criterio del bien y del mal. Cuando negamos una inteligencia y un amor creador y fundante en el inicio de la aventura humana, no sólo perdemos el sentido trascendente de la vida; se nos escapa, también, la medida de lo humano.