Benedicto XVI, incansable buscador de la verdad

Benedicto XVI verdad
El Papa Francisco y Benedicto XVI © Vatican Media

La doctora María Elisabeth de los Ríos Uriarte, profesora e investigadora de la Facultad de Bioética de la Universidad Anáhuac de México, ofrece este artículo sobre Benedicto XVI, incansable buscador de la verdad.

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Muchos han sido los rumores que han corrido por los medios a raíz de la muerte del papa emérito Benedicto XVI. Unos critican su falta de firmeza ante el descubrimiento de los abusos de menores al interior de la Iglesia, otros a su constante oposición al Papa Francisco y unos más a su conservadurismo hermético que dejó fuera incontables intuiciones de una Iglesia más abierta al mundo.

Frente a estas voces vale la pena reflexionar en dos rasgos indiscutibles de la persona de Joseph Ratzinger y que van más allá de sus puestos clave como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe primero y como papa después.

Si había algo que siempre privilegió como pensador, fue la capacidad del intelecto humano para dejarse iluminar por lo que él llamaba la “razón de la fe”. Benedicto XVI fue un incasable buscador de la verdad pero, para ello, tuvo que ser un incansable buscador del diálogo como fuente de donde emana la verdad; así, buscó siempre, aún en sus opositores y aún en las posiciones más contrarias a su forma de pensar y concebir la fe y el cristianismo, esas semillas de bien y de verdad que san Juan Pablo II ya había mencionado que existen siempre en quien, de verdad y en firme propósito, emprende la búsqueda de la verdad, de tal suerte que ésta no aparece sólo para quienes la conciben en una forma determinada sino que se deja entrever aún en aquellos recónditos lugares del pensamiento y del corazón, donde la fe encuentra su fundamento.

Como intelectual de altos vuelos, Ratzinger gustaba del diálogo, de la confrontación de ideas y escudriñaba con la mente más analítica de un filósofo alemán, los argumentos esgrimidos a favor y en contra de la fe y de la razón y fue capaz de entender que la primera no es cosa de unos favorecidos o iluminados sino de todos y de dominio público en tanto don que se recibe y que se pone en práctica en la experiencia de comunidad.

Es por esto que su pensamiento no nos resulta inaccesible o clausurado sino perfectamente abierto y comprensible porque se empeñaba en mostrar no sólo quién es Dios para el mundo sino qué es el mundo para Dios.

Una muestra de su empeño por tender puentes de diálogo y salvar lo que de verdad se asoma en el otro, aún en lo más “otro”, es la Instrucción sobre algunos aspectos de la teología de al liberación que escribió siendo prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe en 1984 en donde rescata las bondades de este movimiento que había surgido años antes en América Latina y que se manifestaba con muchas caras, no todas ellas adheridas a al doctrina de la Iglesia, pero que apostaba por un retorno a las raíces de la experiencia cristiana en la opción preferencial por los pobres. Es así como Ratzinger desmenuza con gran finura, cada aspecto que da forma a las “teologías de la liberación” rescatando sus basamentos más sólidos en la lectura del Evangelio y la vida de Jesucristo, de quien formuló grandes textos después.


Es cierto que su papel en esta época y años antes en el Concilio Vaticano II le valieron el desprecio de quienes respiraban aires nuevos, abiertos y flexibles en la Iglesia, dudas y esceptisismo entre personajes que apostaban por un diálogo ecuménico y en armonía con cuestiones ecológicas como lo fue Leonardo Boff  o el mismo Hans Küng con quien, tiempo después, buscó el entendimiento y la reconciliación, y quizá la historia termine por admitir que cometió errores en su tiempo como prefecto, pero no es menos importante considerar que el error es, también, parte del camino de la verdad.

Los gestos que tuvo como papa para impulsar el diálogo interreligioso y su afán por brindar espacios de acogimiento a quienes se habían sentido excluidos con las reformas propiciadas por el Concilio Vaticano II dan cuenta suficiente de que si cometió errores, también supo reconocerlos y corregir el rumbo. Ratzinger supo ser humilde.

Un segundo aspecto relevante que hay que mencionar es que fue un papa que supo responder a las dificultades de su tiempo y lo hizo de frente y asumiendo la carga sobre sus hombros, en su pleno papel de pastor del pueblo de Dios. Los escándalos provocados por los abusos de menores en la Iglesia Católica, concretamente el caso de Marcial Maciel así como los escándalos por los desvíos de fondos y malos manejos de las cuentas del Banco Vaticano azotaron su pontificado como flagelos del tiempo actual.

Benedicto XVI supo leer los signos de los tiempos y hacerlo de la mano del magisterio que, durante más de dos mil años ha iluminado la vida de la Iglesia. Su firmeza con los legionarios pero al mismo tiempo su delicadeza para tenderles una mano en medio del sufrimiento que atravesaban mostró mucha humanidad fincada en la virtud de la caridad y también mucha  humildad para reconocer que si bien era el sucesor de Pedro, no lo era del mismo Padre y que sólo a Él corresponde juzgar la historia.

Hizo mucho por descubrir y someter a la justicia civil a quienes habían crecido fortunas personales a cuentas de la piedad de los fieles y sin miramientos enfrentó el escándalo y tomó las medidas necesarias, algo que, seguramente, le valió numerosas amenazas y amedrentaciones.

Como prefecto fue duro e implacable pero al mismo tiempo humilde y abierto para siempre entablar un diálogo que pudiera acercarnos a todos, sin distinción ni exclusión a la única Verdad que también es Camino y Vida. Como Papa supo tener la audacia suficiente para plantarle cara a los designios de los hombres que fallamos y hacemos mucho daño y en su persona supo dar el ejemplo de que la comunión con Cristo no es tal sin pasar por la comunión con los papas.

Cuando abordamos el tema de los diferentes papas y sus claroscuros en la vida e historia de la Iglesia, la tentación inmediata es a inclinarnos por uno y menoscabar al otro. Esto es algo muy humano pero poco cristiano. Si de verdad somos y queremos ser cristianos comprometidos estamos llamados a aceptar la unidad en la cuestión papal como comunión con Pedro y con el mismo Cristo. No se trata pues de si Juan Pablo II, Benedicto XVI o Francisco sino del papa como “piedra sobre la cual se edifica la Iglesia”. Es en esto en lo que debemos creer para evitar favoritismos que sólo dinamitan la unidad que debemos reflejar y vivir como pueblo de Dios.

Por último y aunque Benedicto XVI se opuso en algún momento a este destino manifiesto debido a las muchas fallas de la contracultura posmoderna, hay que asumir también que esta Iglesia está edificada sobre una “piedra” humana, tan humana como el mismo Pedro que negó tres veces conocer a Jesucristo, pero no olvidemos que también está sostenida por algo que no es humano y que es el Espíritu Santo que Él sopla donde y como quiere y que por ende, trasciende nuestras formas y nuestro entendimiento de tal suerte que la única actitud posible es la admiración y el agradecimiento, no la crítica ni el juicio sumario.