Ana Josefa Pérez Florido nació en el magnífico Valle de Abdalajís, Málaga, España, el 7 de diciembre de 1845. Fue la última de cinco hermanos. Perdió a su madre siendo niña y se cobijó en María adoptándola como tal: ”Me postré delante de la Virgen suplicándole que no dejara de ser mi Madre, que yo procuraría santificarme ayudada por su gracia”.
Aunque heredó la fe de sus padres, crecía sin que nada hiciera pensar que su vida iba a dar un giro hacia la consagración. De hecho, se prometió con José Mir, un muchacho del pueblo. Rompió con él para seguir a Cristo: ”la gracia me solicitaba”, explicó con posterioridad. Su padre no compartía su idea de ingresar en un convento, por lo que ese anhelo solo pudo hacerlo realidad cuando falleció.
Otros habrían desistido de su empeño dejando que se enfriara el celo apostólico inicial, o juzgando que tal vez su camino era distinto. Pero ella persistió en el intento con fe, prodigando el bien a su alrededor. En ese compás de espera, hasta que la voluntad de Dios se manifestó permitiéndole seguir adelante con su vocación, oraba y atendía a las personas más débiles del pueblo, en particular a los enfermos y ancianos que vivían una situación de abandono.
Pensando en ellos, en 1873 abrió la conocida ”Casa de los pobres” en la calle Alameda, cuya sede fue trasladada después frente a la parroquia de san Lorenzo. Compartían su ideal Frasquita, Isabel, Josefita, y Rafaela; todas fueron conocidas entre el vecindario como ”Hermanitas de los Pobres”.
En 1878, después de morir su padre, fiel al sentimiento que latía en su corazón: ”Señor, Vos sobre todas las cosas”, y bien orientada por su confesor, ingresó en la Congregación de las Mercedarias de la Caridad. Siguieron sus pasos Frasquita, Isabel y Rafaela, artífices junto a ella de las obras de caridad en Abdalajís y en Álora.
Josefita, con la ayuda de otras personas, continuó durante años al frente de la casa abierta en el Valle de Abdalajís. Poco duró la estancia de las cuatro mujeres en el convento, porque a los pocos meses comprendieron que no era su camino. Fueron instantes difíciles ya que, si bien querían seguir a Cristo, ignoraban la vía que debían tomar.
Ana Josefa abrió su corazón al obispo de Málaga, D. Manuel Gómez Salazar, quien le marcó su sendero: ser fundadora. Y junto a las tres compañeras erigió la Congregación de Hermanas Madres de Desamparados y San José de la Montaña con el carisma ”Amor misericordioso”.
Su experiencia personal de orfandad que le había hecho volver sus ojos a María tomándola como Madre, revivió con particular fuerza en esos momentos. No tenía duda de que en medio de la consagración, y teniendo su vida centrada en Cristo, las religiosas podrían llevar la ternura maternal a todas las personas que carecían de hogar y de cariño, ya fuesen niños, jóvenes o ancianos.
En 1881 profesó los votos temporales en la iglesia de San Juan Bautista, de Vélez-Málaga, y tomó el nombre religioso de Petra de San José. En 1892 en la iglesia de la casa de Ronda emitió los definitivos. Selló este instante con la siguiente determinación: ”Señor, disponed de mí, a toda vuestra voluntad, a toda vuestra libertad…, y como Dueño absoluto y legítimo de todo mi ser.
Haced que todo lo que haga sea acepto a vuestros purísimos ojos; de otro modo no quiero vivir”. Por fortuna, sus numerosas cualidades le sirvieron para sobrellevar todos los contratiempos que surgieron. Era una mujer de recia personalidad, carácter equilibrado, y admirable capacidad para afrontar el día a día en medio del rigor, siempre con esperanza, alegría y sencillez, sabiéndose en manos de Dios.
Las dificultades de distinto signo, calumnias y persecuciones incluidas, no hicieron más que acrecentar sus virtudes. Quienes la vituperaron no hallaron en ella más respuesta que la caridad y el perdón. De algún modo previno a sus hijas de lo que podía recaer sobre la comunidad.
Así, un día, celebrando entrañablemente la festividad de la epifanía en la que cada una ofrecía al Niño lo que brotaba de su interior, la fundadora les advirtió: ”Hijas, si esto que hemos ofrecido ha sido de verdad, Nuestro Señor lo ha recibido y hay que prepararse para grandes trabajos. Pronto veremos los efectos de esta oblación. Pongamos el hombro para una cruz muy grande, y de seguro que estará cerca, porque Nuestro Señor no acostumbra a dilatar esta clase de gracias, cuando se las pedimos de todo corazón.
Digo gracias porque no dejan de ser los trabajos favores extraordinarios que reserva el Señor para los suyos. Más tarde, en días de tribulación, recordábamos el ofrecimiento del día de Reyes, que una ofrecía su honra por amor a Jesucristo; la otra, quedarse desnuda y vivir pobre como Él; otra, desear ser perseguida”.
Ana fue un gran apóstol, orante y contemplativa. Supo tocar las fibras más sensibles de los que sufrían cualquiera que fuese la razón de su dolor. Su devoción a san José, en cuyo honor había tomado su nombre, le ha conferido el título de ”apóstol josefino del siglo XIX”. Dio a sus hijas como modelo para su santificación el de la Sagrada Familia.
Aludiendo a Cristo, confesaba humildemente: ”¡Ojalá que yo pudiese aprender las lecciones que siempre me ha dado! Pero soy tan miserable que parece que vamos a porfía: Él, con tanta misericordia a regalarme, y yo, con tanta frialdad e indiferencia en su santo servicio. Él me perdone y reciba mis deseos y buena voluntad, que ésta siempre la he tenido”.
Al final de su generosa vida en pro de los necesitados, y después de haber fundado 10 casas, le sorprendió una grave enfermedad que le produjo gran sufrimiento, uniéndose a los muchos que ya había padecido. Entregó su alma a Dios en Barcelona, a los 60 años, el 16 de agosto de 1906. A fuerza de amar llegaba a la cima soñada de la que habló a sus religiosas: ”Hijas es el amor quien debe prestarnos alas para subir más arriba”. Juan Pablo II la beatificó el 16 de octubre de 1994.
© Isabel Orellana Vilches, 2013
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