Hoy festividad de la Virgen de la Merced, la Iglesia también celebra la vida de Juana Matylda Gabriel, polaca. Nació el 3 de mayo de 1858 en Stanisławów (actualmente pertenece a Ucrania, pero entonces se hallaba bajo el dominio austriaco). Era la primogénita de los dos vástagos nacidos en el seno de una noble familia.
Su ilustre procedencia y buenos recursos económicos le permitieron gozar de una esmerada educación, que recibió primeramente en su palacio, completándola en el centro de su localidad natal y en la escuela regida por las benedictinas de Lviv. Fue una etapa que le proporcionó gran riqueza espiritual y cultural.
A las disciplinas ordinarias añadieron pintura, música y danza, lo cual acrecentó su sensibilidad natural hacia el arte y todo lo bello. El futuro era más que prometedor, pero su convivencia con las religiosas le instó a unirse a ellas como novicia en 1874, antes de culminar sus estudios. Allí tomó el nombre de Columba.
Dos años más tarde obtuvo el título de maestra con toda brillantez, y en 1879 el de profesora de educación secundaria. Acreditada como docente comenzó a dar clases mientras iba fortaleciéndose su vocación. Emitió la profesión perpetua en 1882. En 1889 esta ejemplar religiosa que hacía de la virtud el emblema de su quehacer, competente y gran profesional, fue nombrada priora de la comunidad por la abadesa Alessandra Hatal.
Y en 1894 viendo su trayectoria espiritual que enmarcaba una vida de intensa oración, cuyos frutos eran más que visibles en su caridad, prudencia, discreción, sabiduría…, a los que se añadían sus cualidades organizativas y espíritu de iniciativa, la designaron maestra de novicias. Tres años más tarde, tras el fallecimiento de la abadesa Madre Hatal, le sucedió en esta alta misión.
Juana se distinguió por su fidelidad al cumplimiento de la regla. Y ese carácter observante fue instrumento de discordia para las religiosas que no lo eran, como suele suceder en toda rencilla y envidia en las que el rigor evangélico brilla por su ausencia. El dardo envenenado de las injurias sembró su gobierno de dudas, y fue obligada a dimitir de su cargo. Las presiones, lejos de amainar, arreciaron.
Llevada de su ardiente caridad con los necesitados, acogió bajo su amparo a una joven huérfana de 12 años que no tenía a nadie, a la que se ocupó de proporcionarle una buena educación. Creyó firmemente en ella, considerando que podía tener buen fondo, pero se equivocó. Hundida en la increencia, la adolescente atacó con fiereza a su bienhechora.
Juana siguió intentando que volviese los ojos a Dios, pero la muchacha se enfrentó a todo volcando su ingratitud en el monasterio. La suma de contratiempos y la fuerte oposición de la comunidad obligó a la beata a salir de la misma el 24 de enero de 1900.
Pero Dios Padre nunca abandona a sus hijos, y al final, la verdad, esa verdad que está clavada en la cruz, muestra su faz. La de Juana, como la de todos los elegidos, cabalgaba a lomos de esas celestes previsiones que Dios concibió para ella desde toda la eternidad. Las pruebas que le asaltaron no eran más que destellos del designio divino que acrisolaron su fe, disponiéndola para el destino al que iba siendo conducida.
Primero buscó refugio en Roma donde llegó con el peso de su amargura, pero también esperanzada. La acogió la beata María Franziska Siedliska en su obra, la Sagrada Familia de Nazaret. Después, y aunque hubiera deseado volver con su anterior comunidad, por sugerencia del arzobispo de Lviv se trasladó al monasterio benedictino del Subiaco donde permaneció hasta 1902. De nuevo en Roma ejerció su labor apostólica a través de la educación que proporcionaba a la mujer.
Ese espíritu de desprendimiento, su amor a la pobreza, que le llevaba a identificarse con las personas desamparadas y sin recursos, tuvo nuevo cauce en esta etapa de su vida. En la parroquia de Testaccio y Prati los niños y los necesitados fueron los destinatarios de su encomiable labor social. Creó la Casa de la Familia que brindaba protección, alojamiento, formación cristiana y asistencia a las jóvenes trabajadoras carentes de medios económicos y alejadas de la familia.
Para ello, Juana contó con la ayuda de un grupo de nobles mujeres que tenían al frente a la princesa Barberini. La respaldaron en su labor el beato dominico Jacinto Cormier, quien le presentó al cardenal vicario de Roma, Pietro Respighi, y el misionero del Sagrado Corazón, Vincenzo Ceresi. Ambos vieron en sus acciones nueva vía apostólica.
Ayudada por Ceresi abrió una casa en Roma para jóvenes obreras pobres. Simultáneamente, aglutinó en torno a sí muchachas dispuestas a involucrarse en esta misión, lo que dio lugar a la fundación de las Hermanas Benedictinas de la Caridad en 1908. El carisma de asistencia a las mujeres abandonadas lo extendieron después a las parroquias ampliando su radio de acción con niños y ancianos.
Indicó a sus hijas que siempre hicieran la voluntad de Dios “con fervor y amor”, recordándoles que había llegado a Roma para ejercer la caridad. Murió el 24 de septiembre de 1926 en Centocelle, una zona marginal de Roma. Después de su deceso, le sucedió en la misión la cofundadora de la Orden, Plácida Oldoini. Juana fue beatificada por Juan Pablo II el 16 de mayo de 1993.
© Isabel Orellana Vilches, 2018
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