El Amor como condición Humana

Los ojos son la ventana del alma

Pexels - Ojos

Resultaba extraño, pero la verdad es que hasta los diecisiete años viví entre estos seres y era para ellos más ajena que para gente que no había visto nunca. Jamás se me ocurrió pensar que amaban y tenían deseos y sentimientos como yo. Nuestro jardín, nuestros bosques, nuestros campos, que conocía desde hacía tanto tiempo, tornárnosle de pronto nuevos y maravillosos. No en vano Serguei Mijáilovich decía que sólo existe una felicidad indudable en el mundo: vivir para los demás. Esta idea me pareció extraña entonces porque no la comprendía; no obstante, se infiltró en mi corazón sin razonamientos. Serguei Mijáilovich me descubrió un mundo entero de alegrías en el presente, sin cambiar para nada mi existencia, sin añadir más que su persona a cada emoción. Todo aquello había vivido en silencio alrededor mío desde mi infancia y había bastado que viniera él para que resonase y entrase a raudales en mi alma, llenándola de felicidad’. (Tolstoi, L).

¿Es posible que mude el entorno sin que efectivamente cambie? El vivir es afectado, sin duda, por el conocimiento, por los sentimientos, por el entorno y por las emociones que le añaden matices, tonos, colores, intensidad y especiales bríos. La existencia configura la propia al compás de su despliegue en lo cotidiano y en el ajetreo diario. En efecto, mientras se vive, la vida se dilata con añadiduras y relieves, se densifica con las vivencias, con las relaciones, con los pesares y con las alegrías que depara en el tiempo el ser y el coexistir. La inteligencia, por su parte, intenta construir un argumento que la ordene y otorgue unidad, no obstante, la escasa distancia que media entre el protagonista – que actúa- y su relato – constituido por lo vivido- hace difícil hacerse cargo con hondura de la valía y el sentido de lo realizado hasta ese momento.

El vivir es expansión, relaciones, intercambios y movimiento que al asociarse – no al azar sino en el modo en que convenga a la persona – dan lugar a múltiples, variadas conexiones y combinaciones que conforman las experiencias, aprendizajes y vivencias que imprimen un sello particular a la propia vida, quizá por eso se torna interesante, atractiva y sugerente el narrarla.  ¿A cualquier otro? Ciertamente no. Se revela, se descubre en su esplendor la propia narración a un quién que al recepcionarla la acoja y sepa decodificar lo que guarda de peculiar y de inédita; también a un quién que tenga la disposición de valorarla y, porque no de incrementarla.

Cuando se pregunta a alguien ¿quién es usted? la respuesta reseña los datos generales, aquellos que sirven al casual interlocutor para que lo identifique y distinga de los demás. Si aún se insiste con la pregunta, entonces se narran hechos que se consideran “públicos” – la hoja de vida – y que dan noticia de sus principales hitos y logros personales, sociales y profesionales. Ante la misma cuestión, cuando media una relación amical o sentimental, la respuesta contiene no solamente hechos, sino pensamientos, deseos, afectos, ilusiones e incluso reflexiones sobre lo que se cree y se espera. Es, sin duda, un paso más. Es franquear la intimidad.

Abrir la puerta de la intimidad a otro no es suceso trivial, todo lo contrario. Mostrar el núcleo, la esencia de lo que me caracteriza explícitamente es una decisión voluntaria y consentida -lo hago porque quiero – a condición de que ese alguien tenga la mejor disposición de respeto y valoración de mí-ser-así y-no-otro-modo, el que al mismo tiempo me diferencia y me singulariza.  A su vez que en él tenga la certeza que desde su condición de ser personal pueda incrementar mi intimidad al ofrecerme la suya con igual intensidad. Desde esta perspectiva, ponerse en común dos subjetividades – no que se cotejen- significa un intercambio de miramientos a lo radicalmente propio de cada uno. En este acto de contemplación, la palabra enmudece, el corazón se enciende y la vida no encuentra sosiego sino hasta fundirse con otra existencia ya que no encuentra otro modo para que sin cesar posea a la persona en su condición de única e irrepetible. Solamente el amor es el motor que mueve y dirige al amante hacia la posesión vital de la intimidad de la persona amada.

Entre las muchas virtualidades que el amor reviste, el ‘ser para otro’ o ‘ser el centro de atenciones’, es una que tiene la fuerza de confirmar en la existencia. El brillo en los ojos al mirarla, la sonrisa que se dibuja en el rostro ante la presencia de la persona amada… son gestos que no hacen más que ratificar su centralidad para el amante. En cierto modo, saberse amado es escapar del anonimato, no que se prive de las relaciones interpersonales, sino que el nombre propio, el apelativo cariñoso no deviene en un concepto ‘formalmente social’, más bien contiene y encarna genuinamente la intimidad, el mundo interior. Aún más, el amado no se ve en la tesitura de esforzarse en presentar méritos, simplemente se muestra como es: el amor no premia medallas logradas, se goza con la contemplación y cuidado de la persona que ama.


La vida, permeada por el amor, se completa e ilumina y con esas notas se abre a un futuro con esperanza. La vida propia no se percibe como una especie de viaje en la oscuridad similar a un tren que circula por largos túneles, en donde el pasajero no percibe los rayos solares, el golpetear de la lluvia ni el jolgorio de los niños… la palidez, la monotonía son compañeras de ese desplazamiento.

En cambio, un corazón enamorado, reconfortado y confirmado por saberse radicalmente aceptado y poseído desde su condición de ser personal, vibra y se expande pletórico. De manera que, cuando quiere “hacer un viaje desde el interior” hacia afuera, reconfigurado por el amor, se ‘pone’ en la pupila de los ojos, en la punta de la lengua y en la palma de las manos. Entonces, la mirada se afina para mirar las cosas en su dimensión de bellas, verdaderas, buenas y simples. Si con la mirada uno se ‘apropia’ de las cosas, el lenguaje intentará traducirlas con palabras que animen, congreguen y remitan a la realidad en sí. Por último, el corazón se vale de las manos para acoger, abrazar, sostener y auxiliar.

Cuando los ojos del amante y de la amada se posan en algo no solamente hablan acerca de lo visto; intercambian -desde su singularidad- ‘originalidades’ con relación a un mismo bien: la realidad. Las miradas, irisadas por el amor, la ‘recrean’, no la cambian, descubriendo en aquella los destellos de misterio que aprisiona y las cúspides que placen al espíritu.

Las miradas más hermosas son aquellas que proyectan lo más alto del ser humano: su inteligencia y su voluntad.  Son las que trasmiten el entender y el amar con respecto a otras personas y al universo: son las miradas inteligentes y amorosas que dicen con la mirada: ¡qué bueno que existas!” “¡eres único e irrepetible!”. Es la mirada de una madre, de un enamorado, de Dios. (G. Castillo)

Los ojos son la ventana del alma, dice la sabiduría popular; la física replica diciendo: “sólo si la ventana está limpia”; aún la filosofía insiste: “la luminosidad del alma desempaña el vaho del cristal” … pero sólo el amor distingue el brillo en los ojos.