Después de años vuelvo a leer a Julio Ramón Ribeyro con su Dichos de Luder (Revuelta, 2018. Colofón y notas de Jorge Coaguila). Un pequeño texto con un centenar de dichos en los que, “con la máscara de Luder; Ribeyro expresa con libertad sus ideas, cometiendo algunas exageraciones, sin que se asegure que las dijo él” (p. 86). Da gusto leer la prosa sobria, clara de Ribeyro. Leí algunos de sus cuentos en mi época de colegial y he disfrutado sus diarios personales, en particular el del período 1975-1978.
He acompañado la lectura de estos breves dichos con una sonrisa y complicidad continua. En más de uno, me venían a la mente las tantas frases de Rick, el personaje de Casablanca, llenas de sinceridad, desparpajo y cinismo -amable, por cierto-. Muchas de sus ideas recogidas en formato de dichos me resultan reconfortantes como cuando anota: “-Ven con nosotros -le dicen sus amigos-. La noche está esplendida, las calles tranquilas. Tenemos entradas para el cine y hasta hemos reservado mesa en un restaurante. -¡Ah, no! -protesta Luder-. Yo solo salgo cuando hay un grado, aunque sea mínimo, de incertidumbre” (n. 4). Una incertidumbre, por cierto, muy propia de la vida práctica dado que el futuro tiende a escurrirse entre los entresijos de los planeamientos. Programar, planear, bien; pero, todo planeado, medido, es demasiado para la vida y mi modo de ser. Disfruto de los planes y horarios en la misma proporción de los planes sin agenda, ni deadlines.
Luder no es dado a hipotecar su andar libre a las ideologías en curso, las vanguardias o al determinismo marxista de su época. Prefiere lo pequeño, lo concreto, sin mensajes ni pretensiones mesiánicas de salvar al mundo: “Amar a la humanidad es fácil, lo difícil es amar al prójimo” (n. 23). Ese prójimo que tenemos al lado, con sus genios y, también, con sus demonios. El ciudadano de a pie trajinando de aquí para allá. Un día resulta agradable, otro día puede resultar cargante. Pasa de la buena salud a la enfermedad. En uno o en otro estado pide atención, tiempo, dedicación. En estas circunstancias concretas se pone a prueba el amor al prójimo. El prójimo, el cada uno es quien tiene un valor inmenso, es fin y no medio. Así lo vio, también, Arthur Koestler en su novela El cero y el infinito, quien, en los tiempos de purga del comunismo estaliniano, el personaje principal se auto inculpaba de haber traicionado a la revolución por haber preferido a la persona concreta y no a la humanidad o a la clase social.
Con Luder se puede dialogar, intercambiar pareceres y estar en desacuerdo como cuando afirma: “-La libertad, por desgracia, no se puede compartir -dice Luder-. Toda compañía, por agradable que sea, implica una concesión. Solo pueden ser libres los solitarios” (n. 73). En esto, Luder es marcadamente roussoniano, un buen salvaje libertario, sin vínculos, sin compromisos. Hobbes le resultaría agobiante con su manía de amarrar al lobo humano para que no haga daño al rebaño. La libertad roussoniana, en cambio, no admite lazos y fomenta el individualismo. A este emotivismo libertario le resulta angustiante hacer promesas de largo plazo y más si se trata de promesas para toda la vida. Una libertad errante, solitaria, quizá, para ciertos tramos de la vida, pero no la comparto como ideal de vida. Una vida con propósito requiere, más bien, la capacidad de generar vínculos, dimensión vital que se consigue cuando se destina la libertad en un compromiso con todo lo que tiene de gozo y esfuerzo.
Dichos medidos, no pretenden ser ejemplares, moderadamente escépticos; sin arrebatos románticos ni locura cristiana. Eso sí, dichos para aliviar las contracturas del ánimo y relajar a los ceños fruncidos.