Resultan muchos los estudios provocados por Juan Pablo II con respecto a las mujeres. Es, sin lugar a duda, el Papa que más ha escrito sobre nosotras. Pero antes que él, otros Obispos de Roma fueron incorporando a su discurso el papel de las mujeres de manera gradual y eso el mismo Juan Pablo II lo expresa al comienzo de su Carta Apostólica, Mulieris Dignitatem (MD).[1]
No es de extrañar este interés en el tema: si la Iglesia después del Concilio Vaticano II debía ser fiel a sí misma, era indispensable que estuviera al tanto de los reclamos y las inquietudes de las mujeres no ya en el ámbito extra Ecclesiae, sino intra Ecclesiae.
Ellas comienzan alrededor de los ´60, a estudiar Teología y esa incursión no fue inocua: miradas nuevas, exégesis distintas y pasadas por alto por las miradas masculinas, irrumpieron de una forma que fue adquiriendo tintes a veces suaves, otras tantas confrontativos. Los reclamos de las mujeres en la sociedad entera fueron impregnando también los reclamos dentro de la Iglesia. Si ésta había sido gobernada durante dos mil años por los varones, había que volver a pensarla desde otros lugares en los que la mirada femenina fuera incluida. Después que Juan XXIII dejara entrar el aire fresco e irrumpiera esa primavera de la Iglesia que fue el Concilio Vaticano II, las estructuras eclesiales fueron cuestionadas fuertemente. Una Iglesia misionera, que quiere ser más “barca” que “roca”, no puede no tomar en cuenta a las mujeres en esa nueva etapa que renacía post Concilio.
En el campo social y político la segunda ola del feminismo irrumpió con toda su fuerza alrededor de los 70 y 80, posicionando sobre todo a las mujeres blancas de clase media en los lugares donde antes eran ocupados por los varones. Esa fuerza también llegó a la Iglesia y a sus espacios evangelizadores. “La hora de la mujer”, como lo había expresado Pablo VI en la Clausura del Concilio Vaticano II, había llegado con toda su fuerza y sus cuestionamientos hacia un statu quo que obligaba a repensar las estructuras de nuevo. La jerarquía eclesiástica ya no podía mirar para otro lado justamente porque dentro de sus filas, las mujeres que tenían a su cargo las diversas actividades pastorales, eran las que mayoritariamente seguían llenando los atrios de las Iglesias y las celebraciones litúrgicas.
Por ello Juan Pablo II tomó la iniciativa, aprovechando el Año Mariano, para hablar de la dignidad de las mujeres en su Carta Apostólica. Una carta que fue bien aceptada, aunque también con sus objeciones.
Por un lado, siempre es bien recibido que se visibilice el papel de las mujeres, sobre todo en una estructura tan masculinizada como es la Iglesia en su jerarquía. En ese entonces (más aún que ahora) llamaba la atención que todos los órganos de gobierno de la Iglesia fueran comandados por varones, con escasa o ninguna injerencia de las mujeres. Hablar de la “dignidad” y la “igualdad” de las mujeres, fue un claro avance en lograr que la voz de las mujeres se escuche con el debido respeto y en condiciones de reciprocidad. La fundamentación teológica que hace el Papa polaco sobre la igual dignidad de varón y mujer es de una belleza sublime, haciendo hincapié en que la imagen y semejanza del hombre es para el varón y la mujer juntos y por ello, ambos se entienden desde una relación, lo mismo que la Santísima Trinidad:
“El modelo de esta interpretación de la persona es Dios mismo como Trinidad, como comunión de Personas. Decir que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de este Dios quiere decir también que el hombre está llamado a existir «para» los demás, a convertirse en un don.” (MD, 7)
Pero esta relación se fundamenta en la diferencia, y es por ello que la MD ataca el corazón mismo del feminismo de la segunda ola, que es el feminismo de la igualdad. Porque no podemos afirmar el “genio” femenino, sin distinguirlo del masculino. Son miradas diferentes, particulares a cada sexo, y justamente allí encontramos la riqueza de lo diverso. Si la mujer abandona esa diferencia, comienza a tener una mirada masculinizada y, por tanto, opresora de su mismo ser mujer porque no responde a su naturaleza sino a estructuras sociales hechas por los hombres. La diferencia biológica, psicológica y social de una y otro da muestras de esa diversidad de dones y carismas que requiere el hombre (varón y mujer) para su plenitud.
Por otro lado, la postura de MD es de alguna manera, también parcial ya que, a pesar de la igual dignidad, reduce en cierta forma a las mujeres al ámbito de lo privado al distinguir dos dimensiones de la mujer, el de la maternidad y el de la virginidad, sin hacer referencia al ámbito de lo público. Al respecto tenemos una mirada crítica, al notar que es justamente el espacio público el que necesita de las mujeres, y ello no tendría por qué ser socavador de la estructura familiar y matrimonial. El énfasis de Juan Pablo II al genio femenino dentro de la maternidad y de la virginidad deja un gusto a poco para aquellas mujeres que optaron por evangelizar en los ambientes laborales y públicos. Si esa opción no está, podemos caer ciertamente en una especie de “esencialismo”, en el cual la biología de la mujer la lleva a los ámbitos de las profesiones de cuidado, de la maternidad o de la vida consagrada exclusivamente.
Por ello entiendo que su lectura se completa con la siguiente carta apostólica, Christifidelis Laici (CFL), fechada en diciembre de ese mismo año, donde Juan Pablo II sí tiene allí una mirada más amplia de las mujeres:
“En este sentido, los Padres sinodales han escrito: «Participen las mujeres en la vida de la Iglesia sin ninguna discriminación, también en las consultaciones y en la elaboración de las decisiones». Y además han dicho: «Las mujeres—las cuales tienen ya una gran importancia en la transmisión de la fe y en la prestación de servicios de todo tipo en la vida de la Iglesia— deben ser asociadas a la preparación de los documentos pastorales y de las iniciativas misioneras, y deben ser reconocidas como cooperadoras de la misión de la Iglesia en la familia, en la profesión y en la comunidad civil» (CFL, 51)
A la primera tarea de la mujer, esto es, la responsabilidad de dar plena dignidad a la vida matrimonial y a la maternidad, Juan Pablo II reconoce una segunda tarea, que es la de asegurar la dimensión moral de la cultura, de una cultura digna del hombre, de su vida personal y social. (CFL, 51)
Debido a eso se hace necesaria la participación de la mujer en todos los espacios posibles. No en oposición ni en subordinación con respecto a los varones, sino en reciprocidad y complementación.
Hablar del papel de las mujeres en la Iglesia es también hablar del papel de los laicos y por ello las dos cartas apostólicas deberían leerse en continuidad, aprovechando los 35 años de ambas. Llama la atención que entre una Carta apostólica y la otra pasaron solamente tres meses.
El problema que encontramos en estas declamaciones es que llevarlas a la práctica se hace más difícil porque las estructuras eclesiales y la vida civil están configurados sobre criterios masculinos. Decimos esto no por una crítica destructiva, sino como un hecho histórico: no podemos negarlo, es así de facto. Por ello se hace indispensable incorporar la perspectiva de las mujeres a esas estructuras que nos obligan muchas veces a tener que decidir si formar una familia o ser profesional, si tener un hijo o no o más de uno. Porque las estructuras no están hechas aún para nosotras si no incluyen la posibilidad de la maternidad. Y quizás allí se encuentre la piedra de “toque” de todo el cambio que implicó la incorporación de la mujer al mundo del trabajo remunerado.
El temor de la Iglesia, sobre todo de principio del siglo XX, fue que si las mujeres se incorporaban al mundo del trabajo y dejaban el ámbito de lo doméstico, la familia iba a ser la principal perjudicada[2]. Pero la mirada sobre la familia era una mirada reductiva de roles fijos e inmutables, donde la mujer se encargaba de los hijos y el padre era el único proveedor. Esa mirada, gracias a Dios y al trabajo de los feminismos es imposible tenerla en la actualidad. No sólo por las condiciones económicas y sociales, sino también porque al trabajar los dos, la estructura familiar debió ser repensada nuevamente. Hoy la familia se entiende de manera más dinámica, con roles que van cambiando de acuerdo con las realidades laborales y particulares. Ello implica de suyo que en el centro de la familia no se encuentre ni en la mujer ni en el varón, sino en el hijo. Si el hijo está en el centro, la madre y el padre van a trabajar juntos como un verdadero equipo, para lograr la felicidad y plenitud del hijo. De allí que no sólo cambió la mirada sobre la mujer, sino cambió también la mirada sobre el varón y la paternidad. Esta centralismo del hijo posibilita asimismo una perspectiva de familia que trasciende la polaridad padre-madre.
La familia requiere de una participación de mujeres y varones por igual, y si bien en Juan Pablo II encontramos un énfasis de las condiciones biofiosiológicas, no las reduce a ellas:
“El análisis científico confirma plenamente que la misma constitución física de la mujer y su organismo tienen una disposición natural para la maternidad, es decir, para la concepción, gestación y parto del niño, como fruto de la unión matrimonial con el hombre. Al mismo tiempo, todo esto corresponde también a la estructura psíquico-física de la mujer. Todo lo que las diversas ramas de la ciencia dicen sobre esta materia es importante y útil, a condición de que no se limiten a una interpretación exclusivamente biofisiológica de la mujer y de la maternidad. Una imagen así «empequeñecida» estaría a la misma altura de la concepción materialista del hombre y del mundo. En tal caso se habría perdido lo que verdaderamente es esencial: la maternidad, como hecho y fenómeno humano, tiene su explicación plena en base a la verdad sobre la persona.” (MD, 18)
Es evidente que la mirada de Juan Pablo II fue un gran aporte para los feminismos dentro de la Iglesia católica. Y que a medida que pase el tiempo y vayamos madurando esa dignidad propia de mujeres y varones, podremos agregar al magisterio pontificio algunos elementos que era imposible que el Papa polaco los tuviera en cuenta en su tiempo.
Si bien la MD no puede abarcar todos los temas y problemas que presenta la cuestión de la mujer en el ámbito público, nos proporciona una brújula indispensable: tanto por su fundamentación, como por la inquietud de poner en diálogo la teología, el Magisterio y la Tradición con los planteos que irrumpen de manera innegable en nuestra vida cotidiana.
Pasaron 35 años de la MD y de la CFL. Algunos elementos siguen vigentes (como la fundamentación teológica de la igualdad) otros elementos no tanto (como el ver a la mujer desde la maternidad y la virginidad exclusivamente). Pero de eso se trata en definitiva el Magisterio de la Iglesia: siempre está sujeto al tiempo y a sus interpretaciones temporales y allí está la riqueza de un Cristo que se hizo hombre y asumió la condición humana con su historicidad. Porque Cristo es verdaderamente hombre, asumió la interpretación histórica de su época y porque Cristo es verdaderamente Dios trasciende la época y siempre “hace nuevas todas las cosas” (Ap. 21, 5).
Está en nosotros seguir desarrollando respuestas que den cuenta de los problemas que acucian a la sociedad en general y a la Iglesia en particular, teniendo presente tanto los elementos perennes como los elementos sometidos a la cultura y a la época. Incorporar la perspectiva de las mujeres en todas las instituciones hechas por el hombre para que esas estructuras permitan la igualdad de oportunidades y que el genio femenino las dinamice e impidan que se conviertan parciales y unilateralizadas. La Iglesia en su estructura de gobierno debería ser ejemplo de inclusión, apertura e igualdad. Porque ese fue el trato que Jesús dio a las mujeres en su época, incluyéndolas siempre y llamándolas también a ellas como discípulas, marcando de esta manera el camino a seguir.[3]
Tenemos un gran desafío todos y en la misma medida: varones y mujeres, laicos y consagrados, Porque el Espíritu sopla en todo el Pueblo de Dios por igual.
Cecilia E. Sturla
Directora del Instituto de la Familia y la Vida Juan Pablo II de Universidad Católica de Salta y Exalumna de la Academia de Líderes Católicos
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[1] “La dignidad de la mujer y su vocación, objeto constante de la reflexión humana y cristiana, ha asumido en estos últimos años una importancia muy particular. Esto lo demuestran, entre otras cosas, las intervenciones del Magisterio de la Iglesia, reflejadas en varios documentos del Concilio Vaticano II, que en el Mensaje final afirma: «Llega la hora, ha llegado la hora en que la vocación de la mujer se cumple en plenitud, la hora en que la mujer adquiere en el mundo una influencia, un peso, un poder jamás alcanzados hasta ahora. Por eso, en este momento en que la humanidad conoce una mutación tan profunda, las mujeres llenas del espíritu del Evangelio pueden ayudar tanto a que la humanidad no decaiga». Las palabras de este Mensaje resumen lo que ya se había expresado en el Magisterio conciliar, especialmente en la Constitución Pastoral Gaudium et spes y en el Decreto Apostolicam actuositatem, sobre el apostolado de los seglares. Tomas de posición similares se habían manifestado ya en el período preconciliar, por ejemplo, en varios discursos del Papa Pío XII[4] y en la Encíclica Pacem in terris del Papa Juan XXIII. Después del Concilio Vaticano II, mi predecesor Pablo VI expresó también el alcance de este «signo de los tiempos», atribuyendo el título de Doctoras de la Iglesia a Santa Teresa de Jesús y a Santa Catalina de Siena, y además instituyendo, a petición de la Asamblea del Sínodo de los Obispos en 1971, una Comisión especial cuya finalidad era el estudio de los problemas contemporáneos en relación con la «efectiva promoción de la dignidad y de la responsabilidad de las mujeres».” (MD, 1 y 2)
[2] Véase al respecto el siguiente número 27 de la Carta Encíclica Casti Connubii, escrita por Pío XI: “Todos los que empañan el brillo de la fidelidad y castidad conyugal, como maestros que son del error, echan por tierra también fácilmente la fiel y honesta sumisión de la mujer al marido; y muchos de ellos se atreven todavía a decir, con mayor audacia, que es una indignidad la servidumbre de un cónyuge para con el otro; que, al ser iguales los derechos de ambos cónyuges, defienden presuntuosísimamente que por violarse estos derechos, a causa de la sujeción de un cónyuge al otro, se ha conseguido o se debe llegar a conseguir una cierta emancipación de la mujer. Distinguen tres clases de emancipación, según tenga por objeto el gobierno de la sociedad doméstica, la administración del patrimonio familiar o la vida de la prole que hay que evitar o extinguir, llamándolas con el nombre de emancipación social, económica y fisiológica: fisiológica, porque quieren que las mujeres, a su arbitrio, estén libres o que se las libre de las cargas conyugales o maternales propias de una esposa (emancipación ésta que ya dijimos suficientemente no ser tal, sino un crimen horrendo); económica, porque pretenden que la mujer pueda, aun sin saberlo el marido o no queriéndolo, encargarse de sus asuntos, dirigirlos y administrarlos haciendo caso omiso del marido, de los hijos y de toda la familia; social, finalmente, en cuanto apartan a la mujer de los cuidados que en el hogar requieren su familia o sus hijos, para que pueda entregarse a sus aficiones, sin preocuparse de aquéllos y dedicarse a ocupaciones y negocios, aun a los públicos.”
[3] “En las enseñanzas de Jesús, así como en su modo de comportarse, no se encuentra nada que refleje la habitual discriminación de la mujer, propia del tiempo; por el contrario, sus palabras y sus obras expresan siempre el respeto y el honor debido a la mujer. La mujer encorvada es llamada «hija de Abraham» (Lc 13, 16), mientras en toda la Biblia el título de «hijo de Abraham» se refiere sólo a los hombres. Recorriendo la vía dolorosa hacia el Gólgota, Jesús dirá a las mujeres: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí» Lc 23, 28). Este modo de hablar sobre las mujeres y a las mujeres, y el modo de tratarlas, constituye una clara «novedad» respecto a las costumbres dominantes entonces.” (MD, 13)