Esta jueves 8 de febrero de 2024, en el Aula Pablo VI, el Santo Padre Francisco ha recibido en Audiencia a los participantes en la Conferencia internacional sobre la formación permanente de los sacerdotes, sobre el tema: «Reavivad el don de Dios que está en vosotros» (2Tm 1,6). La belleza de ser discípulos hoy. Una formación única, integral, comunitaria y misionera, que tendrá lugar en Roma del 6 al 10 de febrero de 2024.
Publicamos a continuación el discurso que el Papa dirigió a los presentes en el encuentro:
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Discurso del Santo Padre
«Reaviva el don de Dios que has recibido» (2 Tm 1,6).
La belleza de ser discípulos hoy.
Una formación única, integral, comunitaria y misionera.
Queridos hermanos y hermanas:
Les agradezco de corazón este momento que puedo pasar con ustedes. Gracias por haber venido a Roma en ocasión del Congreso internacional para la formación permanente de los sacerdotes, promovida por el Dicasterio para el clero —sobre todo por su superior coreano—y también por los Dicasterios para la Evangelización y para las Iglesias Orientales. Doy las gracias a los Prefectos de los Dicasterios involucrados y a todos los que han esforzado en la preparación de esta cita. Para muchos de ustedes no ha sido fácil venir a Roma; pero, sobre todo, quiero expresarles mi gratitud por todo lo que hacen en sus diócesis y en sus países, por el servicio que prestan, el cual también ha sido puesto de relieve en la encuesta realizada con vistas a este Congreso.
Durante estos días, tienen la gracia de intercambiar las buenas prácticas, de debatir sobre los desafíos y problemáticas, y de escrutar los horizontes futuros de la formación sacerdotal en esta época cambiante; siempre mirando hacia adelante, siempre dispuestos a echar de nuevo las redes como nos pide la Palabra del Señor (cf Lc 5,4-5; Jn 21,6). Se trata de caminar en busca de instrumentos y lenguajes que ayuden a la formación sacerdotal, sin pensar que se tienen todas las respuestas en la mano —temo a quienes tienen todas las respuestas en la mano, les tengo miedo—, sino confiando en poder encontrarlas a lo largo del camino. En estos días, pues, escúchense unos a otros, e inspírense en la invitación que el apóstol Pablo dirige a Timoteo y que da título a vuestro Congreso: «Reaviva el don de Dios que has recibido» (2 Tm 1,6). Reaviva el don, redescubre la unción, aviva el fuego para que no se apague el celo del ministerio apostólico.
¿Y cómo podemos reavivar el don que hemos recibido? Me gustaría indicarles tres direcciones en el camino que están recorriendo: la alegría del Evangelio, la pertenencia al pueblo y la generatividad del servicio.
Lo primero, la alegría del Evangelio. En el corazón de la vida cristiana está el don de la amistad con el Señor, que nos libera de la tristeza del individualismo y del riesgo de una vida sin sentido, sin amor y sin esperanza. La alegría del Evangelio, la buena noticia que nos acompaña es precisamente ésta: somos amados por Dios con ternura y misericordia. Y estamos llamados a hacer resonar este anuncio gozoso en el mundo, testimoniándolo con nuestra vida, para que todos descubran la belleza del amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo muerto y resucitado (cf. Evangelii gaudium, 36). Recordemos lo que decía san Pablo VI: sean testigos antes que maestros (cf. Evangelii nuntiandi, 41), testigos del amor de Dios, que es lo único que importa. Y cuando uno no es capaz de ser testigo es triste, es muy triste.
Encontramos aquí el fundamento de la formación permanente, no sólo de los sacerdotes, sino de todo cristiano, como también lo subraya la Ratio fundamentalis: sólo si somos y permanecemos discípulos, podremos llegar a ser ministros de Dios y misioneros de su Reino. Sólo acogiendo y custodiando la alegría del Evangelio podremos llevar este gozo a los demás. En la formación permanente, por tanto, no olvidemos que somos siempre discípulos en camino y que esto constituye, en todo momento, lo más hermoso que nos haya sucedido, por gracia de Dios. Cuando nos encontramos con sacerdotes que no tienen esa capacidad de servicio, tal vez por egoísmo, sacerdotes que de algún modo han tomado el camino “empresarial”, en ese caso han perdido esta capacidad de sentirse discípulos, y se creen dueños.
La gracia presupone siempre la naturaleza, y para ello necesitamos una formación humana integral. En efecto, ser discípulo del Señor no es un disfraz religioso, sino que es una forma de vida, y por tanto requiere que cuidemos nuestra humanidad. El contrario de esto es el sacerdote “mundano”. Cuando la mundanidad entra en el corazón del sacerdote se arruina todo. A este respecto les pido que dediquen todas sus energías y recursos al cuidado de la formación humana. Y también el cuidado de vivir humanamente. Una vez un anciano sacerdote me dijo: “Cuando un sacerdote es incapaz de jugar con los niños, ha perdido” Esto es interesante: es un test. Hacen falta sacerdotes plenamente humanos, que sean capaces de jugar con los niños y de acariciar a los ancianos, capaces de buenas relaciones, maduros para afrontar los retos del ministerio, para que el consuelo del Evangelio llegue al pueblo de Dios a través de su humanidad transformada por el Espíritu de Jesús. No olvidemos nunca el poder humanizante del Evangelio. ¡Un sacerdote agrio, un sacerdote que tiene el corazón amargado es un “solterón”!
Un segundo camino: la pertenencia al pueblo de Dios. Sólo permaneciendo unidos podemos ser discípulos misioneros. Sólo podemos vivir el ministerio sacerdotal estando bien insertados en el pueblo sacerdotal, del que también nosotros procedemos. Esta pertenencia al pueblo —sin sentirnos nunca separados del camino del santo pueblo fiel de Dios— nos custodia, nos sostiene en nuestras fatigas, nos acompaña en las angustias pastorales y nos protege del riesgo de desconectarnos de la realidad y sentirnos omnipotentes. Tengamos cuidado, porque ésta es también la raíz de todas las formas de abuso.
Para permanecer inmersos en la historia real del pueblo, es necesario que la formación sacerdotal no se conciba como “separada”, sino que sepa aprovechar la contribución del pueblo de Dios: de los sacerdotes y de los fieles laicos, de los hombres y de las mujeres, de las personas célibes y de los matrimonios, de los ancianos y de los jóvenes, sin olvidar a los pobres y a los que sufren, que tienen tanto que enseñarnos. En la Iglesia, de hecho, existe una reciprocidad y circularidad entre estados de vida, vocaciones, ministerios y carismas. Y esto requiere de nosotros la humilde sabiduría de aprender a caminar juntos, haciendo de la sinodalidad un estilo de vida cristiana y de la misma vida sacerdotal. A los sacerdotes, sobre todo hoy, se les pide el compromiso de hacer “ejercicios de sinodalidad”. Recordémoslo siempre: caminar juntos; el sacerdote siempre junto al pueblo al que pertenece, pero también unidos al obispo y al presbiterio. ¡No descuidemos nunca la fraternidad sacerdotal! Y sobre este aspecto, el de permanecer unidos al pueblo de Dios, Pablo advierte a Timoteo: “Recuérdate de tu mamá y de tu abuela”. Recuérdate de tus raíces, de tu historia, de la historia de tu familia, de la historia de tu pueblo. El sacerdote no nace por generación espontánea. O es del pueblo de Dios o es un aristócrata que se vuelve neurótico.
Por último, una tercera vía es la de la generatividad del servicio. Servir es el carácter distintivo de los ministros de Cristo. El Maestro nos lo manifestó a lo largo de toda su vida y, en particular, durante la Última Cena, cuando lavó los pies a los discípulos. Desde la perspectiva del servicio, la formación no es una operación extrínseca, la transmisión de una enseñanza, sino que se convierte en el arte de poner al otro en el centro, resaltando su belleza, lo bueno que lleva dentro, poniéndole de manifiesto sus dones y también sus sombras, sus heridas y sus deseos. Y así, formar sacerdotes significa servirles, servir sus vidas, animar su camino, ayudarlos en su discernimiento, acompañarlos en las dificultades y apoyarlos en los retos pastorales.
El sacerdote así formado, a su vez, se pone al servicio del pueblo de Dios, está cerca de la gente y, como Jesús en la cruz, se hace cargo de todos. Hermanos y hermanas, fijémonos en esta cátedra de la Cruz. Desde allí, amándonos hasta el extremo (cf. Jn 13,1), el Señor hizo nacer un pueblo nuevo. Y también nosotros, cuando nos ponemos al servicio de los demás, cuando nos convertimos en padres y madres para quienes nos han sido confiados, generamos la vida de Dios. Este es el secreto de una pastoral generativa: no de una pastoral en la que nosotros somos el centro, sino de una pastoral que genera hijas e hijos a la vida nueva en Cristo, que lleva el agua viva del Evangelio al terreno del corazón humano y del tiempo presente.
A todos ustedes les deseo lo mejor. Ustedes — quiero agregar esto y retomar también algo que dije antes — por favor, no se cansen de ser misericordiosos. Perdonen siempre. Cuando la gente se acerca a confesarse, va a pedir el perdón y no a escuchar una lección de teología o sobre las penitencias. Sean misericordiosos, por favor. Perdonen siempre, porque el perdón posee esa gracia de la caricia, de la acogida. El perdón es por sí mismo generativo siempre. Les recomiendo esto: que perdonen siempre. Les deseo todo bien para vuestro Congreso; y les dejo las tres palabras clave: la alegría del Evangelio que es la base de nuestra vida, la pertenencia a un pueblo que nos custodia y sostiene al santo pueblo fiel de Dios, y la generatividad del servicio que nos hace padres y pastores. Que Nuestra Señora los acompañe siempre. La Virgen nos da a los sacerdotes la gracia de la ternura. Esa ternura que se manifiesta en el trato con las personas en dificultad, los ancianos, los enfermos, los recién nacidos. Pidan esta gracia, y no tengan miedo de demostrar ternura. La ternura es fuerte. ¡Gracias!