Ningún argumento contrario al sentido común puede ser válido. Ahora bien, es verdad de sentido común que hombre y mujer son diferentes. La mujer supera al hombre en unas cosas personales, y, éste, la supera en otras.
La mujer para igualar al hombre, necesitaría empobrecerse, perder todo aquello en lo que supera al varón, ya que en esto mismo se diferencia de él. Además, se le engaña cuando se le promete que se hará con todas las riquezas personales con las que el varón la supera, pues esto es un imposible. El engaño termina en decepción. Así pues, proponerle esta igualdad es machismo.
La afirmación de la existencia de esta igualdad es algo que es inconsistente, que no resiste el más mínimo análisis, pero que tiene buena imagen. Ahora bien, lo que tiene buena imagen, -mucho más que los valores y la verdad-, puede traducirse en muchos votos. De aquí que, el político, -al que le interesen sólo los votos, y no los valores-, abanderará esa “igualdad”. Además, si éste también defiende el aborto provocado, -no importándole los lloros de las madres que han suprimido las vidas de sus hijos-, ¿Qué interés cabrá esperar que tenga por la mujer?
La radicalidad de esta teoría de igualación, suele culpabilizar al varón de haber sido el responsable injustísimo de que la mujer no haya podido lograr esta igualdad. Aunque, ésta, sea, de hecho, inalcanzable. Eso invita a que ella emprenda una especie de lucha de clases contra él. Cosa, ésta, que en nada beneficia a la mujer. En suma, esta teoría de la “igualdad” es un tanto trágica para ella.
Podemos sintetizar todo con las lúcidas palabras del cardenal Ratzinger, en su libro “Informe sobre la fe”: “La mujer es la que más duramente paga las consecuencias de la confusión, de la superficialidad de una cultura que es fruto de mentes masculinas, de ideologías machistas que engañan a la mujer y la desquician en lo más profundo, diciendo que en realidad quieren liberarla”.
El cristianismo es el que más ha hecho más por la mujer. La ayuda grandemente y la considera en su verdad, en lo que ella realmente es. Reconoce, doblemente, -esto es, con la fe y con la razón-, que hombre y mujer son iguales en dignidad personal. Tanto el ser del hombre como el de la mujer son buenos. Todo el ser de la mujer es femenino. Todo su ser es sexuado. A la mujer le es esencial ser distinta del hombre. El ser del hombre y el de la mujer son complementarios. Están diseñados de modo que uno pueda ser ayuda para el otro. En esta diversidad complementaria hay un designio maravilloso del ser infinitamente sabio y bueno, Dios. Esto es análogo a que sólo calificamos de jardín hermoso a aquel en el que hay diversidad. No siendo todo igual se refleja mucho mejor la belleza infinita de Dios. Hombre y mujer responden a un plan de armonía del más grande artista, el Señor. La apoteosis requiere de la sinfonía. La religión católica ve a la mujer en toda su grandeza y en toda la belleza de su verdadero ser. La Iglesia valora, de modo muy positivo y equilibrado, a la mujer, completa, en su totalidad, sin caer en unilateralismos. En la escala de los bienes considera que en la mujer es más importante lo que le es intrínseco, que lo que le es extrínseco; lo que le es esencial, que lo que no le es esencial. Más importa su bondad moral que lo que le es extrínseco. Los unilateralismos pueden tener una apariencia atractiva, pero son sólo espejismos, que pretenden que lo no esencial sea esencial. Unilateralismo. sería, por ejemplo, reducirlo todo a eficacia, al aplauso, al éxito externo, a la mera funcionalidad, a la mera productividad, a las posibilidades universitarias o de mando, etc. La verdadera religión, la católica, le ofrece los medios para llevar a plenitud, -no su ser ficticio, imaginario-, sino su verdadero ser. O sea, llevar a plenitud su humanidad, es decir, su ser femenino, su totalidad. Reconoce que no hay vocación más alta que la de la mujer, pues es la vocación al amor. Esto es lo más bello y hermoso. En toda circunstancia puede vivir lo más grande. La religión católica le posibilita vivir la verdadera libertad, el amor hermoso, una vida excelente. Pero, ¿qué hay del disfrute, de la alegría, de la felicidad? Santo Tomás de Aquino afirma que la alegría es el amor disfrutado. La religión católica lleva a la mujer a la plenitud de la alegría y de la felicidad, a ser santa, y, además, a ir al cielo, donde se goza de una felicidad mucho más grande. La lleva a la perfección, en belleza, bondad y verdad. Su modelo femenino es la persona humana más grande de toda la historia, María Santísima, que supo vivir una vida tan sencilla, pues todo lo que tocaba lo convertía en el oro puro de la santidad. La religión, diviniza. En definitiva, la religión católica le ofrece un panorama maravilloso, estupendo, fascinante, hermosamente y gustosamente irresistible. Es muy evidente que muy por debajo de esto queda lo que sobre la mujer dicen las corrientes secularizadoras.