Tanto si quieres considerar los tiempos antiguos —las bendiciones de los patriarcas, la ayuda ofrecida por medio de la Ley, las imágenes, las profecías, los hechos de valentía en guerra, los milagros obrados por los justos— como las cosas dispuestas con vistas a la venida del Señor en la carne (todas se han realizado) por medio del Espíritu. En un primer momento, Él estuvo con la propia carne del Señor, haciéndose crisma inseparable de ella, como está escrito: «Aquel sobre quien han visto descender y habitar el Espíritu, éste es mi Hijo amado»; y «Jesús de Nazaret, a quien Dios ungió con el Espíritu Santo». A partir de entonces, toda acción de Cristo fue realizada bajo la asistencia del Espíritu. Estuvo presente cuando Cristo fue tentado por el diablo […], mientras realizaba milagros […]. Después de la resurrección de entre los muertos, no lo abandonó nunca más. Queriendo renovar al hombre y devolverle la gracia que había recibido por el soplo de Dios y que había perdido, al soplar sobre el rostro de los discípulos ¿qué les dice? «Reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonen sus pecados, les serán perdonados; a quienes no se los perdonen, no les serán perdonados». Y el ordenamiento de la Iglesia, ¿no es clara e innegablemente obra del Espíritu? Porque Él ha dado a la Iglesia —dice— «primero los apóstoles, luego los profetas, en tercer lugar los doctores; después los milagros, y de nuevo los carismas de curación, de asistencia, de gobierno y los géneros de lenguas». Este orden es acorde con la distribución de los dones del Espíritu. (Bas., Spir. 16, 39, 4-32)
a. El Espíritu Santo desencadena un dinamismo profundo y variado en la comunidad eclesial: el “bullicio” de Pentecostés
Pero la venida del Espíritu Santo tiene lugar también a la hora tercia, como se nos dice en los Hechos de los Apóstoles, cuando, a raíz de que los fariseos se burlaban de los discípulos (que se expresaban) en la multiforme energía de las lenguas (ἐν τῇ ποικίλῃ τῶν γλωσσῶν ἐνεργείᾳ), Pedro dice que los hombres que proclamaban aquellas cosas no estaban ebrios ya que no era más que la hora tercia. (Bas. [?], ascet. 13: PG 31, 877, 24)
b. El Espíritu Santo es el compositor armónico de la historia de la salvación: armonía no significa síntesis, sino vínculo de comunión entre partes disímiles
Pero Dios, antes de que existiera alguna de las cosas que ahora vemos, habiéndose propuesto y decidido traer a la existencia lo que aún no existía, ideó al mismo tiempo cómo debía ser el mundo y junto con su forma creó armonizando la materia. Al cielo le asignó la naturaleza propia del cielo; a la forma de la tierra le dio la esencia propia y debida. Luego modeló a su voluntad el fuego, el agua y el aire y les dio existencia según lo requería la razón de ser de cada uno de los elementos. Con un vínculo indisoluble de concordia unió el mundo entero, compuesto de partes disímiles, en una única comunión y armonía, de modo que incluso los elementos situados a mayor distancia unos de otros aparecieran unidos por afinidad. (Bas., hex. 2,2,49-61)
– La Iglesia: una única armonía de voz a muchas voces suscitada por el Espíritu Santo
Voz de naciones entre los montes, semejante (a la) de muchas naciones, voz de reyes y naciones reunidas (Is 13,4). Probablemente, la voz de naciones numerosas en los montes es la Iglesia. Por eso ha sido elegida como montaña llana, para que tenga espacio libre para la reunión de la multitud de los que ascienden a las alturas del conocimiento de Dios. Por eso ve en la montaña llana una multitud de los que han sido reunido de muchos lugares y hablan con una sola voz de la fe. Y dice el Espíritu Santo por medio del Profeta: Voz de muchas naciones en las montañas (sobre las que fue levantado el signo), semejante (a la) de muchas naciones. Y única es la voz, aunque semejante a muchas voces de naciones. Única, pues, según la armonía de la fe, y, sin embargo, semejante a muchas voces porque fue propagada en lenguas de fuego por el Espíritu Santo sobre cada uno de los Apóstoles que iban a sembrar el Εὐαγγέλιον a las naciones por todo el mundo. (Bas. [?], En. in Is. 13, 259: PG 30, 573B)
– El Espíritu Santo está en el origen de la armonía entre las Iglesias: Basilio a sus hermanos obispos de Occidente
Así como nosotros estimamos como bien nuestro vuestra mutua concordia y unidad, así también los invitamos a participar de nuestros sufrimientos causados por las divisiones, y a no apartarnos de ustedes por el hecho de estar lejos debido a la posición de los lugares, sino más bien a recibirnos mutuamente en la armonía de un único cuerpo porque estamos unidos en comunión según el Espíritu. (Bas., ep. 90, 1, 26-32)
c. El Espíritu Santo nos lleva de la mano y nos consuela
«Esperen, en efecto, tribulación sobre tribulación y esperanza sobre esperanza, un poco más, un poco más» (Is 28,10). De esta manera el Espíritu Santo sabe consolar (lit: ψυχαγωγεῖν = llevar de la mano animando, consolando), con la promesa del futuro a sus hijos que alimenta. Después de las tribulaciones, en verdad, se encuentra la esperanza: las realidades esperadas están cerca. (Bas., ep. 140, 1, 34-38)
– La acción consoladora del Espíritu Santo representada por el dueño del albergue, a quien se confía el hombre que ha sido víctima de los ladrones (cf. Lc 10, 25-37).
Se necesita el rocío de Dios para no quemarse y volverse estéril, de modo que donde está el Acusador, representado por los ladrones, esté también el Defensor, el Espíritu representado por el hostelero acogedor. El Señor confió “su” hombre, que había caído en poder de los ladrones, al Espíritu Santo. Se apiadó de él, vendó sus heridas y le dio dos denarios reales para que, recibiendo, por el Espíritu, la imagen y la efigie del Padre y del Hijo, hiciera fructificar los dones recibidos y los devolviera, multiplicados, en el último día. (Iren., haer. III, 17, 3)
– El que nos protege es el Espíritu Santo
Por eso, cuando el alma da frutos dignos de los graneros eternos (cf. Mt 3,12), (el Espíritu) permanece cerca y (la) guarda y aleja de las asechanzas de las fieras del desierto (cf. Sal 74,14). (Bas. [?], En. in Is. 1, 20: PG 30, 152C-153A)
– La multiforme acción paraclética del Espíritu Santo
Si el Espíritu Santo encuentra a un recaudador de impuestos que tenga fe, lo convierte en evangelista (cf. Mt 9,9); si encuentra a un pescador, lo perfecciona en teólogo (cf. Mt 4,19); si encuentra a un perseguidor arrepentido, lo transforma en apóstol de los gentiles, en heraldo de la fe, en vaso de elección (cf. Hch 9,15). Por su medio, los débiles se hacen fuertes, los pobres se hacen ricos, los pueblerinos incultos se hacen más sabios que los sabios. Pablo era débil, pero, gracias a la presencia del Espíritu, sus lienzos personales curaban a quienes los recibían (cf. Hch 19,12). Y el mismo Pedro tenía el cuerpo todo afligido por la debilidad, pero por la gracia del Espíritu Santo que habitaba en él, la sombra que procedía de su cuerpo ponía fin a las enfermedades de los que estaban débiles (cf. Hch 5,15). Pedro y Juan eran pobres, no tenían ni plata ni oro (cf. Hch 3,6), pero hicieron una curación más preciosa que muchas monedas de oro. El cojo, después de recibir oro de muchos, seguía siendo un mendigo, pero tras recibir de Pedro el beneficio, dejó de mendigar, saltando como un cervatillo y alabando a Dios. Juan no conocía la sabiduría del mundo y, sin embargo, por el poder del Espíritu, pronunció palabras que ninguna sabiduría puede alcanzar. El Espíritu habita en el cielo, ha llenado la tierra, está presente en todas partes y no está contenido en ningún lugar. Habita totalmente en todos y está todo entero con Dios. Realiza el servicio de suministrar sus dones, pero no actúa en función de servidor, sino que distribuye sus gracias con autoridad propia: en efecto, «actúa —dice la Escritura— distribuyendo sus dones a cada uno en particular como él quiere» (1 Co 12,11). Es enviado según el plan de la redención, pero obra con total independencia. Pidámosle que esté presente en nuestras almas y no nos abandone en ninguna circunstancia, por la gracia de nuestro Señor Jesucristo, a quien sean la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén. (Bas., fid. 3)
d. El Espíritu Santo es quien nos hace Iglesia
«Escuchen, todos los habitantes del mundo: tanto los humildes como los poderosos, el rico lo mismo que el pobre» (Sal 49 (48), 2-3). Porque el que, llamándonos desde los lugares más diversos, hace la unidad, hace de nosotros la Iglesia (ὁ ἐκκκλησιάζων) y convoca a todos con el anuncio (τῷ κηρύγματι) es el Paráclito, el «Espíritu de la verdad» (Jn 14,17), que reúne a todos los que se salvan por medio de los profetas y apóstoles; porque «por toda la tierra se extiende su anuncio, y hasta los confines de la tierra sus palabras» (Sal 18,5); por esto dice: «Oíd esto todos los pueblos y todos los habitantes del mundo» (Sal 48,2). Por eso también la Iglesia se compone de hombres de las más diversas condiciones, para que nadie quede excluido del beneficio. (Bas., hom. in Ps. 48: PG 29, 433, 9-18)
Así, el Espíritu es verdaderamente el lugar de los santos. Y el santo es, a su vez, un lugar familiar para el Espíritu, pues se ofrece para habitar con Dios y es llamado también su templo. (Bas., Spir. 26, 62, 22-24)
– La ingratitud y la falta de docilidad entristecen al Espíritu Santo que habita en nosotros
Ni por el hecho de que el Espíritu esté en ti —si es verdad que está en ti por completo—, ni por el hecho de que nos instruya a nosotros, cegados en la elección de lo que nos es útil, ni por el hecho de que nos guíe, resultes perjudicado en tu recta y santa opinión de él. En efecto, el grado supremo de ingratitud consiste en hacer de la benevolencia del bienhechor una ocasión de ingratitud (ἀφορμὴν ἀχαριστίας). «No entristezcan al Espíritu Santo» (Ef 4,30). Escuchen lo que dice Esteban, ofrecido como primicia de los mártires, cuando reprocha al pueblo la falta de docilidad y la rebeldía: «Ustedes —dice— resisten siempre al Espíritu Santo». Y de nuevo Isaías: «Pero ellos ser rebelaron y afligieron su santo espíritu. Entonces él se volvió su enemigo y combatió contra ellos». Y en otro pasaje: «La casa de Jacob provocó la indignación al Espíritu del Señor». (Bas., Spir. 19, 50, 5-17)
– Las palabras vacías entristecen al Espíritu Santo
Pregunta 23. ¿Hasta qué palabras se juzga la palabrería? En general, toda palabra que no contribuya al cumplimiento de lo que hemos de hacer en el Señor es inútil. Y el peligro de tal palabra es tan grande que, por bueno que sea lo que se dice, si no está ordenado a la edificación de la fe (cf. Ef 4,29), el que ha hablado no escapa al peligro porque esa palabra no es buena, sino que entristece al Espíritu Santo porque lo que dice no está ordenado a la edificación. Esto nos lo enseñó claramente el Apóstol cuando dijo: «No profieran palabras inconvenientes; al contrario, que sus palabras sean siempre buenas, para que resulten edificantes cuando sea necesario y hagan bien a aquellos que las escuchan» (Ef 4,29), y añade: «No entristezcan al Espíritu Santo de Dios, que los ha marcado con un sello» (Ef 4,30). Qué gran mal es entristecer al Espíritu Santo de Dios, ¿acaso hace falta decirlo? [chismes, murmuraciones] (Bas., reg. brev. 23: PG 31, 1098D-1100A)
«No dejes de enseñar estas cosas, ni de exhortar delante de Dios a que se eviten las discusiones inútiles, que sólo sirven para perdición de quienes las escuchan» (2 Tm 2,14)… «Evita las cuestiones estúpidas y carentes de sentido: ya sabes que provocan serios altercados» (2 Tm 2,23). No se deben proferir palabras ociosas, de las que no se deriva ningún bien. Porque hablar o hacer el bien mismo, no para edificación de la fe, es entristecer al Espíritu Santo de Dios. (Bas., reg. mor. 25, PG 31, 744B)
Puesto que el Señor no exime de juicio a quien produce palabrería ociosa, y de modo aún más enérgico juzga a quien deja el talento íntegro en la improductividad, el Apóstol nos ha transmitido que también quien pronuncia una palabra buena, pero no provee a la edificación de la fe, entristece al Espíritu Santo (cf. Ef 4,30), por lo que estamos obligados a considerar el juicio de quien come y bebe indignamente. (Bas., bapt. I, 3: PG 31, 1577BC)
e. El Espíritu Santo nos confirma en la fe
«Por la palabra del Señor se fortalecieron los cielos, y por el soplo de su boca todo su poder» (Sal 32,6). Comprende, pues, que son tres: el Señor que ordena, el Logos que crea, el Soplo (el Espíritu) que confirma. ¿Qué otra cosa sería la confirmación (ἡ στερέωσις) sino la perfección (ἡ τελείωσις) en la santidad, puesto que la palabra significa lo que es constante, inmutable, firmemente establecido en la bondad? La santidad no existe sin el Espíritu. (Bas., Spir. 16, 38, 37-42)