Este viernes 15 de septiembre de 2023, el Santo Padre Francisco ha recibido en Audiencia a los participantes en el V Congreso Mundial de Oblatos Benedictinos y les ha dirigido el discurso que publicamos a continuación:
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Discurso del Santo Padre
Queridos hermanos, queridas hermanas, ¡buenos días!
Os doy la bienvenida, muy contento de encontrarme con vosotros con ocasión de vuestro Congreso Mundial.
El oblato benedictino, «en el propio ambiente familiar y social, reconoce y acoge el don de Dios […] inspirando el propio camino de fe a los valores de la Santa Regla y de la Tradición espiritual monástica»: así el Estatuto [de los Oblatos benedictinos italianos] en el art. 2. Pienso en vuestro carisma y creo que de alguna manera se puede resumir en una bella expresión de San Benito, que nos invitaba a tener un «corazón dilatado por la indecible soberanía del amor» (Prólogo de la Regla, n. 49).
Qué hermoso: ¡un corazón dilatado por la indecible soberanía del amor! Este corazón dilatado caracteriza el espíritu benedictino, que ha inervado la espiritualidad del mundo occidental y se ha extendido desde entonces a todos los continentes; esa expresión, «corazón dilatado», es muy importante. A lo largo de los siglos, ha sido un carisma portador de gracia, porque sus raíces son tan firmes que el árbol crece bien, resiste los embates del tiempo y da frutos sabrosos del Evangelio. Creo que este corazón ensanchado es el secreto de la gran obra de evangelización que lleva a cabo el monacato benedictino, y a la que vosotros os consagráis como oblatos, «ofrecidos» tras las huellas del gran Santo Abad. Quisiera, pues, reflexionar brevemente con vosotros sobre tres aspectos de este «ensanchamiento del corazón»: la búsqueda de Dios, la pasión por el Evangelio y la hospitalidad.
La vida benedictina se caracteriza, en primer lugar, por una búsqueda constante de Dios, de su voluntad y de las maravillas que realiza. Esta búsqueda tiene lugar en primer lugar en la Palabra, de la que te alimentas cada día en la lectio divina. Pero también en la contemplación de la creación, en dejaros interpelar por los acontecimientos cotidianos, en vivir vuestro trabajo como oración, hasta el punto de hacer de los medios mismos de vuestro trabajo instrumentos de bendición, y finalmente en las personas, los hermanos y hermanas que la Providencia os hace encontrar. En todo esto estáis llamados a ser buscadores de Dios.
Un segundo rasgo importante es el de la pasión por el Evangelio. Siguiendo el ejemplo de los monjes, la vida de quienes se remiten a San Benito es abnegada, plena, intensa. Como los monjes, que recuperan los lugares donde viven y puntúan sus días con laboriosidad, así también vosotros estáis llamados a transformar los contextos cotidianos donde vivís, trabajando como levadura en la masa, con competencia y responsabilidad, y al mismo tiempo con mansedumbre y compasión. El Concilio Vaticano II esboza elocuentemente esta pasión misionera cuando, hablando del papel de los laicos en la Iglesia, dice que están llamados a «buscar el reino de Dios ocupándose de las cosas temporales y ordenándolas según Dios […] desde dentro como la levadura» (Lumen Gentium, 31). Pensemos, en este sentido, en lo que constituyó la presencia del monacato, con su modelo de vida evangélica basado en el ora et labora, con la conversión pacífica y la integración de numerosas poblaciones, en la transición del hundimiento del imperio romano al nacimiento de la sociedad medieval. Todo este celo nacía de la pasión por el Evangelio, y también éste es un tema de gran actualidad para ustedes. Hoy, de hecho, en un mundo globalizado pero fragmentado, apresurado y entregado al consumismo, en contextos en los que las raíces familiares y sociales a veces parecen casi disolverse, no hacen falta cristianos que señalen con el dedo, sino testigos apasionados que irradien el Evangelio «en la vida a través de la vida». Y la tentación es siempre ésta: pasar de «testigos cristianos» a «acusadores cristianos». El acusador es sólo uno: el diablo; no asumamos el papel del diablo, asumamos el papel de Jesús, estemos en la escuela de Jesús, de las Bienaventuranzas.
El tercer rasgo de la tradición benedictina en el que me detengo es el de la hospitalidad. En la Regla, San Benito le dedica un capítulo entero (cf. Capítulo LIII: La acogida de los huéspedes), que comienza con estas palabras: «Todos los huéspedes que vienen al monasterio deben ser recibidos como Cristo, pues un día dirá: «Fui huésped y me acogisteis» (Mt 25, 35)» (n. 1). Venit hospes, venit Christus. Y a continuación especifica algunas actitudes concretas que toda la comunidad debe adoptar hacia los huéspedes: «Salgan a su encuentro, mostrándole su amor de todas las maneras; […] recen juntos y luego entren en comunión con él, intercambiando la paz» (n. 3), es decir, que compartan con él lo que tienen de más valioso. Y luego Benedicto habla también de quiénes son los huéspedes «de consideración», diciendo: «Especialmente los pobres y los peregrinos han de ser recibidos con toda la consideración y cuidado posibles, porque precisamente en ellos se recibe a Cristo de un modo muy especial» (n. 15): los pobres y los peregrinos. Como oblatos, vuestro gran monasterio es el mundo, la ciudad, el lugar de trabajo, y allí estáis llamados a ser modelos de acogida en el respeto a los que llaman a vuestra puerta y en la preferencia por los pobres. Acoger es esto: la tentación es encerrarse, y hoy, en nuestra civilización, en nuestra cultura, incluso cristiana, una de las formas de encerrarse es la charla, que «ensucia» a los demás: «Me encierro porque éste es un desgraciado…». Por favor, como benedictinos, que vuestra lengua sea para alabar a Dios, no para parlotear de los demás. Si hacéis la reforma de vida de no chismorrear nunca sobre los demás, ¡habréis abierto la puerta a vuestra causa de canonización! Ponte manos a la obra. A veces, en cambio, parece que nuestra sociedad se asfixia lentamente en las bóvedas selladas del egoísmo, del individualismo y de la indiferencia, y el parloteo nos encierra…
Queridos hermanos y hermanas, deseo bendecir al Señor con vosotros por la gran herencia de santidad y sabiduría de la que sois depositarios, y os invito a seguir ensanchando vuestros corazones y a entregarlos cada día al amor de Dios, sin dejar nunca de buscarlo, de testimoniarlo con pasión y de acogerlo en los más pobres con los que la vida os cruce. Os agradezco de corazón vuestra oblación y, por favor, no olvidéis rezar por mí. Gracias.