El mundo tiene su preferencia en la fuerza y la potencia. Pero, la Iglesia de Cristo, la Iglesia santa, católica, romana, apuesta por la caridad y por el verdadero y santo amor. El gran pensador Jaime Balmes, Doctor Humanus, afirmó: “Una niña que en la edad de la hermosura y de las ilusiones se consagra al servicio de los enfermos muestra más grandor de ánimo que todos los conquistadores del mundo”. María Güell, testimoniaba, ilusionada: “Estoy contenta de haber consagrado mi vida a Dios y a la caridad”.
El Padre José Mª Solé Romà, gran claretiano, fue el gran biógrafo de la muy sencilla religiosa María Güell Puig. Fue vicepostulador de su proceso de beatificación y de canonización, así como autor del libro de su vida, titulado “Llama de caridad”.
Mª Güell nació en Valls el 24 de junio de 1848. En 1872 inició su camino religioso en las Hermanas de la Caridad del Hospital de Cervera. El 14 de septiembre de 1899, fundó, en dicho Hospital, la congregación de las Misioneras Hijas del Corazón Inmaculado de María. Ahí mismo, el 14 de junio de 1921, murió. El 6 de abril de 1998 el Santo Padre Juan Pablo II la declaró Venerable. Esto es, proclamó que todas las virtudes las había vivido en grado heroico.
La síntesis, el meollo, la clave y el hilo conductor de su vida fue la concepción sanjuanista de la llama que arde en amor a Dios. Idea, ésta, que se concretó en una vida de sencilla religiosa de vida activa, siempre consagrada al cuidado de los pobres y enfermos de aquel multisecular Hospital. La fotografía de su corazón, era, precisamente, una llama de amor a Dios.
Dedicó sus desvelos a diversos enfermos: infecciosos, profesionales del crimen, criminales del penal, sangrientos heridos de guerra de ambos bandos, etc. Los curó con mucha humanidad, con delicadeza femenina, muy cercana y sencilla, finamente afectuosa, amiga, maternal, santamente amorosa, caritativa, misericordiosa, sobrenatural, abnegada, procurando su bien integral. Se dio a ellos generosamente.
Vale la pena concretar esto, procurando recrear algunas escenas. Así, por un lado, estaba el desgarrador zarpazo de la guerra, odio cruel, dolor intenso, aflicción y desconsuelo, lágrimas, etc. ¡Tinieblas nauseabundas! ¡Qué pena! Pero, por otro lado, seguía habiendo poesía; armonioso, alegre y bello canto de ruiseñores. Esto es, en medio de tanto horror, las rosas de caridad continuaban floreciendo en su corazón materno y expandían su fragancia ¡Tenía corazón! Con apertura, cordialidad, aprecio, educación, buenas maneras, atención, bondad, amabilidad, primor, los servía y cuidaba ilusionadamente, vendaba sus heridas. Con santa estima, ¡los quería como hijos! En suma, era ¡caricia amable!
Claro está que siguió habiendo lágrimas. Pero, aquellos hombrones, -como cuando habían sido pequeñines-, gozaban ya del consuelo de una madre, que se las enjugaba. Era: ¡la sonrisa en medio de las lágrimas! Desde entonces, ya, junto a la oscuridad, nacían incipientes rayos de luz. En medio de la amargura ya había una gota de miel.
El horror y el dolor que habían sentido había sido muy grande, muy fuerte. Cuando hechos trágicos tan intensos se convierten ya sólo en pasado, siguen aún repercutiendo, continúan persistiendo en el espíritu, ya que han dejado una huella muy profunda. Se trata, pues, de una presencia prolongada, patente, viva, palpitante, vibrante.
Las curas llegaban en un santiamén, sin apenas lapso de tiempo, cuando aún aquellos hechos tan lamentables eran recientes. Así, entraban en contacto inmediato dos cosas enormemente diferentes, lo tenebroso y las rosas, el hielo y el fuego, el odio y el amor. Este encuentro, o más bien choque, de dos mundos, hacía resaltar grandemente el contraste. Lo cual hubo de tocarles en lo más íntimo de su corazón, hubo de afectarles mucho, hubo de impactarles grandemente. ¡Qué emoción! Tal vez, a algunos de ellos, ¡se les caerían las lágrimas!
La caridad de esta religiosa fue sencilla y humilde, sobrenatural, a imitación del corazón inmaculado de María. El secreto de su caridad fue el cristocentrismo. Cristo era el centro de su corazón. En aquellos heridos, rotos, destrozados, veía a Cristo (cf. Mt. 25, 31-46). Pero, para mujer tan enamorada del buen Jesús, ver en ellos a Cristo era algo que la afectaba, encendía su corazón, la movía fuertemente. Esto es lo que hacía tan grande su amor fraterno.
Jesús era de María Güell. Ella se había entregado totalmente a Jesús. Era, pues, posesión de Cristo. Era totalmente y exclusivamente de Jesucristo. Para ella, no existía nada más que Jesús. Su todo era Jesús. En su corazón sólo estaba el divino hijo de la Virgen.
Su amor total a Cristo, hacía su corazón grande y parecido al del Señor. Su corazón era el de una buena religiosa, azucena, observante, fiel, desprendida, despegada, universal, fervorosa, muy espiritual, con sed de altura, crucificada, equilibrada, santa.
A sus hijas espirituales, a la congregación por ella fundada, les dio esta consigna: ¡miren siempre y en todo a Jesús y ámenle mucho! La vocación de estas religiosas consiste en ser una nueva María Güell, ser como su fundadora, seguir sus pasos.
Mujeres, como María Güell, y tantísimas otras que se han consagrado maravillosamente a la misericordiosa caridad para con los enfermos, son un verdadero patrimonio de la humanidad, que causa gran admiración a todos, también a los no creyentes, pues el lenguaje del verdadero amor es universal ¡Su recuerdo resplandece como el Sol!