El cardenal Felipe Arizmendi, obispo emérito de San Cristóbal de Las Casas y responsable de la Doctrina de la Fe en la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM), ofrece a los lectores de Exaudi su artículo semanal titulado “¡Hay esperanza!”.
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MIRAR
Pareciera que nuestras autoridades están rebasadas, pues los grupos armados se enseñorean de más y más espacios. Aunque en las altas esferas federales se diga que el crimen no domina territorios, que vengan a vivir entre nosotros para que comprueben lo contrario. Extorsionan a medio mundo, acaparan tierras comunitarias, talan montes sin compasión y, como tienen poderosas armas, nadie se atreve a enfrentárseles. Acudimos a instancias gubernamentales y piden que la gente presente denuncias, pero hacerlo es exponerse a represalias mortales. El partido político que se presenta como la esperanza de México, ha sido incapaz de romper este círculo corruptor de grupos y personas. A pesar de todo, ¡hay esperanza! Si se acepta a Jesucristo en el corazón, él nos ayuda a romper cadenas que parecen indestructibles. Si se escucha su Palabra liberadora, nos libera de la idolatría del dinero, del poder y del placer, para que seamos realmente libres. ¡Cristo resucitado es nuestra esperanza!
En nuestra vida, quizá carguemos pesadas lozas de errores cometidos en otros tiempos, de atropellos sufridos por pederastas y violadores, de decepciones que rompen el corazón, de calumnias que nos han destrozado, de enfermedades que parecen incurables, de la pérdida de un ser querido, etc. Algo muy doloroso es el sentimiento de que no valemos, de que nada nos sale bien, de que no sabemos qué hacer; es la vida sin sentido, que nos puede orillar a la soledad, a la angustia, a buscar el alcohol y las drogas como refugio engañadizo, a compensar nuestros complejos con apariencias de lujos y de preeminencia sobre los demás. Por estos desengaños y sufrimientos, algunos ven el suicidio como su única salida. Sin embargo, ¡hay esperanza! Cuando uno descubre el amor de Dios manifestado en Cristo misericordioso y vivo entre nosotros, todo puede cambiar. El rompe nuestra soledad y nos ayuda a salir del sepulcro. ¡Cristo resucitado es nuestra esperanza!
En la vieja Europa nos dicen que cada día hay menos niños, porque los jóvenes no quieren ni casarse, menos tener hijos; prefieren animales. Precisamente por eso van desapareciendo sus culturas, pues llegan como fuerza de trabajo extranjeros que son aceptados o tolerados como única salida a sus economías. Hay un cambio cultural. Nos dicen que baja más y más el número de creyentes, que muchos templos están vacíos y, por ello, deben venderlos para cualquier otro uso, pues los pocos fieles no pueden sufragar los gastos de mantenimiento. No sólo disminuyen, sino que no hay nuevas vocaciones sacerdotales y religiosas. A pesar de ello, ¡hay esperanza! En otras partes no estamos mucho mejor, pero de Africa, de la India, de Corea del Sur, e incluso de nuestra América Latina, se les están enviando sacerdotes y religiosas. En las comunidades que atiendo, no han bajado los feligreses, aunque nos falta más presencia juvenil. Si no cambiamos, podemos seguir los malos pasos de Europa. ¡En Cristo resucitado hay esperanza! Cuando uno lo descubre y se entusiasma por él, frecuenta la oración y los sacramentos, acude a alimentarse de la Palabra de Dios y se convierte en un testigo que contagia a otros, y surgen nuevas vocaciones.
DISCERNIR
El Papa Francisco, en su homilía de la Vigilia Pascual reciente, nos dijo:
“A veces pensamos que la alegría del encuentro con Jesús pertenece al pasado, mientras que en el presente vemos sobre todo tumbas selladas: las de nuestras desilusiones, nuestras amarguras, nuestra desconfianza; las del “no hay nada más que hacer”, “las cosas no cambiarán nunca”, “mejor vivir al día” porque “no hay certeza del mañana”. También cuando hemos sido atenazados por el dolor, oprimidos por la tristeza, humillados por el pecado; cuando hemos sentido la amargura de algún fracaso o el agobio por alguna preocupación, hemos experimentado el sabor acerbo del cansancio y hemos visto apagarse la alegría en el corazón.
A veces simplemente hemos experimentado la fatiga de llevar adelante la cotidianidad, cansados de exponernos en primera persona frente a la indiferencia de un mundo donde parece que siempre prevalecen las leyes del más astuto y del más fuerte. Otras veces, nos hemos sentido impotentes y desalentados ante el poder del mal, ante los conflictos que dañan las relaciones, ante las lógicas del cálculo y de la indiferencia que parecen gobernar la sociedad, ante el cáncer de la corrupción —hay tanta—, ante la propagación de la injusticia, ante los vientos gélidos de la guerra. E incluso, quizá nos hayamos encontrado cara a cara con la muerte, porque nos ha quitado la dulce presencia de nuestros seres queridos o porque nos ha rozado en la enfermedad o en las desgracias, y fácilmente quedamos atrapados por la desilusión y se seca en nosotros la fuente de la esperanza. De ese modo, por estas u otras situaciones —cada uno sabe cuáles son las propias—, nuestros caminos se detienen frente a las tumbas y permanecemos inmóviles llorando y lamentándonos, solos e impotentes, repitiéndonos nuestros “por qué”. Esa cadena de “por qué”…
La noticia que cambiará para siempre la vida y la historia: ¡Cristo ha resucitado!. Esto es lo que realiza la Pascua del Señor: nos impulsa a ir hacia adelante, a superar el sentimiento de derrota, a quitar la piedra de los sepulcros en los que a menudo encerramos la esperanza, a mirar el futuro con confianza, porque Cristo resucitó y cambió el rumbo de la historia.
Hoy, la fuerza de la Pascua nos invita a quitar las lápidas de la desilusión y la desconfianza. El Señor, experto en remover las piedras sepulcrales del pecado y del miedo, quiere iluminar tu memoria santa, tu recuerdo más hermoso, hacer actual ese primer encuentro con Él” (8-IV-2023).
ACTUAR
No vivas de lamentos, ni de echar culpas a otros, ni te deprimas por errores que hayas cometido. Acércate a Jesús y verás que tu vida se llena de esperanza, para ti y para los demás.