“Como judíos y cristianos, tratemos de hacer todo lo humanamente posible para poner fin a la guerra y allanar los caminos de la paz”, expresó el Papa Francisco.
Este, martes 22 de noviembre de 2022, en la Sala Clementina del Palacio Apostólico Vaticano, el Santo Padre recibió en audiencia a los participantes en la reunión del Comité Ejecutivo del Congreso Mundial Judío.
Publicamos a continuación el discurso que el Papa dirigió a los presentes durante el encuentro:
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Discurso del Santo Padre
Estimados representantes del Congreso Mundial Judío, les doy mi fraternal bienvenida. Le agradezco, Embajador Lauder, sus amables palabras. Esta visita testimonia y refuerza los lazos de amistad que nos unen. Desde la época del Concilio Vaticano II, su Congreso ha dialogado con la Comisión para las Relaciones Religiosas con los Judíos, y durante muchos años ha patrocinado encuentros de gran interés.
Nosotros, judíos y católicos, compartimos tesoros espirituales inestimables. Profesamos la fe en el Hacedor del cielo y de la tierra, que no sólo ha creado a la humanidad, sino que ha formado a cada ser humano a su imagen y semejanza (cf. Gn 1,26). Creemos que el Todopoderoso no ha permanecido alejado de su creación, sino que se ha revelado, no comunicándose sólo con unos pocos aislados, sino dirigiéndose a nosotros como pueblo. Mediante la fe y la lectura de las Escrituras transmitidas en nuestras tradiciones religiosas, podemos entrar en relación con él y cooperar con su voluntad providencial.
Asimismo, compartimos una perspectiva similar sobre las cosas finales, conformada por la confianza de que en el camino de la vida no avanzamos hacia la nada, sino hacia el encuentro con el Altísimo que cuida de nosotros. Un encuentro con Aquel que nos ha prometido, al final de los tiempos, un reino eterno de paz, en el que acabará todo lo que amenaza la vida y la convivencia humana. Nuestro mundo está marcado por la violencia, la opresión y la explotación, pero éstas no tienen la última palabra. La promesa fiel del Eterno nos habla de un futuro de salvación, de cielos nuevos y tierra nueva (cf. Is 65,17-18; Ap 21,1), donde la paz y la alegría habrán asegurado su permanencia, donde la muerte será eliminada para siempre, donde enjugará las lágrimas de todos los rostros (cf. Is 25,7-8) y no habrá más llanto, gritos ni dolor (cf. Ap 21,14). El Señor hará realidad este futuro; es más, él mismo será nuestro futuro. Aunque en el judaísmo y en el cristianismo existan diferentes concepciones sobre cómo se producirá esta realización, la promesa consoladora que compartimos permanece. Alienta nuestra esperanza, pero no menos nuestro compromiso de garantizar que el mundo en el que habitamos y la historia que hacemos reflejen la presencia de Aquel que nos ha llamado a adorarle y a ser los guardianes de nuestros hermanos y hermanas.
Queridos amigos, a la luz de la herencia religiosa que compartimos, consideremos el presente como un desafío que nos une, como un estímulo para actuar juntos. A nuestras dos comunidades de fe se les confía la tarea de trabajar para que el mundo sea más fraterno, combatiendo las formas de desigualdad y promoviendo una mayor justicia, para que la paz no se quede en una promesa de otro mundo, sino que se convierta en una realidad presente en nuestro mundo. El camino de la convivencia pacífica comienza con la justicia, que, junto con la verdad, el amor y la libertad, es una de las condiciones fundamentales para una paz duradera en el mundo (cf. JUAN XXIII, Encíclica Pacem in Terris, 18, 20, 25). ¡Cuántos seres humanos, creados a imagen y semejanza de Dios, son violentados en su dignidad como consecuencia de la injusticia que asola nuestro mundo y que representa la causa subyacente de tantos conflictos, el pantano que engendra las guerras y la violencia! Aquel que creó todas las cosas con orden y armonía nos urge a reclamar este pantano de injusticia que engulle la convivencia fraterna en el mundo, incluso cuando las devastaciones ambientales comprometen la salud de la tierra.
Las iniciativas comunes y concretas destinadas a promover la justicia exigen valor, cooperación y creatividad. Y se benefician en gran medida de la fe, de la capacidad de poner nuestra confianza en el Altísimo y de dejarnos guiar por él, más que por los meros intereses terrenales, siempre inmediatos y miopes, marcados por el interés propio e incapaces de abarcar el conjunto. La fe, en cambio, nos hace caer en la cuenta de que cada hombre y cada mujer están hechos a imagen y semejanza del Altísimo, y están llamados a caminar hacia su reino. También las Escrituras nos recuerdan que poco o nada podemos conseguir si Dios no nos da fuerza e inspiración: “i el Señor no construye la casa, en vano se afanan los constructores” (Sal 127,1). En otras palabras, nuestras iniciativas políticas, culturales y sociales para mejorar el mundo -lo que ustedes llaman Tikkun Olam– nunca tendrán éxito sin la oración y sin la apertura fraternal a otras criaturas en nombre del único Creador, que ama la vida y bendice a los que son pacificadores.
Hermanos y hermanas, hoy, en muchas partes del mundo, la paz está amenazada. Juntos reconocemos que la guerra, toda guerra, es siempre y en todas partes una derrota para toda la humanidad. Pienso en el conflicto de Ucrania, una guerra grande y sacrílega que amenaza tanto a los judíos como a los cristianos, privándoles de sus seres queridos, de sus casas, de sus bienes y de su propia vida. Sólo con la seria decisión de acercarse unos a otros y en diálogo fraterno es posible sentar las bases de la paz. Como judíos y cristianos, tratemos de hacer todo lo humanamente posible para poner fin a la guerra y allanar los caminos de la paz.
Queridos amigos, os agradezco de corazón esta visita. Que el Altísimo, que tiene “planes de paz y no de desgracia” (Jer 29,11), bendiga vuestras buenas obras. Que os acompañe en vuestro viaje y nos conduzca juntos por el camino de la paz. ¡Shalom!”.