El sencillo y humilde corazón encuentra el perdón de Dios: Reflexión de Mons. Enrique Díaz

XXX Domingo Ordinario

Juan Pablo Arias © Cathopic

Mons. Enrique Díaz Díaz comparte con los lectores de Exaudi su reflexión sobre el Evangelio del próximo Domingo, 23 de octubre de 2022 titulado “El sencillo y humilde corazón encuentra el perdón de Dios”.

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Eclesiástico 35, 15-17. 20-22: “La oración del humilde llega hasta el cielo”

 Salmo 33: “El Señor no está lejos de sus fieles”

II Timoteo 4, 6-8. 16-18: “Ahora sólo espero la corona merecida”

 San Lucas 18, 9-14: “El publicano regresó a su casa justificado y el fariseo no”.

“Caminar juntos” es el ideal que nos ha propuesto el Papa Francisco en esta etapa de la Iglesia  y afirma que: “Para caminar juntos es necesario que nos dejemos educar por el Espíritu en una mentalidad verdaderamente sinodal, entrando con audacia y libertad de corazón en un proceso de conversión… Es hacer que germinen sueños, suscitar profecías, hacer florecer esperanzas, vendar heridas, resucitar una aurora de esperanza”. Es bello y prometedor el panorama que nos presenta, pero para iniciarlo tenemos que descubrir, aceptar, escuchar y caminar con el otro, reconocerlo como persona. Así nos lo presenta gráficamente Jesús en el evangelio de este día personificando en el fariseo y el publicano la intransigencia de uno y la disponibilidad del otro. El primer paso es reconocernos como personas delante de Dios.


¿Dónde hemos escuchado que se aduce la autoridad de Dios para justificar los propios errores? ¿Cómo se utiliza la imagen de Dios para sostener regímenes injustos y someter a las personas? Detrás del “cuentito” que hoy nos presenta Jesús hay  una denuncia terrible contra los fariseos y contra toda clase de manipulación de Dios de aquellos y de estos tiempos. Claro, ahora nadie quiere ser fariseo, pero en aquellos tiempos era un orgullo y se autoproclamaban como los custodios de la ley y de las buenas costumbres. La primera preocupación del movimiento fariseo era asegurar la respuesta fiel de Israel al Dios santo que les había regalado la ley, que los distinguía de todos los pueblos. Hoy a nadie le gusta que le llamen fariseo, pero si escuchamos a quien está dirigida la parábola: “Jesús dijo esta parábola sobre algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás”, quizás tendremos que reconocer que somos muchísimos a los que nos afecta esta denuncia. “El fariseo” de todos los tiempos es la persona que se siente tan segura de sí misma y de su propio valer que desprecia a los demás, los juzga y los condena. Se autoproclama como poseedor exclusivo de la verdad y con esa verdad destruye a los otros.

Son los extremismos y fundamentalismos religiosos y políticos que se dan en todas las regiones del mundo, desde los partidos que se autodenominan salvadores únicos hasta los extremistas que todo condenan; desde un católico intransigente hasta un protestante agresivo y ofensivo. No se busca a Dios, se está satisfecho con su pretendida condición de justo y se utiliza la imagen de Dios, o de su propia verdad, para desde ahí atrincherarse y atacar a los otros. En su corazón no hay apertura ni disposición al diálogo, está lleno de sí mismo. Y esto no es exclusivo de la religión, se da en todos los campos: en los partidos, en la educación, en las posturas ideológicas… Se olvida de las personas para erigirse a sí mismo como “dictador y última razón” de todas las posturas. Si se tiene que “utilizar” a Dios, a la libertad, a la justicia, a la verdad, como instrumentos para lograr sus propósitos, se les utiliza sin ningún remordimiento, porque él se siente como único poseedor de la verdad y se mira siempre con las manos limpias. Exige a los demás cambiar y ser justos a su estilo, clasifica, denuncia, rechaza, de acuerdo a la miopía de sus propios criterios. Y, como dice Jesús, así nunca encuentra ni justificación, ni diálogo, ni respuesta… es como una caja de resonancia que se queda escuchando los sonidos que emite pero que se ahoga en su propia oscuridad.

En las relaciones con Dios y con los hombres lo primero será reconocer con humildad la propia limitación y abrir el corazón para poder recibir de los demás. Si se está lleno de sí mismo,  se es incapaz de dejar entrar al otro, o al “Otro”, en el corazón. Es necesario reconocer nuestro pecado, llamar a las cosas por su nombre, confesarnos pecadores y saber arrepentirnos sin angustias ni remordimientos estériles. ¡Qué fácil echar las culpas a otros para ocultar nuestras fallas! Cuántas guerras, cuántas discusiones, cuántos conflictos, acusando a los otros, sin ser capaces de mirar más allá de nuestro egoísmo. El Papa Francisco ha denunciado fuertemente este “narcisismo” que nos lleva a contemplarnos y a gustarnos, lejos de buscar, contemplar y proclamar a Dios. Con cuánta razón y sencillez recomienda el Eclesiástico: “La oración del humilde atraviesa las nubes… quien sirve a Dios con todo su corazón es oído y su plegaria llega hasta el cielo”. La oración del engreído no supera el techo de su propio orgullo. La parábola del fariseo y del publicano nos sigue recordando también hoy  el camino más sano y liberador. Cuando el hombre se acoge a Dios y se confía en Él, encuentra su descanso. Cuando la persona se pone como centro, queda difusa, perdida y descentrada.

San Pablo recuerda todas las dificultades que tuvo para anunciar el Evangelio y parecería vanagloriarse de sus victorias… sin embargo, lo reconoce no como mérito propio sino que “el Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas para que, por mi medio, se proclamara claramente el mensaje de salvación”. No manipula el mensaje para aparecer él, sino que se hace servidor y proclamador del mensaje. Hoy es día de reflexión e interiorización. La parábola de Jesús nos lleva a examinarnos seriamente cómo es nuestra actitud. Detrás de los dos personajes se puede descubrir la oposición entre dos tipos de justicia: la del hombre que cree que es capaz de alcanzarla cumpliendo la exterioridad de la ley; o la justificación que Dios concede al pecador que se reconoce como tal y se convierte. A un corazón cerrado  y atiborrado de orgullo, no puede entrar ni el hermano ni Dios. ¿A cuál personaje nos parecemos?

Padre Dios, que miras con benevolencia el corazón sencillo y humilde, purifica nuestros corazones de todo orgullo y vanidad para que podamos abrirnos a tu generosidad y misericordia. Amén.