El 60º aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II es un momento de particular gracia también para el Sínodo, que representa un fruto de aquella asamblea ecuménica, de hecho, una de sus «herencias más valiosas» (Francisco, const. ap. Episcopalis Communio, 15 de septiembre de 2018, 1). El Synodus Episcoporum, de hecho, fue instituido por San Pablo VI al inicio del cuarto y último período del Concilio (15 de septiembre de 1965), atendiendo a las peticiones de muchos padres conciliares.
La finalidad del Sínodo era y sigue siendo la de prolongar, en la vida y en la misión de la Iglesia, el estilo del Concilio Vaticano II, así como la de fomentar en el Pueblo de Dios la apropiación viva de sus enseñanzas, con la conciencia de que ese Concilio representó «la gran gracia de la que se ha beneficiado la Iglesia en el siglo XX» (Juan Pablo II, Carta apostólica Novo millennio ineunte, 6 de enero de 2001, 57). Una tarea que dista mucho de estar agotada, dado que la recepción del magisterio del Concilio es un proceso continuo, en algunos aspectos todavía incipiente.
A lo largo de estos decenios, el Sínodo se ha puesto constantemente al servicio del Concilio, contribuyendo a renovar el rostro de la Iglesia, en una fidelidad cada vez más profunda a la Sagrada Escritura y a la Tradición viva y en una escucha atenta de los signos de los tiempos. Sus Asambleas -General Ordinaria, General Extraordinaria y General Especial- se han visto impregnadas, cada una a su manera, por la savia vital del Concilio, cuyas enseñanzas han profundizado, han abierto la potencialidad frente a nuevos escenarios y han favorecido la inculturación entre los distintos pueblos.
El actual proceso sinodal, dedicado a la «Sinodalidad en la vida y la misión de la Iglesia», sigue también la senda del Concilio. La sinodalidad es en todo momento un tema del Concilio, aunque este término -de reciente acuñación- no se encuentre expresamente en los documentos de la asamblea ecuménica. La magna charta del Sínodo 2021-2023 es la enseñanza del Concilio sobre la Iglesia, en particular su teología del Pueblo de Dios, «La condición de este pueblo es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo» (Lumen gentium 9).
Después de todo, «comunión, participación y misión» -los términos que el Papa Francisco ha querido incluir en el propio título del camino sinodal, convirtiéndolos en las palabras clave, por así decirlo- son palabras eminentemente conciliares. La Iglesia que estamos llamados a soñar y construir es una comunidad de mujeres y hombres unidos en comunión por la única fe, por el común Bautismo y por la misma Eucaristía, a imagen del Dios Trinidad: mujeres y hombres que juntos, en la diversidad de ministerios y carismas recibidos, participan activamente en la instauración del Reino de Dios, con el afán misionero de llevar a todos y a todas el testimonio gozoso de Cristo, único Salvador del mundo.
Benedicto XVI ha afirmado ya que «la dimensión sinodal es constitutiva de la Iglesia: consiste en reunir a personas de todos los pueblos y culturas para hacerse uno en Cristo y caminar juntos hacia Él, que dijo: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6)» (Ángelus, 5 de octubre de 2008). En el mismo horizonte, el Papa Francisco, al conmemorar el 50 aniversario de la institución del Sínodo, afirmó que el camino de la sinodalidad, «dimensión constitutiva de la Iglesia», «es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio» (17 de octubre de 2015).