Ayer a las 17:30 horas se celebró la Santa Misa del Santo Padre con los nuevos cardenales y el Colegio cardenalicio en la Basílica de San Pedro. Con este acto se dan por acabadas las jornadas en las que se reunieron para reflexionar sobre la reforma de la Curia.
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Homilía del Papa Francisco
Las lecturas de esta celebración —propias del formulario “por la Iglesia”— nos presentan un doble estupor: el de Pablo ante el designio de salvación de Dios (cf. Ef 1,3-14) y el de los discípulos —entre los cuales está también el mismo Mateo— en el encuentro con Jesús resucitado, que los envía a la misión (cf. Mt 28,16-20). Doble estupor. Adentrémonos en estos dos escenarios, donde sopla con fuerza el viento del Espíritu Santo, de modo que podamos salir de esta celebración, y de esta convocación cardenalicia, más capaces de “anunciar a todos los pueblos las maravillas del Señor” (cf. Salmo responsorial).
El himno con el que comienza la Carta a los Efesios surge de la contemplación del proyecto salvífico de Dios en la historia. Así como permanecemos encantados frente al universo que nos rodea, de la misma manera nos invade el estupor considerando la historia de la salvación. Y si en el cosmos cada cosa se mueve o está quieta según la intangible fuerza de gravedad, en el designio de Dios a través de los tiempos todo encuentra su origen, existencia, meta y fin en Cristo.
En el himno paulino, esta expresión —«en Cristo» o «en Él»— es el eje que rige todas las etapas de la historia de la salvación: en Cristo hemos sido bendecidos antes de la creación; en Él hemos sido llamados; en Él hemos sido redimidos; en Él toda criatura es conducida nuevamente a la unidad, y todos, los cercanos y los alejados, los primeros y los últimos, estamos destinados, gracias a la obra del Espíritu Santo, a ser alabanza para la gloria de Dios.
Frente a este designio, nos corresponde —como dice la liturgia— aclamar al Señor «que merece la alabanza» (Responsorio Laudes lunes IV semana): alabanza, bendición, adoración y gratitud que reconoce la obra de Dios. Una alabanza que vive de estupor, y está preservada del riesgo de caer en la rutina siempre que se inspire en la maravilla, siempre que se alimente de esta actitud fundamental del corazón y del espíritu: el estupor. Yo quisiera preguntar a cada uno de nosotros, a ustedes queridos hermanos Cardenales, a ustedes obispos, sacerdotes, consagrados, consagradas, pueblo de Dios: ¿Cómo va su estupor? ¿Siente ese estupor alguna vez? ¿O se ha olvidado lo que significa?
Este clima de estupor es el clima que respiramos adentrándonos en el escenario del himno paulino.
Si después entramos en el breve pero denso relato evangélico, si junto con los discípulos respondemos a la llamada del Señor y nos dirigimos a Galilea —cada uno de nosotros tiene su Galilea dentro de la propia historia, aquella Galilea en la que sentimos la llamada del Señor, la mirada del Señor que nos llamó; volver a aquella Galilea—, si volvemos a aquella Galilea, al monte que Él había indicado, experimentaremos un nuevo estupor. Esta vez, lo que nos maravilla no es el plan de salvación en sí mismo, sino el hecho —aún más sorprendente— de que Dios nos involucre en este designio suyo. Es la realidad de la misión de los apóstoles con Cristo resucitado. En efecto, apenas podemos imaginar el estado de ánimo con el que los «once discípulos» escucharon esas palabras del Señor: «Vayan […] hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado» (Mt 28,19-20); y después la promesa final que infunde esperanza y consuelo —hoy [en la reunión de esta mañana] hemos hablado de esperanza—: «Yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo» (v. 20). Estas palabras del Resucitado tienen aún, a dos mil años de distancia, la fuerza de hacer vibrar nuestros corazones. No termina de asombrarnos la insondable decisión divina de evangelizar el mundo a partir de ese insignificante grupo de discípulos, que —como advierte el evangelista— todavía dudaban (cf. v. 17). Pero, en definitiva, no es distinta la maravilla que nos causa si nos miramos a nosotros mismos, reunidos hoy aquí, a quienes el Señor ha repetido las mismas palabras, el mismo envío. A cada uno de nosotros, y todos nosotros como comunidad, como Colegio.
Hermanos, este estupor es una vía de salvación. Que Dios lo conserve siempre vivo en nosotros, porque eso nos libera de la tentación de sentirnos “a la altura”, de sentirnos “eminentísimos”, de alimentar la falsa seguridad de que la situación actual es en realidad distinta a la de aquellos comienzos, y de que hoy la Iglesia es grande, la Iglesia es sólida, y nosotros estamos colocados en los grados eminentes de su jerarquía —nos llaman “eminencias”—… Sí, hay algo de cierto en esto, pero también hay mucho de engaño, con el que el Mentiroso de siempre busca mundanizar a los seguidores de Cristo y hacerlos inocuos. Esta llamada está bajo la tentación de la mundanidad, que poco a poco te roba la fuerza, te roba la esperanza; te impide de ver la mirada de Jesús que nos llama por nombre y nos envía. Esta es la carcoma de la mundanidad espiritual.
En verdad, la Palabra de Dios hoy despierta en nosotros el estupor de estar en la Iglesia, el estupor de ser Iglesia. Volvamos a este estupor inicial, bautismal. Y es esto lo que vuelve atrayente la comunidad de los creyentes, en primer lugar para ellos mismos y después para todos los demás: el doble misterio de ser bendecidos en Cristo y de ir con Cristo por el mundo. Y tal estupor no disminuye en nosotros con el pasar de los años, no decae con el aumento de nuestras responsabilidades en la Iglesia. Gracias a Dios no. Se refuerza, se profundiza. Estoy seguro de que es así también para ustedes, queridos hermanos, que han entrado a formar parte del Colegio de los Cardenales.
Y nos da alegría el hecho de que este sentimiento de gratitud nos une a todos, a todos nosotros bautizados. Debemos estar muy agradecidos al Papa san Pablo VI, que ha sabido transmitirnos ese amor por la Iglesia, un amor que es ante todo gratitud, maravilla agradecida por su misterio y por el don no sólo de habernos admitido, sino de habernos implicado, hecho partícipes, es más, de hacernos corresponsables. En el Prólogo de la Encíclica Ecclesiam suam —que fue programática, escrita durante el Concilio— el primer pensamiento que anima al Papa es —cito— «que ésta es la hora en que la Iglesia debe profundizar en la conciencia de sí misma, […] de su propio origen, de su propia naturaleza, de su propia misión»; y hace referencia precisamente a la Carta a los Efesios, a «“la dispensación del misterio escondido por siglos en Dios… a fin de que venga a ser conocida… a través de la Iglesia” (Ef 3,9-10)».
Esto, queridos hermanos y hermanas, es un ministro de la Iglesia: alguien que sabe maravillarse ante el designio de Dios y con este espíritu ama apasionadamente a la Iglesia, pronto para servir en su misión donde y como quiera el Espíritu Santo. Así era Pablo apóstol —lo vemos en sus Cartas—, en quien el ímpetu apostólico y la preocupación por las comunidades están siempre acompañados, es más, precedidos por una bendición llena de grata admiración: “Bendito sea Dios…”, y llena de estupor. Y esta puede que sea la medida, el termómetro de nuestra vida espiritual. Repito la pregunta, querido hermano, querida hermana —estamos todos juntos aquí—: ¿Cómo se encuentra su capacidad de admirarte? ¿O está tan habituado, tan habituada, que la ha perdido? ¿Es todavía capaz de asombrarse?
¡Que pueda ser así también para nosotros! Asombrarnos ¡Que sea así para cada uno de ustedes, queridos hermanos Cardenales! Que nos obtenga esta gracia la intercesión de la Virgen María, Madre de la Iglesia, que guardaba y llevaba todas las cosas admirables en su corazón. Que así sea.