En el libro de los Hechos de los Apóstoles, leemos: “A ellos se presentó vivo después de su pasión… apareciéndose a ellos durante cuarenta días, y hablando del reino de Dios. Y permaneciendo les ordenó que no se fueran de Jerusalén, sino que esperaran la promesa del Padre, que, dijo, ‘habéis oído de mí, porque Juan bautizó con agua, pero antes de muchos días seréis bautizados con el Espíritu Santo”. Y más adelante añade: “cuando el Espíritu Santo haya venido sobre vosotros… seréis mis testigos en Jerusalén y en toda Judea y Samaría y hasta los confines de la tierra”.
Una tarde como hoy, aquellos hombres y mujeres temerosos, encerrados en el aposento alto de Jerusalén – porque se sabían perseguidos- experimentaron la poderosa presencia del Espíritu Santo que transformó sus vidas para siempre. Y sus vidas, transformadas por el poder del Espíritu, cambiaron la historia.
Esta noche, en el mundo, todos los cristianos estamos unidos en oración, esperando la promesa del Padre, la venida del Espíritu Santo. ¿Lo esperamos porque no ha venido, porque no está? No, él ya estaba en el momento de la Creación y en todos nosotros por el Bautismo que hemos recibido. Cada año, en la víspera de Pentecostés, queremos tener la misma experiencia vivida y cierta de su presencia en nosotros en nuestras vidas, en nuestras comunidades.
La realidad de hoy en el mundo está marcada por la enfermedad, la pandemia que se ha llevado a millones de personas en todo el mundo, y ha traído consigo dolor, sufrimiento y ausencia. Y también, en muchas partes del mundo, el hambre y pueblos enteros obligados al exilio. Y la guerra, la guerra entre hermanos, la guerra entre cristianos, como en el caso, en este momento, de la invasión de Ucrania. Otros ejemplos de esta guerra en todo el mundo son la situación en Yemen, el martirio del pueblo rohingya y la particular situación del Líbano, entre otros… ¡guerra!
Y ante este mundo desgarrado por las luchas y temeroso de un futuro incierto, esta noche surge la presencia luminosa del Espíritu Santo, que nos da la fuerza, que nos da el valor y la determinación para trabajar incansablemente por la paz que sólo Él puede dar. La paz comienza en las familias, en las relaciones interpersonales e interraciales, en las relaciones entre cristianos y con miembros de otras religiones. La paz comienza con el amor al enemigo, a los que no piensan como yo… Solos no podemos, solos no podemos lograrlo. Con el Espíritu Santo sí podemos. El odio parece haberse apoderado del mundo ahora. Pero hay un poder más fuerte que el odio: es el poder del amor, “porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5,5).
Mañana, con la fuerza del Espíritu Santo, buscaremos a esa persona que nos ha hecho daño, a la que no amamos por diversas razones, tal vez dentro de nuestra propia familia, y pediremos perdón, o perdonaremos y abrazaremos. Así comienza la paz poco a poco, uno más uno. La cultura de la paz, que debemos difundir, comienza de esta manera. Los Jefes de Estado trabajarán por la paz, o no, y serán serán juzgados por la historia. A cada uno de nosotros nos corresponde difundir el amor y vencer el odio con nuestras acciones cotidianas.
Y nuestros hijos aprenderán a vivir esto, y nuestros nietos aprenderán de ellos, y así podremos hacer algo para cambiar el mundo.
Sí, hemos sido llamados a este camino: “cuando el Espíritu Santo haya venido sobre vosotros… seréis mis testigos en Jerusalén y en toda Judea y Samaría y hasta el fin del mundo”
Esto es lo que deseo para todos vosotros: que recibáis la fuerza del Espíritu Santo y que seáis testigos. Que Dios os bendiga.