Al calor del fuego, es la reflexión que nos comparte Monseñor Enrique Díaz con ocasión del III Domingo de Pascua.
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Hechos de los Apóstoles 5, 27-32. 40-41: “Nosotros somos testigos de todo esto y lo es también el Espíritu Santo”
Salmo 29: “Te alabaré, Señor, eternamente. Aleluya”.
Apocalipsis 5, 11-14: “Digno es el Cordero, que fue inmolado, de recibir el poder y la riqueza”.
San Juan 21, 1-19: “Jesús tomó el pan y el pescado y se los dio a los discípulos”
Hoy sigue resonando la enorme alegría que nos trajo el Domingo de Resurrección: “¡El Señor está aquí! ¡El Señor está en medio de nosotros!”. En esta aparición todo inicia en la noche, con un Pedro inquieto que no puede permanecer pasivo y que pronto convoca a sus compañeros y, aunque no se lanza a anunciar al Resucitado, sí quiere poner manos a la obra para solucionar los problemas económicos cotidianos. Y empieza por hacer lo que mejor sabe hacer: pescar. El lago de Galilea lo conoce de memoria, sabe de los lugares especiales y de las horas oportunas, posee la inquebrantable constancia de quien ha hecho de la pesca su oficio. Sin embargo, para el práctico y activo Pedro, esta ha sido una noche de fracaso y un esfuerzo perdido: “No ha pescado nada”. Pero comienza el amanecer y mientras para unos concluye la jornada, para Pedro y sus compañeros inician las bendiciones. “Un desconocido” les cuestiona su trabajo y pide que lancen sus redes de una manera imprudente, ¡Como si ellos no conocieran su lago!, y milagro sucede. Son los milagros de la Resurrección: cuando todo parece fracaso, cuando todo parece inútil, cuando estamos por desistir… Cristo viene a nuestro lado y con su palabra y en su nombre, todas las cosas cambian. Sí, podemos y debemos hacer lo mejor que sepamos, pero siempre necesitamos hacerlo en su nombre y con su palabra. Ahí está el Señor muy cerca de nosotros, aunque no seamos capaces de reconocerlo. Cuando pasamos de la oscuridad a la luz, nos acompaña el Señor; cuando nos esforzamos y recogemos frutos, está con nosotros el Señor; cuando caminamos en medio de las dificultades y cuando vivimos con alegría, también está con nosotros el Señor… aunque parezca un desconocido, está ahí para amarnos, para animarnos, para llenarnos de esperanza.
Jesús no solamente hace el milagro de la pesca milagrosa, sino que acoge con sencillez y amor a aquellos pescadores que estaban a punto del fracaso. Su recibimiento es un pescado y un pan. Lo suficiente para reanimar al hambriento, lo necesario para despertar el diálogo y compartir las penas. Ahí están las brasas encendidas para que los pescados, apenas recogidos, completen el alimento necesario. Brasas encendidas, pescado y pan… signos de espera, signos de confianza y signos de amistad que Jesús ofrece a aquellos que son sus amigos y sus discípulos. Ningún reproche por el abandono, ningún regaño por la huída, ningún comentario que lastime o incomode. Son las brasas, el pescado y el pan que crean aquel ambiente de intimidad, ambiente de Eucaristía, ambiente de perdón gratuito e incondicional. Tantas veces había compartido Jesús con los pecadores y los despreciados una mesa, ahora toca a los discípulos experimentar el dulce sabor de un perdón pleno de amor y de ternura. Cuando Jesús tomó el pan y se los dio juntamente con el pescado, seguramente aquellos expertos pescadores y humildes discípulos, recordaron la última cena que habían celebrado con el Maestro y el relato que habían escuchado de los dos discípulos camino de Emaús. Ahora les toca a ellos reconocerlo al partir el pan. En adelante se fiarían siempre del Señor y en su nombre repartirían siempre el pan de la palabra, el pan de la vida, el pan de la esperanza.
Pero Jesús todavía tiene más sorpresas en esta aparición. Se dirige a Pedro y le cuestiona sobre su amor. Pero en sus palabras Jesús le está diciendo: “Yo te amo. Me negaste tres veces, pero mi amor es más grande que tu traición”. Ahora Pedro puede entender que su amor sólo puede apoyarlo en el amor de Jesús, porque no puede apoyarse en sí mismo. En la última cena se atrevió a fantochear y vestirse de héroe: “Aunque todos te traicionen, yo nunca lo haré. Entregaré mi vida por ti”. “No es verdad, Pedro. Tú crees que me amas, pero no me amas, amas tu propio egoísmo y tu aparente generosidad. Quieres demostrarte a ti mismo que me quieres, pero yo no necesito demostraciones, mi amor por ti es fiel”. Ahora con estas preguntas, Pedro empieza a entender realmente lo que significa que Cristo lo ame, lo perdone y lo restaure. “Tú lo sabes todo. Sólo puedo quererte porque Tú has sido fiel, porque Tú sostienes mi amor. Y no podré seguirte ni ser fiel, si cada día no encuentro en ti la fuente de mi propio amor”. Preguntas amorosas de Jesús que alcanzan el interior de Pedro, que sanan su propia vergüenza, que lo levantan y el confían los tesoros más queridos: “Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas”. Preguntas incisivas también para cada uno de nosotros que buscan respuestas coherentes y comprometidas, respuestas interiores, respuestas sinceras: “X, ¿Me amas de verdad?”
Hoy también a nosotros hasta por tres veces nos pregunta si de verdad lo amamos. Meditemos nuestra respuesta y miremos nuestras acciones y nuestro amor a favor de los hermanos, en especial de los más necesitados. Entonces podremos decirle a Jesús: “Señor, tú lo sabes todo; tú bien sabes que te quiero”. Nuestra respuesta implica que seamos consecuentes con el Evangelio tanto en nuestra vida interna como externa. El verdadero cristiano no se puede conformar con una devoción tranquila e indiferente frente a las graves injusticias de nuestra sociedad. Debe ser un cristiano que en su ambiente y en su medio, busca la verdad, la justicia y la verdadera paz. El amor a Cristo se manifiesta en el verdadero amor al prójimo. El Evangelio de Jesús nos exige coherencia. Por eso hoy nos queda una gran pregunta que debemos responder con nuestra vida: ¿Cómo influye mi amor y mi fe en Jesús, en mi vida diaria, social, familiar y política? Miremos a Jesús Resucitado y experimentemos su presencia que hoy se nos manifiesta en tres signos muy concretos: 1° Nos rescata de nuestros fracasos; 2° Nos comparte el alimento y nos enseña que un pan y un pescado compartidos dan vida y fortalecen la comunidad; y 3° Nos exige que su amor se concrete en el amor a los hermanos. Su pregunta queda resonando en nuestro corazón y en nuestros oídos: “¿Me amas más que éstos?”
Señor, tú que nos has renovado en el espíritu al devolvernos la dignidad de hijos tuyos, concédenos construir, llenos de júbilo y esperanza, el Reino de tu Hijo y aguardar el día glorioso de la resurrección. Amén.