Fernando Moreno, doctor en Educación, ofrece este artículo sobre el Día Internacional de la Mujer (8M) como oportunidad para la catequesis.
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El Día Internacional de la Mujer (8 de marzo) es un evento promovido por Naciones Unidas y asociado a la solidaridad con reivindicaciones feministas.
En España, las manifestaciones se dividieron en dos: de un lado, partidarias de la ley trans, del otro, defensoras de la abolición de la prostitución. Desde los organismos oficiales se informa sobre los avances conseguidos en la Ley 2/2010 de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo.
Es evidente que, en el movimiento feminista y en las directrices de la ONU, no existe un criterio único para definir las prioridades y objetivos. Y esta es, precisamente, la oportunidad que tenemos los cristianos para apostar por una visión digna y elevada de la mujer y de la sexualidad.
El mayor problema de este fenómeno estriba en su pretensión de erigirse en marco interpretativo de una nueva ética
Muchas de las propuestas de la dinámica feminista tienen valor y razón de ser: igualdad de derechos laborales, reconocimiento del papel femenino en la sociedad, rectificación de esquemas pasados que supeditaban a la mujer al dominio del varón, etcétera.
Sin embargo, el feminismo radical tiene un sesgo de inconformismo revolucionario que violenta a su propia naturaleza y ataca a la institución familiar -por considerarla “patriarcal”-, reduce la sexualidad al derecho de experimentar placer sin el peso de la maternidad, no reconoce la complementariedad entre los sexos, etc. El mayor problema de este fenómeno estriba en su pretensión de erigirse en marco interpretativo de una nueva ética.
El radicalismo feminista ha tenido un papel decisivo en el apoyo los movimientos de liberación sexual, LGTBI y en la introducción de la ideología de género.
Del enemigo el consejo: conviene hablar mucho de sexo … y hablar bien
Las acciones políticas, jurídicas, mediáticas y educativas cocinadas en este entorno cultural desconciertan por su motivación ideológica. ¿Puede la catequesis permanecer al margen de todo esto? Recordemos que los niños que participan en ella son los mismos que son educados en un sistema de valores o contravalores (según el caso) de laboratorio. Son también los padres de esos niños los que -por ignorancia, apatía o cobardía- reflejan la postura de los tres monos -ciego, sordo y mudo- en una sociedad que frivoliza con el sexo.
Del enemigo el consejo: conviene hablar mucho de sexo, … y hablar bien. Conviene educar la afectividad sexual, pero educarla bien. Es preciso despertar a unos padres cristianos aletargados y ausentes. También deben ser despertados los catequistas ingenuos, que imaginan que la evangelización se puede llevar a cabo dirigiéndose solo a los pequeños.
Una buena formación sobre cómo educar la afectividad sexual sería muy útil a esos padres que no saben cómo ni cuándo ni cuánto tratar el tema con sus hijos y, dicho sea de paso, consigo mismos. Me refiero a una educación respetuosa con la naturaleza humana, corporal y espiritual, ennoblecida por la visión cristiana de las virtudes. La nuestra es una naturaleza sexuada al servicio de la entrega, lo que comporta una visión espiritual y trascendente del hombre y de la mujer. Si la óptica sexual se corrompe, no habrá cimientos sobre los que construir.
Sugiero que las parroquias, los colegios con ideario católico y las instituciones que representan a la familia a nivel local, estatal o internacional promuevan y apoyen acciones formativas de educación sexual.
La referencia que tengo más a mano es el curso sobre educación afectivo-sexual que #BeCaT ofrece a catequistas, profesores y padres: estos últimos deberían ser los más interesados, pero es imposible llegar a ellos sin la complicidad de los primeros. Ojalá que sean muchos miles los que realicen esta formación.